En las últimas semanas, Emmanuel Macron y sus ministros han cruzado deliberadamente tres líneas rojas en las que se habían detenido sus predecesores. Primero, impusieron una ley [la reforma de las pensiones mediante el art. 49.3] que la Cámara no había votado y que era claramente impopular. Después dieron su apoyo incondicional a las formas más violentas de represión policial. Por último, en respuesta a las críticas de la Ligue des Droits de l’Homme, sugirieron que a las asociaciones de interés público se les podrían retirar las subvenciones si expresaban reservas sobre la actuación del gobierno.
Evidentemente, estos tres pasos forman un sistema y nos permiten ver con bastante precisión la naturaleza del poder que nos gobierna. El primero contrasta, por supuesto, con la actitud adoptada por Jacques Chirac durante las huelgas de 1995 y por Nicolas Sarkozy durante el movimiento contra el contrato de empleo juvenil en 2006. Ni el uno ni el otro tenían una vena social muy marcada. El primero había sido elegido con un programa para recuperar a la derecha y el segundo había anunciado su intención de poner a Francia a trabajar.
Sin embargo, ambos consideraron que no era posible aprobar una ley de reforma del mundo laboral que fuera rechazada masivamente por el propio pueblo. Como políticos a la antigua usanza, aún se sentían en deuda con un sujeto llamado pueblo: un sujeto vivo que no se limitaba al recuento electoral y cuya voz no podía ser ignorada a través de la acción sindical, los movimientos de masas en las calles y las reacciones de la opinión pública. Así, en 2006 la ley aprobada por el Parlamento no fue promulgada.
Evidentemente, Emmanuel Macron ya no comparte esta ingenuidad. Ya no cree que, aparte del recuento de las papeletas, haya algo como el pueblo del que tenga que preocuparse. Marx dijo, con cierta exageración en su momento, que los Estados y sus dirigentes no eran más que los agentes comerciales del capitalismo internacional. Emmanuel Macron es quizás el primer jefe de Estado de nuestro país que verifica exactamente este diagnóstico. Está decidido a aplicar hasta el final el programa del que es responsable: el de la contrarrevolución neoconservadora que, desde Margaret Thatcher, pretende destruir todo vestigio del llamado Estado social, así como toda forma de contrapoder procedente del mundo del trabajo, para asegurar el triunfo de un capitalismo absolutizado que someta todas las formas de vida social a la ley del mercado.
Esta ofensiva se ha dado a sí misma un nombre, el de neoliberalismo, que ha alimentado todo tipo de confusiones y complacencias. Según sus defensores, pero también según muchos de los que creen luchar contra él, la palabra liberalismo significa simplemente la aplicación de la ley económica del laissez-faire laissez-passer, y su correlato es la limitación de los poderes del Estado, que en adelante se contentaría con simples tareas de gestión, prescindiendo de toda intervención coercitiva en la vida pública. Algunas mentes seguras de sí mismas añaden que esta libertad de circulación de bienes y el liberalismo de un Estado facilitador en lugar de represor encajarían bien con las costumbres y el estado de ánimo de las personas que ahora sólo se preocupan por sus libertades individuales.
Sin embargo, esta fábula de liberalismo permisivo quedó desmentida desde el principio por las cargas policiales montadas por Margaret Thatcher en 1984 en la batalla de Orgreave, una batalla diseñada no sólo para forzar el cierre de las minas, sino para demostrar a los sindicalistas que no tenían voz ni voto en la organización económica del país. Sin alternativa también significa ¡cállate! El programa para la imposición del capitalismo absoluto no es en absoluto liberal: es un programa bélico para la destrucción de todo lo que se interponga en el camino de la ley del beneficio: fábricas, organizaciones obreras, leyes sociales, tradiciones de lucha obrera y democrática.
El Estado reducido a su expresión más simple no es el Estado gerencial, es el Estado policial. En este sentido, el caso de Macron y su gobierno es ejemplar. No tiene nada que discutir con la oposición parlamentaria, ni con los sindicatos, ni con los millones de manifestantes. No le importa ser desaprobado por la opinión pública. Le basta con ser obedecido, y la única fuerza que le parece necesaria para ello, la única en la que su gobierno puede apoyarse en última instancia, es la que tiene por misión obligar a obedecer, es decir, la fuerza policial.
De ahí el cruce de la segunda línea roja. Los gobiernos de derechas que precedieron a Emmanuel Macron habían respetado tácita o explícitamente dos reglas: la primera, que la represión policial de las manifestaciones no debía matar; la segunda, que el gobierno era culpable cuando la voluntad de imponer su política provocaba la muerte de quienes se oponían a ella. Esta fue la doble regla a la que se sometió el gobierno de Jacques Chirac en 1986 tras la muerte de Malik Oussekine, golpeado hasta la muerte por una la policía motorizada (BRAV-M) durante las manifestaciones contra la ley que introducía la selección en la enseñanza superior. No sólo se disolvieron los escuadrones de la policía motorizada, sino que se retiró la propia ley.
