Más allá de los impactos económicos, políticos y legales de la operación de «cambio de régimen» propalada por la Asamblea Nacional dominada por el antichavismo, existe un efecto que despunta en comparación al resto por su importancia en el destino nacional. Este efecto radica en el desgarramiento de los lazos sociales y culturales de los venezolanos, quienes en tanto comunidad política e histórica se han visto sometidos a una estrategia orientada a la fabricación de diferencias y divisiones insalvables.
Desde la toma de la Asamblea Nacional por las fuerzas partidistas del G4, esta intención ha quedado manifestada con suma claridad, estructurando la mayoría de sus maniobras de desestabilización.
El discurso de exterminio político y cultural hacia el chavismo, desconociendo sus fuentes históricas y su legitimidad como actor político, es quizás el aspecto que lo simboliza de la manera más efectiva.
Basta recordar al dirigente del partido Acción Democrática, Henry Ramos Allup, advirtiendo que al chavismo le quedaban seis meses al frente del poder político, al momento de asumir la presidencia del Parlamento en enero de 2016.
Esa declaración de guerra le daría forma no solo a la instigación al odio político y de clase contra el chavismo, transformado en móvil político y parlamentario, sino que también configuraría las líneas maestras de las operaciones de golpe blando y revolución de colores (las guarimbas), abarcando en el mismo impulso al interinato fake de Juan Guaidó en 2019.
En tal sentido, las elecciones parlamentarias son una oportunidad impostergable para restituir la paz y la reconciliación nacional, frente a las fracciones políticas que apuestan por la guerra.
Diálogo o guerra
El objetivo de someter a la sociedad venezolana a un clima de divisiones y rencillas profundas ha permeado la lógica política del antichavismo. Esta praxis se acentuó durante su dominio parlamentario, y marcó todo el proceso de desestabilización en general de los últimos años.
La retórica dirigida a fomentar una guerra entre venezolanos escaló durante la gestión de Ramos Allup, pero llegó a límites inéditos durante la etapa de Julio Borges y Juan Guaidó.
El uso del poder legislativo como una entidad que representaba solo a los votantes antichavistas ha profundizado un cuadro de desconfianza que abarca todos los planos de la sociedad venezolana. Potenció una atmósfera de división, de fractura de los lazos sociales, sustituyendo a la política como vehículo de entendimiento por un enfoque de tensión permanente que se ha transformado en un fin en sí mismo.
El diálogo entre venezolanos fue desplazado por la primacía de la fuerza y la contienda generalizada.
El uso del Parlamento nacional para promover un conflicto existencial ha generado una mezcla de desgaste, agotamiento y crisis de confianza en la política como el único mecanismo civilizado que tienen las sociedades para la resolución de sus disputas.
Llegar a este punto fue el producto de un cálculo realizado con premeditación, pues para la élite del antichavismo y sus patrocinantes, las coyunturas de tensión extrema y desgarramiento social, manifestadas en golpes blandos, operaciones terroristas y amenazas de intervención, representan atajos viables para la captura violenta del aparato del Estado venezolano.
En síntesis, el antichavismo y las fuerzas corporativas y empresariales que le han dado impulso históricamente, entienden que un conflicto irresoluble ofrece las condiciones idóneas para retomar el poder político.
Dicho enfoque tiene mucha relación con los objetivos estratégicos del golpe en sí: el desmantelamiento del Estado, la suspensión del monopolio estatal sobre los recursos naturales, la apertura comercial extrema y la alineación del país a los principios rectores del neoliberalismo.
La única forma de cristalizar estos propósitos es mediante un shock colectivo, es decir, mediante una operación traumática y violenta que repliegue a las fuerzas políticas y sociales que apuestan por un destino diferente.
Se trata de producir la subordinación colectiva del país mediante la fuerza, empleando una lógica de atemorización y persecución social y generalizada en permanente estado de profundización.
