"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Contra el estudio académico de la economía

Cada vez más, quienes tienen la responsabilidad de administrar las grandes economías del mundo piensan que el estudio académico de la economía ya no es adecuado para sus fines. Comienza a parecer una ciencia pensada para resolver problemas que ya no existen.

Un buen ejemplo de ello es su obsesión con la inflación. Los economistas todavía enseñan a sus estudiantes que el papel principal de los gobiernos en lo que respecta a la economía —muchos insistirían, el único papel económico que les debería corresponder— es garantizar la estabilidad de los precios. Debemos estar constantemente alerta sobre los peligros de la inflación. Por lo tanto, que los gobiernos simplemente impriman dinero se considera un gran error. Sin embargo, si la inflación se mantiene a raya mediante la acción coordinada del gobierno y los banqueros centrales, el mercado debería encontrar su «índice natural de desempleo», y los inversores, aprovechando las claras señales de precios, deberían ser capaces de garantizar un crecimiento saludable. Estas suposiciones surgieron con el monetarismo de la década de 1980, la idea según la cual el gobierno debe de limitarse a administrar la oferta monetaria, y en la década de 1990 se había aceptado como una obviedad tan elemental que prácticamente todo el debate político tenía que partir del reconocimiento de los peligros del gasto público. Esto sigue siendo el caso, a pesar del hecho de que, desde la recesión de 2008, los bancos centrales han imprimido dinero a un ritmo acelerado en un intento de crear inflación y obligar a los ricos a hacer cosas útiles con su dinero. Cabe resaltar que no han tenido mucho éxito en ninguno de estos esfuerzos.

Ahora vivimos en un universo económico diferente al que existía antes de la recesión. La caída del paro ya no hace que suban los sueldos. Imprimir dinero no genera inflación. Sin embargo, la manera en que hablamos públicamente de la economía, y las ideas que se leen en libros académicos del campo, apenas han cambiado.

Cierta demora de este tipo es normal. Los economistas de hoy podrían no ser particularmente buenos a la hora de predecir colapsos financieros, fomentar la prosperidad general o idear modelos para prevenir el cambio climático, pero su éxito no tiene parangón cuando se trata de establecerse en posiciones de autoridad intelectual, sin que este tipo de retraso conceptual los afecte. Solo en la historia de las religiones se encontraría algo así. Hasta la fecha, la economía sigue enseñándose no como una historia de argumentos –es decir, no como cualquier otra ciencia social— ni como un conjunto de perspectivas teóricas a menudo en conflicto, sino más bien como la física—es decir, como la realización gradual de verdades matemáticas universales e impecables. Las teorías «heterodoxas» de la economía existen, por supuesto (institucionalista, marxista, feminista, «austríaca», post-keynesiana …), pero los defensores de estas aproximaciones han quedado casi completamente excluidos de los departamentos considerados «serios», y ni siquiera las protestas de los estudiantes de departamentos de economía (desde el movimiento de economía post-autista en Francia hasta la economía post-crisis en Gran Bretaña) han logrado que pasen a formar parte de los planes de estudios.

Como resultado, a los economistas heterodoxos se les sigue viendo casi como locos, a pesar de que a menudo predicen mejor los eventos económicos del mundo real. Además, las suposiciones psicológicas básicas en las que se basa la economía (neoclásica) convencional, aunque los psicólogos las refutan desde hace mucho tiempo, han colonizado el resto de la academia y han tenido un profundo impacto en la manera en que la mayoría de la gente entiende el funcionamiento del mundo.

En ninguna parte esta división entre el debate público y la realidad económica es más dramática que en Gran Bretaña, lo que quizás explique que sea el primer país donde las cosas empiezan a cambiar. Fue el New Labor de centroizquierda la fuerza política que gobernó mientras crecía la burbuja antes de la recesión, y la actitud de los votantes de no desear otra cosa que no fuera (permítaseme la expresión) “echar a los cabrones del gobierno” hizo posible una serie de gobiernos conservadores que pronto descubrieron que una retórica de austeridad —la evocación al estilo de Churchill de sacrificio común por el bien público— caló en la sociedad británica, lo que les permitió generar una amplia aceptación popular para las políticas destinadas a reducir lo poco que aún quedaba del estado de bienestar británico y redistribuir los recursos hacia arriba, esto es, hacia los ricos. «No hay un árbol de dinero mágico», como lo expresó Theresa May durante las elecciones anticipadas de 2017, prácticamente la única línea memorable de una de las campañas más deslucidas de la historia británica. La frase se ha repetido sin cesar en los medios de comunicación, siempre que alguien pregunta por qué el Reino Unido es el único país de Europa occidental que cobra matrícula universitaria, o si es realmente necesario tener tanta gente durmiendo en las calles.

