Cambiar el trabajo para cambiar el mundo
En los meses que siguieron a la pandemia, se generalizó el temor de que esta provocase un aumento de los despidos, favorecido por el fin de las medidas que se habían introducido para limitar el impacto de la crisis sanitaria en las actividades de producción y en los niveles de empleo. Contra todo pronóstico, la pandemia provocó un fenómeno totalmente distinto, marcado por un aumento del número de bajas voluntarias. En Estados Unidos, unos cuarenta y ocho millones de personas renunciaron en 2021, según datos de la Bureau of Labor Statistics. Esta cifra alcanzó los cincuenta millones en 2022 y los cuarenta y cuatro millones en 2023, cuando «The New York Times» tituló célebremente que la Gran Deserción había terminado[426] En Italia, a pesar de un contexto económico diferente, las bajas voluntarias se acercaron a los dos millones en 2021, según datos de las Comunicaciones Obligatorias del Ministerio de Trabajo. Superaron este umbral en 2022, alcanzando los dos millones doscientos mil, y se mantuvieron casi constantes durante 2023, cuando se registraron dos millones ciento sesenta mil. Aunque los medios de comunicación han hecho poco hincapié en la Gran Deserción, y a pesar de los intentos de enfriar la economía con la subida de los tipos de interés, el crecimiento de la rotación voluntaria [turnover], la recuperación incompleta de la tasa de actividad, la reducción de las horas trabajadas y la dificultad para retener y contratar personal parecen destinados a continuar.
Desde la pandemia, la escasez de personal se ha convertido en un problema en toda Europa. En Alemania hay cerca de dos millones de vacantes, mientras que en Francia faltan un millón de trabajadores y otros tantos en Italia. Incluso en Suiza hay dificultades para encontrar personal: alcanzaron su punto más alto en 2022[427], y continuarán en 2023 tanto en la industria como en los servicios, sobre todo en hostelería, alta tecnología, sanidad, transporte, construcción y logística. En general, la escasez de trabajadores se atribuye a distintos factores, como la crisis demográfica, las políticas migratorias y el desajuste entre las cualificaciones requeridas para un puesto de trabajo y las cualificaciones de los trabajadores disponibles. Sin embargo, lo que subyace a las dificultades para retener y contratar personal es una desafección implacable respecto a un modelo de producción que ha demostrado ser insostenible.
Fue el antropólogo David Graeber quien puso de relieve estos problemas en su best seller Bullshit Jobs [428] En los últimos cincuenta años, escribió Graeber, los sondeos, los estudios y las encuestas han llegado a dos conclusiones opuestas sobre el trabajo. La primera es que la mayoría de la gente obtiene un sentimiento de dignidad y autoestima de su trabajo. La segunda es que la mayoría de la gente, a pesar de ello, lo detesta. David Graeber lo había llamado «la paradoja del trabajo contemporáneo», esa extraña contradicción por la que uno espera recibir reconocimiento de una actividad que considera «físicamente agotadora, aburrida, psicológicamente humillante o sin sentido». Graeber escribió estas palabras en 2018, poco antes del inicio de la pandemia. Unos años después de la publicación de su texto, tenemos que preguntarnos si sigue siendo cierto que la gente busca reconocimiento en el trabajo. Desde la pandemia, ha quedado claro que algo falla en el trabajo contemporáneo, ya que en lugar de responder a las necesidades de la sociedad, suele responder a la búsqueda de beneficios. En otros casos, desgasta la salud de quienes lo realizan; en otros, daña el medio ambiente, creando un conflicto de valores en la vida de los empleados; en otros casos, priva a los empleados de su autonomía o de la posibilidad de planificar su tiempo.
Otras veces, simplemente, la compensación económica por el trabajo realizado es demasiado baja. De hecho, la desafección al trabajo es el epifenómeno de una serie de causas caracterizadas por el desmantelamiento progresivo de las formas de protección y de remuneración directa, indirecta y diferida que se introdujeron en el siglo pasado. En este contexto, el recurso generalizado al trabajo precario, a tiempo parcial o en negro, la tendencia omnipresente a recortar las plantillas al mínimo, la difusión de mecanismos digitales de retroalimentación capaces de hacer un seguimiento del rendimiento y el continuo aumento de la carga de trabajo, todo ello aderezado con salarios cada vez más bajos, ha contribuido a un enorme aumento de la insatisfacción, provocando un crecimiento tendencial de la rotación voluntaria que había comenzado mucho antes de la pandemia.
