"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Álvaro Uribe Vélez, un criminal impune

La reciente decisión de la Fiscalía de Colombia de solicitar la preclusión de las investigaciones contra Álvaro Uribe Vélez lo acerca de nuevo a la impunidad total a la que está acostumbrado.

Pero esa impunidad no es su privilegio, es una tradición impuesta en la supuesta democracia colombiana, donde quedan impunes los más grandes crímenes, siempre que los cometan la clase política o sus jefes del norte.

Impunes están, por ejemplo, quienes ordenaron la masacre de las bananeras en 1928, incluyendo, por supuesto, a la United Fruit Company, hoy Chiquita Brands International, que nunca perdió la costumbre de asesinar y hasta financiar golpes de Estado.

En 1929, el líder colombiano Jorge Eliecer Gaitán denunció este hecho ante el Congreso y en un famoso discurso dijo: «Dolorosamente sabemos que en este país el gobierno tiene la metralla homicida para los hijos de la patria y la temblorosa rodilla en tierra ante el oro americano». Sus palabras, de hace casi 100 años, desnudaron a la oligarquía más violenta y transnacionalizada del continente. Diecinueve años después asesinaron al propio Gaitán y, como era de esperarse, también su asesinato continúa impune.

La legitimación pública de la impunidad

Pero la impunidad en Colombia no se tapa con un dedo, sino con los conglomerados mediáticos. Según la última publicación del ranking de los más ricos de la revista Forbes, los dueños, o socios mayoritarios, de los medios más tradicionales y difundidos del país son también los cuatro más ricos de Colombia. Una coincidencia importante es que, al menos los dos más ricos, obtienen su riqueza de grandes bancos y empresas financieras.

En un país donde se produce la mayor cantidad de cocaína del mundo, no hay posibilidad de saber cuál es el impacto real de ese lucrativo negocio para la economía nacional, pero la lógica indica que debe ser mucho, y que gran parte de ese dinero debe lavarse dentro de Colombia, para lo que se requieren bancos y negocios tradicionalmente usados para el lavado de dinero, como las grandes empresas constructoras.

Por pura casualidad, ambos son los negocios que han hecho a Luis Carlos Sarmiento Angulo el hombre más rico de Colombia y uno de los más ricos del mundo. Su familia compró en 2012 El Tiempo, el más grande y tradicional periódico de Colombia.

El segundo hombre de la lista Forbes es Jaime Gilinski quien sorpresivamente también ha amasado su fortuna en el sector financiero. Recientemente la familia Gilinski adquirió la importante revista política Semana y lo celebró haciendo una verdadera purga interna de periodistas y estableciendo una línea editorial totalmente aliada con el gobierno actual.

El número tres es Santo Domingo, quien posee nada menos que El Espectador, Caracol Televisión y Blu Radio. Por su parte, Ardila Lülle, cuarto en la lista Forbes, es dueño de RCN, NTN24 y WIN, entre otros muchos medios.

El mismo fenómeno nacional se reproduce a escala regional, donde los medios de comunicación más grandes son propiedad de las familias que controlan económica y políticamente las regiones.

Esta visión general permite entender muchas cosas sobre cómo se manipula a la opinión pública colombiana. También por qué, por ejemplo, ninguno de esos medios acompaña las luchas populares, por qué atacan a la Revolución Bolivariana y, en este caso, por qué sostienen la impunidad de la oligarquía ante la opinión pública, se pelean para defender la subordinación de la política colombiana a los designios de Washington y levantan escándalos noticiosos que suben y bajan como la espuma, afectando premeditadamente la memoria a largo plazo de su público.

El caso contra Uribe Vélez

En contraste con otros países donde los lawfare ejecutados contra gobiernos progresistas latinoamericanos que han terminado por tumbar presidencias gracias a procesos judiciales amañados, en Colombia juzgar a un expresidente es algo impensable, ni siquiera cuando, como en el caso de Álvaro Uribe Vélez, ya gran parte de su entorno político ha sido detenido por vinculaciones con el narcotráfico, el paramilitarismo y las violaciones de derechos humanos.

Esto también contrasta con la «eficacia» del Estado colombiano para abrir investigaciones y procesos judiciales contra líderes y lideresas sociales.