Lo verdaderamente extraordinario de la frase de May es que no es cierto. Hay muchos árboles de dinero mágico en Gran Bretaña, como los hay en cualquier economía desarrollada. Se llaman «bancos». Dado que el dinero moderno es simplemente crédito, los bancos pueden y crean dinero literalmente de la nada, simplemente haciendo préstamos. Casi todo el dinero que circula en Gran Bretaña en este momento es creado por el banco de esta manera. El público no solo suele ignorar este hecho, sino que una encuesta reciente del grupo de investigación británico Positive Money descubrió que un asombroso 85% de los miembros del Parlamento no tenía idea de dónde provenía el dinero (la mayoría parecía estar bajo la impresión de que era producido por la Royal Mint [la casa de la moneda británica]).

Los economistas, por razones obvias, no pueden desconocer totalmente el papel económico que juegan los bancos, pero han pasado gran parte del siglo XX debatiendo acerca de lo que de verdad sucede cuando alguien solicita un préstamo. Una escuela de pensamiento insiste en que los bancos transfieren los fondos existentes de sus reservas, otra que producen dinero nuevo, pero solo sobre la base de un efecto multiplicador (para que un préstamo de automóvil continúa siendo en apariencia una cosa que, en última instancia, sigue vinculado de alguna manera al fondo de pensiones de una abuela jubilada). Solo una minoría, en su mayoría economistas heterodoxos, postkeynesianos y teóricos modernos del dinero, defiende lo que se llama la «teoría de la creación de crédito de la banca»: que los banqueros simplemente agitan una varita mágica y hacen que el dinero aparezca, con la confianza de que incluso si le entregan a un cliente un crédito por $1.000.000, en última instancia, el que recibe este monto lo volverá a ingresar en el banco. De modo que, en todo el sistema, hay un equilibrio entre créditos y deudas. En lugar de que los préstamos se basen en depósitos, desde este punto de vista, los depósitos mismos fueron el resultado de préstamos.

Lo único que nunca se le ocurrió a nadie fue conseguir un trabajo en un banco y averiguar qué sucede en realidad cuando alguien pide dinero prestado. En 2014, un economista alemán llamado Richard Werner hizo exactamente eso y descubrió que, de hecho, los oficiales de crédito no verifican sus fondos, sus reservas ni ninguna otra cosa existente. Simplemente crean dinero de la nada o, como él prefería decir, «polvo de hadas».

Ese también parece haber sido el año en que elementos del servicio civil de Gran Bretaña –que es conocido por su independencia— decidieron que ya era suficiente. La cuestión de la producción de dinero se volvió un punto crítico de debate. Incluso una abrumadora mayoría de economistas convencionales en el Reino Unido había rechazado la austeridad desde hacía mucho tiempo como una medida contraproducente (que, como era de esperar, apenas tuvo impacto en el debate público). Pero en cierto punto, exigir que los tecnócratas encargados de administrar el sistema basen todas las decisiones políticas en suposiciones falsas sobre algo tan elemental como la naturaleza del dinero se vuelve un poco como exigir que los arquitectos sigan entendiendo que la raíz cuadrada de 47 es en realidad π. Los arquitectos son conscientes de que los edificios comenzarían a caerse. Habría personas que morirían.

En poco tiempo, el Banco de Inglaterra (el equivalente británico de la Reserva Federal, cuyos economistas son más libres de decir lo que piensan ya que no forman parte del gobierno oficialmente) presentó un detallado informe llamado «Creación de dinero en la economía moderna» –el cual contaba con muchos videos y animaciones— y que insistía en lo mismo: los actuales libros de texto sobre economía, y particularmente la ortodoxia monetarista reinante, se equivocan. Los economistas heterodoxos tienen razón. Los bancos privados crean dinero. Los bancos centrales como el Banco de Inglaterra también crean dinero, pero los monetaristas están completamente equivocados al insistir en que su función adecuada es controlar la oferta monetaria. De hecho, los bancos centrales no controlan en ningún sentido la oferta monetaria; su función principal es establecer la tasa de interés, para determinar cuánto pueden cobrar los bancos privados por el dinero que crean. Por lo tanto, casi todo el debate público sobre estos temas se basa en premisas falsas. Por ejemplo, si lo que el Banco de Inglaterra decía era cierto, entonces los préstamos del gobierno no constituían desvíos de fondos del sector privado; más bien, lo que hacían era crear dinero completamente nuevo, que nunca antes había existido.

Uno podría haber imaginado que semejante reconocimiento crearía una importante reacción por parte de los profesionales del sector, y, sin duda, en ciertos círculos restringidos, lo hizo. Los bancos centrales de Noruega, Suiza y Alemania publicaron rápidamente documentos similares. Pero en el Reino Unido, no hubo ninguna respuesta de los medios. Que yo sepa, ni siquiera se ha mencionado el informe del Banco de Inglaterra en la BBC o en cualquier otro medio de noticias de televisión. Los columnistas de los periódicos continuaron escribiendo como si el monetarismo fuera una evidencia irrefutable. Se siguió interrogando a los políticos sobre dónde encontrarían el efectivo para los programas sociales. Era como si se hubiera establecido una especie de cordial acuerdo, en que a los tecnócratas se les permitiría vivir en un universo teórico, mientras que los políticos y los comentaristas de noticias seguirían existiendo en uno completamente diferente.