Esta doctrina es claramente cosa del pasado. Las brigadas motorizadas, vueltas poner en pie para reprimir la revuelta de los Chalecos Amarillos, se han utilizado de forma resuelta para reprimir a los manifestantes, tanto en París como en Sainte-Soline [contra los mega piscinas], una de cuyas víctimas se encuentra aún entre la vida y la muerte. Y, sobre todo, todas las declaraciones de las autoridades coinciden en que ya no hay línea roja: lejos de ser la prueba de los excesos a los que conduce la determinación de defender una reforma impopular, las acciones violentas del BRAV-M son la legítima defensa del orden republicano, es decir, del orden gubernamental que quiere imponer esta reforma a toda costa. Y los únicos responsables de los golpes que puedan recibir son quienes acuden a manifestaciones susceptibles de degenerar.
Por eso tampoco es aceptable ninguna crítica a la acción de las fuerzas del orden y nuestro gobierno ha considerado oportuno cruzar una tercera línea roja atacando a una asociación, la Liga de Derechos Humanos, a la que sus predecesores se habían cuidado en general de no atacar frontalmente porque su propio nombre simboliza una defensa de los principios del Estado de derecho considerados vinculantes para cualquier gobierno, sea de derechas o de izquierdas.
En efecto, los observadores de la Liga se habían tomado la libertad de cuestionar los obstáculos puestos a la evacuación de los heridos por las fuerzas del orden. Esto bastó para que nuestro ministro del Interior cuestionara el derecho de esta asociación a recibir subvenciones públicas. Pero no se trata simplemente de la reacción del jefe de policía ante la puesta en cuestión de sus subordinados. Nuestra primer ministro [Elisabeth Borne], muy socialista, ha puesto los puntos sobre las íes: la reacción de la Liga ante la amplitud de la represión policial en Sainte-Soline confirma la actitud antirrepublicana que la había convertido en cómplice del islamismo radical. Después de haber cuestionado la validez de varias leyes restrictivas de la libertad individual que proscribían ciertos tipos de vestimenta o prohibían cubrirse la cara en lugares públicos, se conmovió ante las disposiciones de la ley de «consolidación de los principios de la República» que restringían de hecho la libertad de asociación. En resumen, el pecado de la Liga y de quienes se preguntan si nuestra policía respeta los derechos humanos es que no es una buena republicana.
Sería un error considerar las observaciones de Elisabeth Borne como un argumento ad hoc. Son el resultado lógico de esta llamada filosofía republicana, que es la versión intelectual de la revolución neoconservadora cuyo programa económico aplica su gobierno. Los filósofos republicanos nos advirtieron muy pronto de que los derechos humanos, celebrados en su día en nombre de la lucha contra el totalitarismo, no eran tan buenos. De hecho, servían a la causa del enemigo que amenazaba el «vínculo social»: el individualismo democrático de masas que disolvía los grandes valores colectivos en nombre del particularismo.
Esta apelación al universalismo republicano contra los derechos abusivos de los individuos encontró rápidamente su blanco preferido: las y los franceses de confesión musulmana y, en particular, aquellas jóvenes estudiantes de secundaria que exigían el derecho a llevar la cabeza cubierta en la escuela. Contra ellas se desenterró un viejo valor republicano, la laicidad. Antes significaba que el Estado no debía subvencionar la educación religiosa. Ahora, que de hecho la subvenciona, adquirió un significado totalmente nuevo: empezó a significar la obligación de llevar la cabeza descubierta, un principio que también contradecían las jóvenes escolares que llevaban pañuelos en la cabeza y las activistas que llevaban capuchas, máscaras o pañuelos en las manifestaciones.
Al mismo tiempo, un intelectual republicano acuñó el término «islamoizquierdismo» para identificar la defensa de los derechos conculcados del pueblo palestino con el terrorismo islamista. Se impuso entonces la amalgama entre la reivindicación de derechos, el radicalismo político, el extremismo religioso y el terrorismo. En 2006, algunos hubieran querido prohibir la expresión de ideas políticas en las escuelas al mismo tiempo que el uso del velo. En 2010, en cambio, la prohibición de ocultar el rostro en el espacio público permitió la asimilación de la mujer con burka, la manifestante con pañuelo en la cabeza y la terrorista que oculta bombas bajo su velo.
Pero son los ministros de Emmanuel Macron quienes tienen el mérito por dos avances en la amalgama republicana: la gran campaña contra el islamismo de izquierdas en la Universidad y la ley para reforzar los principios de la República que, bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo islámico, somete la autorización de asociaciones a contratos de compromiso republicano lo suficientemente vagos como para volverse contra ellos. Las amenazas contra la Liga de Derechos Humanos van en este sentido.
Algunos pensaban que los rigores de la disciplina republicana estaban reservados a las poblaciones musulmanas de origen inmigrante. Ahora parece que se dirigen de forma mucho más amplia contra toda persona que se oponga al orden republicano tal y como lo conciben nuestros dirigentes. La ideología republicana que algunos todavía intentan asociar a valores universalistas, igualitarios y feministas no es más que la ideología oficial del orden policial destinado a garantizar el triunfo del capitalismo absoluto.
Es hora de recordar que en Francia no hay una, sino dos tradiciones republicanas. En 1848, ya existía la república de los monárquicos y la república democrática y social, aplastada por los primeros en las barricadas de junio de 1848, excluida del voto por la ley electoral de 1850 y aplastada de nuevo por la fuerza en diciembre de 1851. En 1871, fue la República de Versalles la que ahogó en sangre a la república obrera de la Comuna. Es probable que Macron, sus ministros y sus ideólogos no tengan intenciones asesinas. Pero han elegido claramente su república.
13/May/2023