Dicho de otro modo, principios como la paz y la reconciliación nacional son poco rentables, pues ahí también opera la mentalidad neoliberal que persigue la producción de ganancias sin mediar en sus efectos sociales. Visto así, la retórica de guerra, la tensión permanente y el alejamiento del diálogo es para el antichavismo una inversión a largo plazo que ofrece oportunidades de para asaltar el poder.
Por estas razones, el escenario de las elecciones parlamentarias es interpretado como una amenaza intelectual para los operadores de la guerra.
La restitución de un clima de paz, la instauración de un camino de diálogo y la reconciliación nacional implican un terreno político en el cual el antichavismo no sabe cómo operar: su propuesta política es el conflicto perenne, una opción poco atractiva cuando funcionan los canales regulares de la política.
El discurso de la paz, la unión y el diálogo entre los venezolanos para recuperar el país es su principal enemigo y el arma más efectiva que ha forjado el chavismo.
Fin de la estrategia estadounidense en el terreno
El 6 de diciembre es el punto de cierre del ciclo político iniciado en 2016 con la victoria parlamentaria del antichavismo en las elecciones de diciembre del año anterior. A partir de allí, el poder legislativo nacional jugó un rol estratégico como entidad de coordinación operativa del dispositivo de «cambio de régimen» impulsado por el gobierno de los Estados Unidos, primero bajo la Administración Obama y luego prolongada automáticamente con la Administración Trump.
El Parlamento dominado por el antichavismo desplegó una estrategia destituyente contra el aparato del Estado venezolano. Se estableció como una trinchera para el choque de poderes continuado, en un intento de romper con los equilibrios institucionales del país y erosionar, al mismo tiempo, el ordenamiento jurídico construido en 20 años de Revolución Bolivariana.
La postura ofensiva y de socavamiento tomada desde el principio del año 2016, tenía una marcada intención de transformar la Asamblea Nacional en el árbitro de la política nacional, configurando dicha instancia en un poder en contradicción permanente con el resto que componen el organigrama del Estado.
El camino transitado desde 2016, enmarcado en una guerra institucional que combinó la gestión fraudulenta de un referendo revocatorio con acciones de destitución contra la Presidencia de la República y tramitación de «sanciones» y operaciones de bloqueo económico-financiero junto a Estados Unidos, tuvo su punto clímax en el año 2019, cuando el diputado Juan Guaidó intentó usurpar las funciones de la primera magistratura del Estado, amparándose en la torcedura interesada de artículos específicos de la Constitución nacional.
Ese punto clímax que fraguó el interinato fake del diputado por el estado La Guaira, configuró a la Asamblea Nacional como un para-Estado al margen de las leyes venezolanas. Sin embargo, fue su curso natural: ese final venía anunciándose desde 2016. La «operación Guaidó» fue el sello y la conclusión lógica de todo el proceso.
Las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre, y la instalación de una nueva correlación de fuerzas en la Asamblea Nacional, implican el desplazamiento político y legal de la «operación Guaidó», basada en la representación parlamentaria de la corriente más radical de los partidos del G4 del antichavismo.
Los tiempos constitucionales plantean un nuevo escenario donde la oposición pro estadounidense se quedará virtualmente sin los espacios de poder que mantuvo bajo su control en los últimos años, quedando relegada al ostracismo y a los vaivenes de los movimientos políticos en Estados Unidos.
Habrá perdido su influencia en la sociedad venezolana, su capacidad de movilización y representación, y muy especialmente la posibilidad de disputar el poder político dentro de los parámetros constitucionales.
El desplazamiento de Guaidó se traduce en el hundimiento definitivo de la opción del bloqueo y la intervención de las potencias extranjeras del mundo occidental, un desmoronamiento integral de la operación de «cambio de régimen» propalada por mecanismos institucionales y el cierre definitivo de una Asamblea Nacional que contribuyó, como ninguna otra en la historia, a la fractura de la República a beneficio de poderes económicos trasnacionales.
Un comentario
La terminología empleada hace que la lectura del artículo sea muy pesada y a mi juicio como alejada del lenguaje popular.