Aún así, hay indicios de que este acuerdo es temporal. Inglaterra, y el Banco de Inglaterra en particular, se enorgullece de ser un referente de las tendencias económicas mundiales. El monetarismo en sí mismo se lanzó a la respetabilidad intelectual en la década de 1970 después de haber sido adoptado por los economistas del Banco de Inglaterra. A partir de ahí, finalmente fue adoptado por el régimen insurgente de Thatcher, y solo después de eso por Ronald Reagan en los Estados Unidos, y posteriormente se exportó prácticamente a todo el mundo.

Es posible que hoy se esté volviendo a producir algo parecido. En 2015, un año después de la publicación del informe del Banco de Inglaterra, el Partido Laborista permitió por primera vez elecciones abiertas para su liderazgo, y el ala izquierda del partido –encabezada por Jeremy Corbyn, junto con el actual vice-canciller de Hacienda, John McDonnell— tomó las riendas del poder. En ese momento, a la izquierda laborista se le consideraba aún más extremista que el ala de Thatcher del Partido Conservador en 1975. También es cierto que (a pesar de los constantes esfuerzos de los medios de comunicación para presentarlos como socialistas dogmáticos de los años setenta) se trata del único grupo político importante en el Reino Unido que ha estado abierto a nuevas ideas económicas. Mientras que casi toda la clase política lleva ya varios años gritándose unos a otros sobre el Brexit, McDonnell, junto con grupos de jóvenes laboristas, ha realizado talleres y propuesto nuevas políticas sobre asuntos tan variados como una semana laboral de cuatro días, una renta básica universal, una revolución industrial verde o un «lujoso comunismo totalmente automatizado». Asimismo, ha invitado a economistas heterodoxos a participar en iniciativas de educación popular destinadas a transformar las concepciones de cómo funciona realmente la economía. Corbyn y sus simpatizantes se han enfrentado a una oposición casi histriónica de prácticamente todos los sectores de la clase política, pero sería imprudente ignorar la posibilidad de que algo histórico esté en marcha.

Una prueba de que ha aparecido algo históricamente nuevo es si los académicos comienzan a analizar el pasado desde nuevas perspectivas. En consecuencia, uno de los libros más importantes que ha salido del Reino Unido en los últimos años es El dinero y el gobierno: el pasado y el futuro del estudio académico de la economía, de Robert Skidelsky. Aunque parece ser solamente un intento de responder a la pregunta de por qué la economía convencional se hizo inútil en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la crisis de 2008, se trata en realidad de un intento de volver a contar la historia del campo académico de la economía a través de una consideración de los dos temas que a la mayoría de los economistas menos les gusta tratar, es decir, el dinero y el gobierno.

Skidelsky está bien posicionado para contar esta historia. Es una figura típicamente inglesa: con tanta gentileza como independencia intelectual, tan firmemente instalado en los espacios más influyentes de la sociedad que nunca se le ocurre que tal vez no pueda decir exactamente lo que piensa, y cuyas opiniones son toleradas por sus pares precisamente por eso. Nacido en Manchuria, habiendo recibido su formación académica en Oxford, profesor de economía política en Warwick, Skidelsky es mejor conocido como el autor de la biografía definitiva en tres volúmenes de John Maynard Keynes; ha estado desde hace tres décadas en la Cámara de los Lores como Barón de Tilton; y, en algunos momentos, ha tenido afiliación con varios partidos políticos a la vez, y otras veces con ninguno. Durante los primeros años de Blair, fue conservador e incluso se desempeñó como portavoz de la oposición en asuntos económicos en la cámara alta; actualmente es independiente, aliado principalmente con los laboristas de izquierda. En otras palabras, tiene criterios propios; y por lo general, estos criterios son interesantes. En los últimos años, Skidelsky ha aprovechado su posición en el cuerpo legislativo más elitista del mundo para celebrar una serie de seminarios de alto nivel sobre la reforma del estudio académico de la economía. El presente libro es, en cierto sentido, el primer producto importante de estos esfuerzos