El delito por el que actualmente se investiga a Álvaro Uribe Vélez parte de una denuncia hecha por él mismo en el año 2014 contra el senador Iván Cepeda, acusándolo de manipular testigos y ofrecer beneficios a paramilitares presos para que lo vincularan con dichos grupos armados, ya que Cepeda había presentado ante el Congreso la grabación de un testigo que asegura que el grupo paramilitar al que pertenecía se había formado en una finca de la familia Uribe.

Cuatro años después, cuando Uribe comenzó a volverse incómodo para la clase política nacional e internacional, la Corte colombiana dio un giro al caso señalando que durante la investigación no se encontró ningún elemento que vinculara al senador Cepeda a esas prácticas, pero sí en cambio al originalmente demandante, por lo que inicia un proceso por los delitos de soborno y fraude procesal al entonces senador Uribe, al que incluso terminó por dictar medida de aseguramiento, es decir, que se le ordenó permanecer en su inmensa finca.

Ante esta situación, el senador acostumbrado a ser llamado Presidente y a actuar con toda impunidad, decidió renunciar a su puesto en el Senado para salir del radar de la Corte y pasar a la Fiscalía General de la Nación, institución absolutamente subordinada a la presidencia del país, donde, como era de esperarse, el caso se ha ido desarrollando a su favor hasta el punto de solicitar el cierre del mismo.

Pero Uribe es una papa caliente también para los Estados Unidos, porque sus vínculos con el narcotráfico y su evidente vinculación a terribles violaciones de derechos humanos causan ruido en algunos sectores de la política estadounidense.

A su vez este hombre, que ha estado directa o indirectamente en el poder durante los últimos 20 años en Colombia, ha prestado grandes servicios al gigante norteamericano, por ejemplo, otorgando más que impunidad, inmunidad, en convenio firmado con los Estados Unidos en 2003 para que las tropas estadounidenses actuasen en Colombia sin que los delitos de lesa humanidad que cometan puedan ser investigados ni presentados ante la Corte Penal Internacional, a no ser que el propio gobierno estadounidense lo autorizace.

Esta inmensa concesión de la soberanía colombiana ha representado grandes ventajas a Estados Unidos para convertir al país en un enclave militar desde el que asegura el despojo de Colombia y el control del narcotráfico, mientras ataca a Venezuela y relanza sus planes imperialistas sobre toda la región.

Siendo realistas, aun si esta causa contra Uribe prosperara y finalmente fuera condenado por los delitos que se le imputan, continuarían en la impunidad sus más grandes crímenes.

Por ejemplo, según una publicación reciente de la Jurisdicción Especial para la Paz, en el período comprendido entre los años 2002 y 2008 (entre su primera y su segunda presidencia), aproximadamente 6 mil 402 personas fueron asesinadas para ser presentadas como bajas en combate («falsos positivos») en todo el territorio nacional por la Fuerza Pública colombiana.

A esto habría que sumar las masacres que se cometieron durante su paso por la gobernación de Antioquia y por el Palacio de Nariño, los crímenes de lesa humanidad cometidos por su gobierno en la Operación Orión en la Comuna 13 de Medellín, el bombardeo a Ecuador (Operación Fénix), la invasión paramilitar a Venezuela y muchos otros graves crímenes que engrosan el prontuario de Uribe Vélez y que han terminado por socavar su otrora grande popularidad y están a punto de enterrar políticamente a quienes siguen su doctrina.

A pesar de eso, romper con esa impunidad, hacerle sentir vulnerable a quien posee tales ínfulas de patrón, sería un buen paso para Colombia y probablemente acercaría la posibilidad de demostrar legalmente sus vínculos con el proyecto paramilitar que ayudó a construir y luego a legalizar.

La perpetuación de la injusticia

Impunes continúan, también, el genocidio contra la Unión Patriótica ocurrido en la década de 1980, así como el reciente genocidio de líderes y lideresas sociales y excombatientes de las FARC-EP, las innumerables masacres cometidas en las últimas cinco décadas por parte de militares y paramilitares, la masacre de cinco niños en Cali el año pasado, los bombardeos a presuntos campamentos donde se encontraban niños, niñas y adolescentes ocurridos el año pasado en Caquetá y la semana pasada en el Guaviare, etcétera.

Mientras la impunidad de los crímenes contra el pueblo siga siendo la norma en Colombia, seguirá avanzando el intento de pacificación popular mediante el asesinato, la desmovilización y el miedo, pero la paz estará cada vez más lejana.

 

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