Desde el asesinato de George Floyd, cometido por un grupo de policías de Minneapolis el pasado 25 de mayo, venimos presenciando la vandalización colectiva del patrimonio histórico en diferentes ciudades de los Estados Unidos. Un caso notorio al respecto fue la destrucción del monumento que homenajea a Robert E. Lee, general del ejército confederado, en Richmond, Virginia. Se trata de una figura clave de las fuerzas secesionistas que, entre 1861 y 1865, se enfrentaron a los “constitucionalistas” liderados por Abraham Lincoln. Los soldados de Robert E. Lee encabezaban la defensa de la expansión de la esclavitud de la población negra en el país, en muchos casos bajo principios evangélicos (Faust, 1987). Este hecho ha formado parte de múltiples ataques que se han dirigido particularmente contra memoriales confederados y arquitectura urbana con emblemas de la supremacía blanca. Este fenómeno se extendió a diversas ciudades europeas, como cuando manifestantes británicos arrojaron una estatua del comerciante de esclavos Edward Colston a las aguas del puerto de Bristol.
Este tipo de acciones reivindicativas no son nuevas, pero poseen una potencia simbólica que sirve de catalizador para movilizaciones populares en todo el globo. Por ejemplo, remiten a acontecimientos como los ocurridos los últimos meses en Santiago de Chile, en la plaza céntrica donde se encuentra el monumento al general Manuel Baquedano. Este soldado actuó en la llamada “ocupación de la Araucanía”, una campaña militar que supuso el etnocidio de diversos pueblos indígenas, así como la “reducción” del pueblo Mapuche a zonas territoriales pequeñas. Su estatua fue vandalizada durante semanas por los manifestantes durante las protestas previas a la erupción de la covid-19, en la ahora renombrada “Plaza de la Dignidad”. Dichos eventos forman parte de manifestaciones sociales espontáneas y tienen en común el cuestionamiento de las bases históricas del racismo actual. Comparten la apropiación del espacio público como terreno de lucha popular y utilizan, en este marco, la destrucción de representaciones celebratorias de figuras clave en el sometimiento de los pueblos africanos o aborígenes. Las lógicas invisibles de la autoorganización colectiva en el espacio urbano, a las que se ha referido Manuel Delgado (2013), dan en este caso lugar a manifestaciones que encuentran en la destrucción monumental una forma de reificación simbólica.
Las críticas a los hechos ocurridos en el marco del movimiento #BlackLivesMatter han venido desde diferentes posiciones ideológicas, pero suelen compartir una impugnación de los actos vandálicos, bajo criterios legales, institucionalistas o patrimonialistas. Sajid Javid, exmiembro del gabinete de Boris Johnson, indicó en un tuit sobre el caso de Colston “Crecí en Bristol. Detesto cómo Edward Colston se benefició del comercio de esclavos. Pero esto no está bien. Si los habitantes de Bristol quieren eliminar un monumento, debe hacerse democráticamente, no mediante daños criminales.” Como en el caso del político inglés, distintas figuras públicas sitúan dichos monumentos como emplazamientos de consagración que poseen una legitimidad democrática. Estos testimonios urbanos también han sido defendidos poniendo el foco en su importancia estrictamente patrimonial. En este marco, se recurre a los argumentos clásicos de la política cultural en el ámbito del patrimonio, como la longevidad y tradición de estos monumentos. Según esta lectura, se trataría de acervos públicos cuyo valor trasciende las lecturas meramente contextuales, que no deben ser leídos de forma a-historicista y que poseen una función didáctica. En este marco, la llamada “revolución iconoclasta” ha sido también criticada desde una perspectiva civilizatoria.
No obstante, como indicó Prats (1998), el patrimonio es una invención y construcción social de carácter cambiante. Además, lejos de la neutralidad, su constitución es un ámbito de lucha por el poder. En este sentido, puede emerger de las propias bases constituyentes de un proceso político como las protestas sociales ocurridas en estos días. La política cultural ha debatido intensamente esta materia desde orientaciones filosóficas contrapuestas.