Lo que el libro descubre es una guerra sin fin entre dos amplias perspectivas teóricas en las que el mismo lado siempre parece ganar, pese a que no destaca precisamente por su sofisticación teórica o una mayor capacidad explicativa. El centro de la cuestión siempre parece centrarse en la naturaleza del dinero. ¿Se conceptualiza mejor el dinero como una mercancía física, un material precioso utilizado para facilitar el intercambio? ¿O es mejor ver el dinero principalmente como un crédito, un método de contabilidad, un pagaré que pasa de mano en mano—en definitiva, un acuerdo social? Este argumento ha existido de alguna forma durante miles de años. Lo que llamamos «dinero» es siempre una mezcla de ambas conceptualizaciones, y, como ya señalé en Deuda (2011), el centro de gravedad entre los dos tiende a moverse hacia adelante y hacia atrás con el tiempo. En la Edad Media, las transacciones cotidianas en Eurasia se realizaban típicamente a través de crédito, y se suponía que el dinero era una abstracción. Fue el surgimiento de los imperios europeos mundiales en los siglos XVI y XVII, y la correspondiente inundación de oro y plata saqueada en las Américas, lo que terminó por cambiar las percepciones. Históricamente, la idea de que el oro o la plata son dinero de verdad tiende a darse en épocas de violencia generalizada, esclavitud masiva y ejércitos permanentes, que fue precisamente el caso para la mayor parte del mundo en tiempos de los imperios español, portugués, holandés, francés y británico. Una importante innovación teórica que fue posible gracias a estas nuevas teorías monetarias basadas en el oro y la plata fue, como señala Skidelsky, lo que se ha dado en llamar la teoría cuantitativa del dinero (conocida generalmente como la QTM en los libros de texto, ya que los economistas se deleitan infinitamente con las abreviaturas).

El argumento de la QTM fue presentado por primera vez por un abogado francés llamado Jean Bodin, durante un debate sobre la causa de la fuerte y desestabilizadora inflación de precios que siguió inmediatamente a la conquista ibérica de las Américas. Bodin sostuvo que la inflación era una simple cuestión de oferta y demanda: la enorme afluencia de oro y plata de las colonias españolas estaba abaratando el valor del dinero en Europa. El principio básico sin duda habría parecido una cuestión de sentido común para cualquier persona de la época con experiencia comercial. Sin embargo, resulta que se basó en una serie de suposiciones falsas. Para empezar, la mayor parte del oro y la plata extraídos de México y Perú no fue a parar a Europa, y ciertamente no se convirtió en dinero. La mayor parte se transportó directamente a China e India (para comprar especias, sedas, calicó y otros «lujos orientales»), y en la medida en que tuvo efectos inflacionarios en el Viejo Continente, ello se debió a bonos especulativos de un tipo u otro. Esto casi siempre resulta ser cierto cuando se aplica la QTM: parece evidente, pero solo si se omite la mayoría de los factores clave.

En el caso de la inflación de precios del siglo XVI, por ejemplo, una vez que se tiene en cuenta el crédito, el acaparamiento y la especulación (sin mencionar el aumento de las tasas de actividad económica, la inversión en nuevas tecnologías y los niveles salariales –que, a su vez, tienen mucho que ver con el poder relativo de los trabajadores y empleadores, acreedores y deudores–) se hace imposible decir con certeza cuál es el factor decisivo: si la oferta monetaria impulsa los precios o los precios impulsan la oferta monetaria. Técnicamente, todo se reduce a una elección entre lo que se llaman teorías exógenas y endógenas del dinero. ¿Debería el dinero ser tratado como un factor externo, como todos aquellos doblones españoles que supuestamente llegaron en grandes cantidades a Amberes, Dublín y Génova durante el reinado de Felipe II, o debería ser imaginado principalmente como un producto de la actividad económica –que es minado, acuñado y puesto en circulación, o que, más a menudo, se vuelve un instrumento de crédito, como los préstamos, que sirve para satisfacer una demanda? Todo lo cual significaría, por cierto, que las raíces de la inflación están en otra parte.

Dicho sin rodeos: es evidente que la QTM está mal. El hecho de duplicar la cantidad de oro en un país no tendrá ningún efecto en el precio del queso si le das todo el oro a las personas ricas y si estos se limitan a enterrarlo en sus patios, o lo usan para hacer submarinos chapados en oro (esto es, por cierto, por qué la flexibilización cuantitativa, la estrategia de comprar bonos gubernamentales a largo plazo para poner dinero en circulación, tampoco funcionó). Lo que importa en realidad es el gasto.

Sin embargo, desde los tiempos de Bodin hasta el presente, prácticamente cada vez que hubo un debate político importante, ganaron los defensores de la QTM. En Inglaterra, esta cadena de sucesos se dio por primera vez en 1696, justo después de la creación del Banco de Inglaterra, con un debate sobre la inflación en tiempos de guerra entre el secretario del Tesoro, William Lowndes, Sir Isaac Newton (quien era entonces director de la casa de moneda) y el filósofo John Locke. Newton había acordado con el Tesoro que las monedas de plata tenían que devaluarse oficialmente para evitar un colapso deflacionario; Locke tomó una posición monetarista extrema, manteniendo que el gobierno debería limitarse a garantizar el valor de la propiedad (incluidas las monedas) y que tantos ajustes confundirían a los inversores y defraudarían a los acreedores. Locke ganó. El resultado fue un colapso deflacionario. Un fuerte ajuste de la oferta monetaria creó una abrupta contracción económica que dejó sin trabajo a cientos de miles de personas y creó penuria masiva, disturbios y hambre. El gobierno trabajó rápidamente para moderar la política (primero al permitir que los bancos moneticen las deudas de guerra del gobierno en forma de notas de banco y, finalmente, poniendo fin al patrón plata), pero en su retórica oficial, la postura de Locke, que quería un gobierno poco intervencionista, que defendía los intereses de los acreedores y que exigía garantizar el valor del dinero con recursos reales (e. g., los metales preciosos) ya era el fundamento de todo debate político futuro.

