"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Las matanzas en Colombia llevan el sello de Álvaro Uribe

Colombia ha sido, siempre, un país especialmente violento. Desde mediados del siglo XIX  y hasta El Bogotazo de abril de 1948, liberales y conservadores regaron con sangre la tierra de Bolívar. Luego, durante años, los muertos de ambas bandos siguieron cayendo, aunque sin una formal declaración de guerra. Ya en la última mitad del siglo pasado surgieron las organizaciones rebeldes que tuvieron su correlato en los comandos paramilitares creados en el departamento de Antioquia –donde había una familia dominante, los Uribe– para actuar como ejército sin leyes de terratenientes y narcotraficantes. Nació con ellos el terrorismo de Estado que ejecuta hoy una sucesión de matanzas orientada a crear el clima que lleve a una nueva realidad institucional que garantice la impunidad de Álvaro, el más famoso de los Uribe –padre, hermanos, hijos–, todos incorporados a la historia más sucia de Colombia.

Hace seis días, el lunes, ya en setiembre, tres nuevas masacres sumaron 12 nuevas víctimas a la última sucesión de matanzas desatada en los primeros días de agosto. Son las anécdotas atroces que el gobierno amplifica para ocultar la historia tal cual es, allí donde las palabras del diccionario pierden todo sentido. Según la organización SOS Colombia, desde que el uribista Iván Duque es presidente (2018) hubo 105 masacres, una categoría que la original lógica oficial asigna a todo episodio que deja al menos tres muertes. Aun sabiendo que nadie tiene “el dato”, que es como decir que en Colombia la violencia es ilimitada y el trabajo asociado de los paramilitares y el ejército se asimila cada vez más a un genocidio, el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz dice que, en lo que va del año, Duque es el padrino de 54 masacres. ¿Cuántas víctimas? Nadie lo sabe.

El conteo de agosto, realizado por el escritor y senador Gustavo Bolívar, ejemplifica con crudeza el apocalíptico raid asesino de los comandos, con matanzas registradas los días 10 (tres escolares acribillados), 11 (cinco niños negros degollados), 15 (nueve universitarios fusilados), 17 (tres jóvenes de la etnia Awá decapitados), 22 (tres masacres perpetradas el mismo día con un total de 17 muertos, todos torturados y degollados), 23 (tres jóvenes masacrados), 24 (dos abogados ametrallados), 25 (tres líderes campesinos baleados y mutilados), 26 (asesinato de Rita Bayona, reconocida militante social de la cinco veces centenaria ciudad caribeña de Santa Marta). Hasta entonces las víctimas eran al menos 46, sólo en esos 29 días. Siguieron, seguramente, pero el último dato es el del 8 de setiembre.

Todas las miradas recaen sobre Uribe, al que la Corte Suprema puso en prisión domiciliaria el 4 de agosto y empezó a juzgarlo, al fin, por infinitos delitos aberrantes. “Es sospechoso que esta sucesión de masacres se dé inmediatamente después de decretada la prisión del ex presidente. El regreso del uribismo, con Duque, supuso la cooptación de los organismos del Estado (las fuerzas armadas) para un proyecto político opuesto a la paz”, cree Alberto Yepes, coordinador del Observatorio de los Derechos Humanos, para el cual “en las últimas semanas se ha visto una estrategia de llevar el caos y la violencia a todo el país, y así crear una incertidumbre dirigida a justificar la instalación de una Asamblea Constituyente, la reforma de la Justicia y un replanteo total del orden jurídico”.

El primer tramo de la estrategia de Uribe no se limitó a la siembra del terror. El 18 de agosto renunció a su banca de senador con el fin de convertirse en un ciudadano  más, sin fueros, por lo cual salía de la órbita de la Corte (los ex presidentes sólo pueden ser juzgados por ésta o la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, “La Inoperante”). Entonces, sus abogados reclamaron que la Corte se eximiera de actuar y su caso, por las 59 carátulas que se le siguen por todos los delitos imaginables, pasara a la más dócil Justicia ordinaria, en la cual los amigos responderán. Después de una turbia campaña de descrédito del máximo tribunal, Uribe llegó a la meta. Su plan funcionó. El 3 de setiembre, la Corte cedió y Uribe quedó al nivel del más pedestre ladrón de gallinas.

En los días previos al fallo, y cuando el país se encerraba en su caparazón ante la ola de masacres, Uribe la emprendió contra la Corte, diciendo, justo él, que ésta estaba al servicio de las mafias, que él era víctima de un secuestro judicial y que, como si fuera dicho en el Obelisco porteño –el de Buenos Aires– los magistrados son “agentes de la izquierda comunista internacional”. Alfonso Castillo Garzón, el defensor de los derechos humanos, coincidió con Yepes, pero fue un poco más allá y dijo que “todo este show es parte de la ambientación para reeditar la más peligrosa propuesta: la convocatoria a una Constituyente, inicialmente para reformar la Justicia, pero que será el comienzo de la liquidación de lo que queda de régimen democrático y completar la labor de instauración de una dictadura civil”.

Plan Colombia

El Plan Colombia, nacido en 1999 del matrimonio entre el demócrata Bill Clinton y el conservador Andrés Pastrana, y bien amamantado por la Andean Counterdrug Initiative, fue al principio peor que un hijo bobo para el erario norteamericano. Aunque no vivió la desgracia de La Cucaracha mexicana y sus patitas estaban bien puestas y en su lugar, demoró tres años en caminar. El don, al fin, se lo debe al ultraderechista Álvaro Uribe, al que le tocó gobernar (2002-2010) en los tiempos en los que en la Casa Blanca desayunaba, todos los días, el republicano George W. Bush. Luego, todo anduvo a piacere. Colombia recibió 11.000 millones de dólares –se convirtió en el segundo “beneficiario” global de la generosidad made in USA, detrás de Israel– y pagó los favores desapareciendo y matando a más de 53.000 personas, niños, adultos, guerrilleros. La cuestión era instalar el terror.

Ahora, con Iván Duque, hijo dilecto de Uribe sentado a la diestra del señor, volvió la “beneficencia” y, con ella, una primera brigada de instructores del Pentágono que operará, cada una a su turno, en las siete bases montadas durante los dos gobiernos de Uribe y distribuidas en los poco más de un millón de kilómetros cuadrados del ultrajado territorio patrio. Según el ministro de Defensa Carlos Holmes Trujillo, llegaron en julio para retomar la misión de “asesoramiento, cooperación, entrenamiento y manejo de la tecnología militar más moderna”. Después vendrá el reequipamiento de última generación pero, insistió Holmes con su cola de paja bien peinada, “no vean visiones los negativos de siempre, esto no tiene nada que ver con Venezuela”. Los negativos de siempre simplemente recordaron que, de febrero de 2019 a la fecha, hubo tres intentos de invadir Venezuela, todos haciendo base en Colombia.

 

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