Por un lado, existen interpretaciones esencialistas y preservacionistas, que pueden manifestarse en los modelos de política cultural de tradición centroeuropea o en diferentes concepciones patrimoniales centradas en los sujetos de representación identitaria. El sistema internacional también se ha dotado de instrumentos de defensa patrimonial bajo principios similares. Por ejemplo, bajo el amparo de la UNESCO, la destrucción sistemática y deliberada del patrimonio cultural ha sido enmarcada como “genocidio cultural” (Novic, 2016). En este marco, la base de legitimidad patrimonial suele plantearse desde una perspectiva que sitúa a cada individuo o hecho enaltecido en el marco de los valores dominantes en su contexto histórico-social. Al mismo tiempo, el recurso patrimonial se sustenta en elementos como su valor temporal o en su autenticidad. Finalmente, puede ser inscrito en diversas visiones y relatos actuales sobre lo comunitario. Las políticas del reconocimiento, prescritas por la teoría multicultural, sirven para ilustrar una posición compatible con esta visión. Desde este prisma es posible situar la condición singular de un monumento a un ícono esclavista en la esfera de los derechos colectivos a la identidad nacional o local. No obstante, cabe preguntarse: ¿El derecho a la identidad cultural ampara la preservación de monumentos históricos que, al día de hoy, admiten lecturas patentemente racistas?
Por otro lado, encontramos diversas lecturas deconstructivistas, como el hibridismo cultural. La defensa de estos sitios de conmemoración presupone frecuentemente una visión de la cultura entendida como un elemento detenido en el espacio-tiempo. En esta línea, como subrayó Homi Bhabha (1994), la trayectoria colonial británica en la India fue conceptualizada como una historia de superioridad nacional. Dicho enfoque asumía la cultura colonial y la hindú como estáticas, homogéneas y no sujetas a transformaciones e hibridaciones constantes. Por este motivo, las tesis de la hibridez cultural desarrolladas por Bhabha desenmascaran el intento colonial de considerar la cultura en términos de superioridad e inferioridad. La operación ideológica y conceptual de la unidad cultural nacional permite amparar políticas racistas bajo la pretensión de una suerte de relación histórica “natural” y desigual entre culturas. Estas diferencias, cristalizadas en la constitución de identidades nacionales sobre la base de relaciones históricas de dominación, son frecuentemente afirmadas en las ciudades mediante los monumentos a los héroes.
Así, distintas concepciones no institucionalistas del patrimonio plantean una transversalidad superadora del marco nacional. Pueden, asimismo, prescribir de forma más dinámica transformaciones en las relaciones materiales de poder. En una línea similar, la destrucción de la estatua de Colston ha sido interpretada como una forma de generar conciencia social sobre su figura histórica. Del mismo modo, la historia del patrimonio puede ser interpretada como una sucesión de luchas que tienen origen y consecuencia en procesos de hibridación cultural, así como en litigios simbólicos y socio-políticos. Eventos históricos que han supuesto el avasallamiento de ciudades enteras, como la azteca Tenochtitlán, son codificados, institucionalizados y celebrados mediante nuevos monumentos. En este sentido, una crítica que sirva de base a posibles procesos de transformación patrimonial debe considerar los fundamentos políticos y éticos que sustentan aquellos relatos históricos desplegados en el espacio público. Repensar el urbanismo monumental, caracterizado por los “héroes blancos”, supone una negociación política que no sólo atañe a las políticas patrimoniales, sino también a las bases simbólicas para un tipo de orden social.
En este sentido, reflexionar sobre qué escenifican los monumentos vandalizados en las últimas semanas implica también deconstruir aquellos discursos que utilizan la violencia supremacista ejercida en diferentes periodos históricos para apuntalar, mediante la mitificación del pasado, proyectos políticos racistas y xenófobos en la actualidad. Un caso explícito al respecto es la alusión reciente de Vox a la figura de Cristóbal Colón. En un tuit sobre el derribo de un monumento al navegante se lee “Los terroristas callejeros del #BlackLivesMatter no solo son violentos. También analfabetos. Gracias a Cristóbal Colón y los Reyes Católicos millones de personas se liberaron de la esclavitud, la barbarie y el canibalismo en América.” Dicho relato pone en evidencia el alcance y la carga simbólica del patrimonio en disputa. Revela también que la movilización contra el crimen ocurrido en Minneapolis, y en repulsa a la desigualdad estructural, se desarrolla en un escenario internacional donde diversas fuerzas iliberales utilizan el racismo secular como medio para ejercer la política hoy. Esta política cultural reclama para sí una interpretación de la historia colonial que permita edificar una idea de pueblo nacional abierta a la exclusión de diversos grupos sociales, incluidos los inmigrantes. Pero estas estrategias no parecen contemplar que, en ocasiones, cuando los monumentos caen es porque el pueblo se levanta.