Según Skidelsky, la misma serie de acontecimientos se iba a repetir una y otra vez: en 1797, la década de 1840, la década de 1890 y, por último, a fines de la década de 1970 y principios de la década de 1980, con la adopción (siempre breve) del monetarismo por parte de Thatcher y Reagan. Siempre vemos la misma secuencia de eventos:

(1) El gobierno adopta políticas que pretenden respaldar su moneda con valores seguros

(2) Estas políticas conducen al desastre

(3) El gobierno las abandona sin anunciarlo públicamente

(4) La economía se recupera

(5) A pesar de todo ello, estas políticas terminan apareciendo ante el público, o son defendidas por parte del estado, como de sentido común, incuestionable

¿Cómo fue posible justificar semejante serie de fracasos? En este caso, buena parte de la culpa, según Skidelsky, la tiene el filósofo escocés David Hume. Hume fue uno los primeros defensores de la QTM, y fue –continuando la tradición de Locke— el primero en afirmar la idea de que los sobresaltos económicos podían dar lugar a beneficios a largo plazo, si tuvieran el efecto de liberar los poderes de autorregulación del mercado:

Desde Hume, los economistas han distinguido entre los efectos a corto y largo plazo del cambio económico, incluidos los efectos de las intervenciones políticas. La distinción ha servido para proteger la teoría del equilibrio, al permitir que se exprese de una forma que tenga en cuenta la realidad. En el estudio académico de la economía, el corto plazo ahora típicamente representa el período durante el cual un mercado (o una economía de mercados) se desvía temporalmente de su posición de equilibrio a largo plazo bajo el impacto de algún «sobresalto», como un péndulo temporalmente apartado de su posición de descanso. Esta forma de pensar indica que los gobiernos deberían dejar que los mercados descubran sus posiciones de equilibrio natural. Las intervenciones del gobierno para «corregir» las desviaciones solo harían más difícil que se apreciara este estado natural.

Existe un error lógico en toda teoría de este tipo: no hay forma posible de refutarla. La premisa de que los mercados siempre terminan por volver a la normalidad solo puede probarse si uno tiene una definición comúnmente acordada de cuándo ha llegado el «final». Pero para los economistas, esa definición resulta ser «el tiempo que tarde en llegar a un punto en el que pueda decir que la economía ha vuelto al equilibrio». (Del mismo modo, no se puede demostrar que afirmaciones tales como «los bárbaros siempre terminan ganando» o «siempre triunfa la verdad» estén equivocadas, ya que en la práctica solo significan «cuando ganen los bárbaros, o triunfe la verdad, declararé que hemos llegado al final»).

En este punto, todas las piezas estaban en su lugar: las políticas de austeridad (que beneficiaban a los acreedores y a los ricos) podrían justificarse como medidas necesarias para «apretarse el cinturón» y que tenían el fin de hacer más transparentes los indicadores de precios para que el mercado pudiera volver a un estado saludable y de equilibrio a largo plazo. Al describir cómo sucedió todo esto, Skidelsky nos brinda una valiosa continuación de una historia que Karl Polanyi comenzó a relatar en la década de 1940: la historia de cómo los mercados nacionales supuestamente autorregulados fueron producto de una meticulosa ingeniería social. Estos esfuerzos incluían la creación de políticas gubernamentales diseñadas a consciencia para generar resistencia a la idea de un «gobierno (o estado) grande». O como escribe Skidelsky:

 

Una innovación clave fue el impuesto sobre la renta, recaudado por primera vez en 1814 y renovado por [el primer ministro Robert] Peel en 1842. Para 1911–14, se había convertido en la principal fuente de ingresos del gobierno. El impuesto sobre la renta tenía el doble beneficio de dar al estado británico una base segura de ingresos y alinear los intereses de los votantes con un gobierno barato, ya que solo los contribuyentes directos tenían el derecho de voto… La «probidad fiscal», durante el gobierno de Gladstone, «se convirtió en la nueva ley moral».

