No es que la tierra es nuestra, de todos, y que nos pertenece. Es que nosotros pertenecemos todos y todas a la tierra. De ella vivimos, con sus frutos nos alimentamos, de sus lagos y ríos viene el agua que requerimos, con sus maderas y piedras hacemos nuestras casas, hasta las más modernas, pues el metal de sus armazones también viene de la tierra. Y también porque en ella se nos entierra al morir (o se nos enterraba).
Y aunque podemos viajar por cielos y mares, siempre estaremos más seguros al pisar tierra. Porque los aviones se caen, los barcos se hunden, los carros chocan. Y como ahora son de plástico y corren a velocidades casi supersónicas, en la mezcla ensangrentada de cabezas, piernas, trozos de plástico, lentes, vidrios y zapatos que dejan los choques, son pocos los sobrevivientes y muchos los cadáveres. Nos quedan las carreteras y las calles urbanas para caminar. Y si vivimos en pueblos y caminamos un poco por las carreteras vecinas, desde ellas vemos a cada lado tierras extensas que deben tener dueños, pues están cercadas. Pero esos dueños, que todo indica que son ricos, nunca se dejan ver y solo vemos de lejos vacas, y unos pocos campesinos sembrando como siempre campo ajeno, arqueados, sudando, y a veces usando sombreros para el sol.
En las calles de las ciudades podemos al menos pisar el suelo, esa tierra que nos da seguridad. Pero no es tierra lo que pisamos pues las calles urbanas suelen estar asfaltadas; además, muchas de ellas son privadas, y están cerradas con casetas de vigilancia que las protegen de extraños y de delincuentes. Y, sea con razón o sin ella, lo cierto es que quienes caminan ahora por las calles son siempre tenidos por sospechosos. Y también los que se desplazan en motos o carros, quizá con más razón. Al parecer, todos lo somos.
Pero volviendo a lo central, al tema de la propiedad colectiva o privada de la tierra, lo que salta a la vista es que la lucha por la tierra ha sido desde hace milenios tema central y permanente de la historia humana.
Al principio todo pudo ser más tranquilo. Los humanos eran pocos y la tierra mucha. De modo que era libre, de todos, y sobraba. Pero las sociedades humanas empezaron a crecer mientras la tierra no crecía, además de que no toda era apropiable. Y entonces arrancó la lucha por ella. Las sociedades humanas se estratificaron, empezaron a urbanizarse, se dividieron en clases sociales opuestas y de ello resultó que unas minorías comenzasen a dominarlas, a controlar el poder, a hacerse ricas, dueñas de la tierra, y a someter a los otros, a las mayorías, a su dominio explotador.
A partir de entonces la historia humana se convirtió en la historia de la lucha por la tierra, lucha que ha variado, sí, pero que ha sido siempre feroz y no se ha detenido nunca. No intento resumirla en este corto artículo. Recordaré solo varias frases o textos que dejaron inolvidable huella de esa lucha.
Los Padres de la Iglesia decían que la tierra era de todos. Lactancio dice que Dios entregó la tierra en común a todos los hombres para que pudieran gozar de todos de los bienes que produce en abundancia, y no para que unos avaros se apropiasen de ella privando a los demás de los bienes que produce para todos.
Y San Juan Crisóstomo es aún más radical. En su discurso afirma que todo es común: la tierra, las fuentes, los pastos, los valles, y que ninguno tiene más que otro. Y condena al hombre que al apropiarse de la tierra que es de todos, se apropia del sustento de miles de pobres. Pero la Iglesia se convirtió en terrateniente rica y textos como estos se echaron al olvido.
A mediados del siglo XVIII, en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Rousseau escribió que la desigualdad social nació de la aparición de la propiedad privada de la tierra: “El primer hombre al que cercando un terreno se le ocurrió decir `esto es mío´ y halló gentes tan simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquél que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas: ´Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!”
Era ya tarde. Seis décadas antes, Locke, en su Segundo Tratado sobre el Gobierno civil, había dictado la pauta que la clase burguesa dominante requería e impuso sin tardanza. Locke afirma que la tierra debe ser privada, única forma de que produzca. Y que los que quieren mantenerla como colectiva se convierten en enemigos del progreso y deben ser exterminados como alimañas. Ese fue el modelo liberal seguido por los colonos blancos en Europa, y sobre todo en Estados Unidos, para llevar a cabo el exterminio de los indígenas americanos.
A mitad del siglo XIX, el gran jefe Seattle, de la tribu swamish, escribe una Carta de respuesta a Franklin Pierce, presidente de Estados Unidos, que pretendía comprarle sus tierras a la tribu: “El gran jefe de Washington desea comprar nuestra tierra… ¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esta idea nos parece extraña. Si no somos dueños de la frescura del aire ni del brillo del agua, ¿cómo podrán ustedes comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo, cada aguja brillante de pino, cada grano de arena de las riberas de los ríos, cada gota de rocío entre las sombras de los bosques, cada claro en la arboleda… Los muertos del hombre blanco olvidan la tierra donde nacieron… Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros… Vamos a considerar su oferta, pero no será fácil. Esta tierra es sagrada para nosotros.”
¿El resultado? La continuación con más vigor de la matanza, del genocidio de la población indígena estadounidense sacrificada por los supremacistas blancos en el altar moderno del progreso, de la “civilización capitalista”, privatizadora de la tierra.
Y en África, a fines de ese mismo siglo, un líder negro sudafricano, refiriéndose a la ocupación de su tierra por los colonos europeos, racistas, calvinistas y supremacistas blancos que se habían convertido en sus dueños despojándolos de ella, resumió en pocas y demoledoras palabras el tema de la propiedad de las tierras en el mundo colonial. Dijo: “Cuando llegaron, nosotros teníamos las tierras y ellos las biblias. Ahora nosotros tenemos las biblias y ellos las tierras.”
En fin, que en el capitalismo que domina el mundo, las tierras son privadas.
Es más, en realidad los humanos corrientes ya no necesitamos la tierra ni siquiera para que nos entierren. Ahora se está imponiendo cremar los restos. Con todo y urna. Y los deudos reciben un envase lleno de unas cenizas que se guardan por un tiempo y que luego se arrojan al agua de un río o se las sopla para que se las lleve el viento. La idea es buena y saludable, así no se desperdicia y contamina la tierra. Nadie se pudre. Solo que no debería servir de justificación para que esa tierra que se ahorra y se protege sea privatizada.
De todos modos, a los que no quieren ser cremados, sus deudos los hacen enterrar. Pero no siempre es para siempre. En Caracas un gran cementerio alquila parcelas de tierra a los muertos. Y luego de cincuenta años, vencido el alquiler, hay que sacarlos, porque la demanda de tierra para entierros es muy grande.
Es que la tierra, privatizada, sigue siendo clave. La propiedad colectiva, comunitaria, es marginal, y la aplastante mayoría de las tierras tiene dueño. Y la demanda crece. En fin, parecería que vamos bien. Clara demostración de ello es que Bill Gates se ha convertido en el principal dueño de tierras privadas en Estados Unidos y que Elon Musk, megamillonario aún más rico que Gates, tiene ya un plan para empezar a comprar tierras en la luna.