De hecho, no hay absolutamente ninguna razón para que un estado moderno se financie principalmente apropiándose de una proporción de las ganancias de cada ciudadano. Hay muchas otras formas de hacerlo. Muchas de ellas –como los impuestos a la tierra, a la riqueza, a la actividad comercial o al consumo (cualquiera de las cuales puede hacerse de manera más o menos progresiva)– son bastante más eficientes, si se tiene en cuenta que ya de por sí es enormemente caro un aparato burocrático encargado de mantener información actualizada sobre todo lo que se tiene que saber para que funcione un sistema de impuestos sobre la renta. Pero, en cualquier caso, la cuestión central es esta: se supone que el impuesto sobre la renta es intrusivo y exasperante; se asume que a la gente le va a parecer algo injusto. Tal y como sucede en buena parte del liberalismo clásico (y en el neoliberalismo contemporáneo), estamos ante una ingeniosa prestidigitación política; o sea, una expansión del estado burocrático que, en una aparente paradoja, permite que los líderes de este estado se presenten públicamente como defensores de un gobierno pequeño, o poco intervencionista.

La única excepción importante al ciclo “QTM, colapso, justificación posterior” se dio a mediados del siglo XX, en lo que se recuerda como la era keynesiana. Fueron años en que los gobernantes de las democracias capitalistas, asustados por la Revolución Rusa y la posibilidad de una rebelión masiva de las clases trabajadoras que existían dentro sus propias fronteras nacionales, permitieron niveles de redistribución sin precedentes, lo cual condujo, a su vez, a la prosperidad material más generalizada en la historia de la humanidad. La historia de la revolución keynesiana de la década de 1930, y la contrarrevolución neoclásica de la década de 1970, se ha contado en innumerables ocasiones, pero Skidelsky le da al lector una nueva sensación del conflicto que latía debajo de estos fenómenos.

El propio Keynes era firmemente anticomunista, pero en gran parte porque creía más probable que el capitalismo impulsara un rápido avance tecnológico que redujera drásticamente la necesidad del trabajo material. Quería el pleno empleo no porque pensara que el trabajo era bueno per se, sino porque en última instancia deseaba acabar con el trabajo, imaginando una sociedad en la que la tecnología haría obsoleto el trabajo humano. En otras palabras, suponía que el terreno siempre estaba moviéndose bajo los pies de los analistas. Max Weber, por razones similares, sostuvo que los científicos sociales nunca llegarían a algo ni remotamente parecido a las leyes de la física, porque para cuando hubieran recopilado una cantidad de datos casi suficiente, la sociedad misma –así como lo que los analistas creían que era importante saber sobre ella— habría cambiado tanto que los datos serían irrelevantes. Los oponentes de Keynes, por otro lado, se empeñaron en basar sus argumentos justamente en este tipo de principios universales.

Para quienes son ajenos al mundo del estudio académico de la economía, es difícil comprender lo que estaba en juego en este enfrentamiento intelectual, debido en gran parte al hecho de que se suele recordar como un argumento que no fue más que una disputa técnica entre los papeles adecuados de la micro y la macroeconomía. Los keynesianos insistieron en que lo primero es apropiado para estudiar el comportamiento de los hogares o empresas individuales, tratando de optimizar su ventaja en el mercado, pero que tan pronto como uno comienza a mirar las economías nacionales, uno se está moviendo a un nivel de complejidad completamente diferente, donde se aplican diferentes tipos de leyes. Del mismo modo que es imposible entender los hábitos de apareamiento de un oso hormiguero por medio de un análisis de las reacciones químicas en sus células, el conjunto de la actividad comercial, de inversiones o las fluctuaciones de interés o tasas de empleo no eran simplemente el agregado de todas las micro-transacciones que parecían constituirlos. Cada fenómeno tenía, como dirían los filósofos de la ciencia, «propiedades emergentes». Obviamente, era necesario comprender el micro-nivel (así como era necesario comprender los productos químicos que formaban el oso hormiguero) para tener alguna posibilidad de comprender el macro, pero eso, por sí solo, no era suficiente.

Los contrarrevolucionarios –entre ellos Friedrich Hayek (un viejo rival de Keynes) en la London School of Economics y las diversas luminarias que se unieron a Hayek en la Sociedad Mont Pelerin— pusieron en tela de juicio la idea de que las economías nacionales son algo más que la suma de sus partes. Políticamente, como señala Skidelsky, este rechazo se alimentaba de una fuerte hostilidad hacia la pretensión de dar forma a la vida social mediante actos de voluntad política (y, en un sentido más amplio, hacia toda búsqueda del bien común). Se insistía en que las economías nacionales podían comprenderse íntegramente como el resultado de los efectos agregados de millones de decisiones individuales y, por lo tanto, que cada elemento de la macroeconomía debía tener algún «micro-fundamento» que lo explicase.

Una prueba de cuán radical fue esta postura es que cobró relevancia justo cuando la microeconomía misma sufría una profunda transformación –que había comenzado con la teoría de la utilidad marginal de fines del siglo XIX— según la cual pasaba de ser una técnica para entender las decisiones de quienes participan en un mercado económico a ser una filosofía general de la vida humana. Cabe señalar que este cambio fue posible gracias a una serie de suposiciones que incluso los mismos economistas reconocían como falsas: supongamos –decían, por ejemplo— que existen actores puramente racionales, motivados exclusivamente por el interés propio, que saben exactamente lo que desean y nunca cambian de opinión, y tienen acceso completo a toda la información relevante sobre los precios. Esto les permitió hacer ecuaciones precisas y predictivas de exactamente cómo debe esperarse que actúen los individuos.

Ahora bien, no hay nada de malo en crear modelos simplificados. Incluso podría decirse que es exactamente de este modo que debería proceder toda ciencia de los asuntos humanos. Pero una ciencia empírica también pone a prueba sus modelos contra lo que la gente hace en realidad, y los modifica en función de sus observaciones. Esto es precisamente lo que los economistas no hicieron. Al contrario. Descubrieron que, si se presentan esos modelos en fórmulas matemáticas completamente impenetrables para el no iniciado, el resultado sería un mundo en que sus premisas nunca serían refutadas. («Todos los actores están comprometidos con la maximización de la utilidad. ¿Qué es la utilidad? Sea lo que sea que un actor parece estar maximizando».) Las ecuaciones matemáticas permitieron a los economistas afirmar que la suya era la única rama de la teoría social que se podía comparar con las ciencias predictivas (incluso si la mayoría de sus predicciones exitosas fueran del comportamiento de personas que habían sido formadas en teoría económica).

Esto permitió que el Homo economicus invadiera el resto de la academia, de modo que en las décadas de 1950 y 1960, casi todas las disciplinas académicas que se dedicaban a preparar a los jóvenes para puestos de poder (ciencias políticas, relaciones internacionales, etc.) habían adoptado alguna variante de la «teoría de la elección racional», que provenía de la microeconomía. Para los años 80 y 90, ni siquiera los jefes de fundaciones de arte u organizaciones de caridad se podían considerar totalmente competentes sin estar mínimamente familiarizados con una «ciencia» de los asuntos humanos que partía del supuesto de que los humanos éramos fundamentalmente egoístas y avariciosos.

Estos, en definitiva, fueron los «micro-fundamentos» a que los reformistas neoclásicos querían devolver la macroeconomía. Se las ingeniaron para aprovechar ciertas innegables debilidades en las formulaciones keynesianas –sobre todo su incapacidad para explicar la estanflación de la década de 1970— para eliminar lo que quedaba de keynesianismo y volver al statu quo ante del siglo XIX, cuando los estados eran poco intervencionistas y existían políticas que exigían que las monedas tuvieran el respaldo de valores seguros. Lo que sucedió posteriormente fue la misma serie de acontecimientos de siempre. El monetarismo no funcionó. Al cabo de poco tiempo, se abandonaron las políticas monetaristas en el Reino Unido y luego en los Estados Unidos. Pero ideológicamente, la intervención fue tan efectiva que incluso cuando los «nuevos keynesianos» como Joseph Stiglitz o Paul Krugman volvieron a dominar el argumento sobre macroeconomía, se sintieron obligados a mantener los nuevos micro-fundamentos.

Como subraya Skidelsky, el problema es que, si sus suposiciones básicas son absurdas, el hecho de insistir en ellas hasta el cansancio difícilmente hará que lo sean menos. O, como Skidelsky mismo lo expresa con mayor franqueza, «las premisas absurdas llevan a conclusiones descabelladas»:

La hipótesis del mercado eficiente (o EMH, por sus siglas en inglés), popularizada por Eugene Fama … consiste en la aplicación de expectativas racionales a los mercados financieros. La hipótesis de las expectativas racionales (o REH) afirma que los agentes utilizan toda la información disponible sobre la economía y la política de manera óptima e instantánea a fin de ajustar sus expectativas…

Por lo tanto, en palabras de Fama, … «En un mercado eficiente, la competencia entre un conjunto de inteligentes participantes conduce a una situación en que … el precio real de un bien será un indicio fidedigno de su valor intrínseco». [La cursiva es de Skidelsky]

En otras palabras, nos vimos obligados a hacer como si los mercados, por definición, no pudieran estar equivocados. Por ejemplo, si en la década de 1980, la tierra en que se había construido el complejo Imperial en Tokio se cotizaba más que toda la ciudad de Nueva York, la única explicación posible era que, en efecto, valía más. Cualquier excepción no hacía más que confirmar la regla, y era, además, insignificante, por impredecible y temporal. En tales casos, se podía contar con que los actores racionales se intervendrían rápidamente para hacerse con los bienes infravalorados. Como observó Skidelsky con ironía:

Nos encontramos ante una paradoja. Por un lado, la teoría dice que no tiene sentido tratar de sacar provecho de la especulación, porque las acciones siempre tienen un precio correcto y sus movimientos no se pueden predecir. Pero, por otro lado, si los inversores no intentaran obtener ganancias, el mercado no sería eficiente porque no habría un mecanismo de autocorrección…

En segundo lugar, si los bienes siempre tienen el precio correcto, el mercado no puede generar burbujas y crisis …

Esta idea terminó influyendo en políticas reales: «funcionarios públicos, comenzando con [el presidente de la Reserva Federal] Alan Greenspan, no estaban dispuestos a reventar la burbuja precisamente porque no estaban dispuestos a decir que era una burbuja». El EMH hizo imposible que las burbujas se reconocieran al descartarlas a priori.

Esta, pues, sería una respuesta a la famosa pregunta de la reina de por qué nadie había sabido prever la última recesión.

Habiendo llegado a este punto, se ha cerrado el círculo. Tras una vergüenza tan catastrófica, los economistas ortodoxos recurrieron a sus bazas de siempre: la política académica y el poder institucional. En el Reino Unido, una de las primeras medidas tomadas en 2010 por la nueva Coalición entre Conservadores y Demócratas-Liberales fue una reforma del sistema de educación superior, que triplicó la matrícula y creó un sistema de préstamos estudiantiles al estilo estadounidense. El sentido común podría haber sugerido que si el sistema educativo funcionaba con éxito (a pesar de todas sus debilidades, el sistema universitario británico era considerado uno de los mejores del mundo), mientras que el sistema financiero funcionaba tan mal que casi había destruido la economía global, lo más sensato sería reformar el sistema financiero para que se parezca un poco más al sistema educativo, y no al revés. Que los responsables políticos se hayan empeñado en hacer exactamente lo contrario solo puede tener una explicación ideológica. Fue un asalto total a la idea misma de que el conocimiento podría ser algo más que un bien económico.

Se tomaron medidas similares que buscaban asegurar el control sobre la estructura institucional. Durante el gobierno de los conservadores, la BBC, que alguna vez fue orgullosamente independiente, se ha ido pareciendo cada vez más a una cadena estatal, cuyos comentaristas políticos a menudo han reproducido casi literalmente los mismos análisis sesgados y parciales sobre temas de actualidad que estaban siendo promovidos por el partido gobernante, los cuales análisis, al menos en términos económicos, se basaban en las mismas teorías que venían de ser desacreditadas. El debate político simplemente suponía que la solución pasaba por “apretarse el cinturón” y practicar la «probidad fiscal» que en su día había defendido Gladstone. Al mismo tiempo, el Banco de Inglaterra comenzó a imprimir dinero a un ritmo frenético y, efectivamente, se lo entregó al uno por ciento más rico en un intento fallido de impulsar la inflación. Los resultados prácticos fueron poco inspiradores, por decirlo de alguna manera. Incluso en el punto más alto de la posterior recuperación, en el quinto país más rico del mundo, aproximadamente uno de cada doce ciudadanos experimentaba hambre, y algunos llegaban a pasar días enteros sin comer. Si una «economía» se define como el medio por el cual una población humana se abastece de sus necesidades materiales, la economía británica es cada vez más disfuncional. Los esfuerzos de su clase política por cambiar de tema (e. g., el Brexit) difícilmente pueden continuar para siempre. Tarde o temprano, se tendrán que abordar los problemas reales.

La teoría económica, tal como existe, se asemeja cada vez más a un cobertizo lleno de herramientas rotas. Esto no quiere decir que no haya alguna idea útil, pero, en su estado actual, la disciplina está pensada para resolver los problemas de otro siglo. El problema de cómo determinar la distribución óptima del trabajo y los recursos para crear altos niveles de crecimiento económico simplemente no es el problema a que nos enfrentamos ahora: a saber, cómo lidiar con el aumento de la productividad tecnológica, la disminución de la demanda real de trabajo y la gestión eficaz de los trabajos dedicados al cuidado, sin destruir el planeta. Esto exige una ciencia nueva. Y son justamente los «micro-fundamentos» de la economía actual uno de los impedimentos de tan necesarias innovaciones. Cualquier ciencia nueva y viable tendrá que echar mano del conocimiento que se ha generado sobre feminismo, la economía del comportamiento, la psicología e incluso la antropología, a fin de elaborar teorías basadas en el comportamiento real de las personas, o de aceptar una vez más la noción de niveles emergentes de complejidad. Y probablemente tenga que hacer las dos cosas.

Esto no será fácil en términos intelectuales. Y lo será aún menos en términos políticos. Romper el bloqueo de la economía neoclásica en las principales instituciones, y su control casi dogmático sobre los medios de comunicación, sin mencionar todas las formas sutiles en que ha llegado a definir nuestras concepciones de las motivaciones humanas y los horizontes de la posibilidad humana, es una perspectiva desalentadora. Supongo que hará falta alguna fortísima sacudida para despertar a la gente. ¿Qué sería suficiente para lograrlo? ¿Otro colapso como el de 2008? ¿Algún cambio político radical en uno de los principales países del mundo? ¿Una rebelión juvenil a nivel global? En cualquier caso, libros como este, y posiblemente este mismo libro, jugarán un papel clave.

Reseña de Skidelsky, R., Money and Government: The Past and Future of Economics. Yale University Press

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