En los últimos meses se ha dicho repetidamente que este descontento afecta sobre todo a la generación más joven. No es así. En comparación con la generación que nació en el boom económico y creció en una época en la que el trabajo estaba protegido y se caracterizaba por la lealtad a la empresa, la Generación Z se incorpora al trabajo en un mundo lleno de incertidumbre. Ya no existen las protecciones de la época del boom económico. Tampoco la precariedad que caracterizó a la Generación X en los años noventa o el mundo de la Gig Economy con el que han crecido los milenials. La Generación Z se incorpora al mundo laboral en una época de crisis marcada por los trabajos esporádicos y los salarios bajos, en la que la capacidad para hacer frente al aumento del coste de la vida les obliga a realizar más de un trabajo para llegar a fin de mes. Es lo que se denomina «moonlighting» [pluriempleo]: la tendencia a combinar un trabajo secundario con otro principal, que suele realizarse durante el día. En este contexto, tener varios empleos es una opción necesaria para sobrevivir, especialmente en un momento en que el coste de bienes y servicios primarios como la vivienda, la sanidad y la educación está ejerciendo una presión sin precedentes sobre la generación más joven. No es de extrañar que la Gen Z experimente altos niveles de ansiedad y de preocupación (56%) o que tenga preocupaciones financieras «normalmente reservadas a la edad adulta», como observa el excelente informe de Ernst and Young [429] Así pues, está claro que la relación con el trabajo está cambiando. Si antes el sacrificio era la condición del éxito profesional y legitimaba la tendencia a trabajar duro para tener un empleo seguro, para la Generación Z el modelo de sacrificio ya no funciona. Lo que era un camino «tradicional» para las generaciones pasadas —ir a la universidad, graduarse, conseguir un trabajo y tener una carrera— corre ahora el riesgo de convertirse en un callejón sin salida debido al aumento de los costes de la universidad y al incierto entorno económico y geopolítico. La Generación Z, cuando mira al futuro, no tiene certezas. Por lo tanto, no siempre hacen inversiones a largo plazo e intentan mantener el control siempre que pueden, incluidos los horarios y las pautas de trabajo, los turnos y los salarios. En un mundo de incertidumbre, crisis, despidos y recesión, es necesario mantener el control, al menos sobre el propio trabajo, para limitar la sensación de estar a merced de acontecimientos difíciles de predecir.
Si este es el contexto en el que crece la Generación Z, sería un error suponer que el problema se limita a ella. Como hemos visto, el crecimiento de la rotación voluntaria está especialmente extendido entre los mayores de cincuenta años, al igual que crece entre ellos la tendencia a la jubilación anticipada. En Italia, el número de los que han obtenido prestaciones de jubilación anticipada ha crecido hasta un millón y medio en los últimos cinco años. Por tanto, mientras la edad de jubilación en Italia sigue aumentando, situando al país entre los que tienen la edad de jubilación más alta de Europa, el fenómeno de la jubilación anticipada crece, indicando la necesidad subjetiva de anticipar la salida del mercado [430].
A través de las generaciones, los experimentos para sobrevivir reduciendo el papel del trabajo en la propia vida se han multiplicado en los últimos años. Hay quienes han optado por trabajar a tiempo parcial, quienes han buscado formas autónomas de trabajar que tengan un impacto limitado sobre el medio ambiente o la salud mental y quienes pueden intentar trabajar menos y ayudarse, en la medida de lo posible, con pequeñas formas de ingresos, quizá alquilando una habitación o parte de una casa. Según algunos autores, todos estos experimentos hablan de una sociedad atravesada por formas espontáneas de «postrabajo».
En un artículo sobre el postrabajo para «The Guardian», el periodista británico Andy Beckett escribió que el trabajo ya no funciona como medio de subsistencia, ni como fuente de movilidad social y autoestima, puesto que es precario, está demasiado mal pagado e incluso es potencialmente perjudicial, dado su impacto sobre el planeta y la salud mental [431] Como señala Tedd Siegel, «contemplamos una tendencia kárstica hacia un mundo de postrabajo» [432]. Aunque todavía faltan estudios empíricos sobre las formas que adopta esta tendencia, lo cierto es que el tema del postrabajo se declina a menudo de forma diferente a como se hacía en el pasado. En una época, la idea del postrabajo describía la perspectiva a largo plazo evocada por textos clásicos, como el famoso «Fragmento sobre las máquinas» de Karl Marx [433] o el exitoso discurso de John Maynard Keynes en Madrid sobre «Las posibilidades económicas de nuestros nietos» [434]. En ambos casos, el postrabajo parecía describir el destino de la sociedad en una era en la que el trabajo estaría en gran medida automatizado. Hoy, en muchos casos, el postrabajo ya no describe un posible escenario futuro, sino la experiencia cotidiana de todos aquellos sectores de la población que intentan reducir el papel del trabajo en sus vidas. En las entrevistas que hemos leído, por ejemplo, la decisión de trabajar menos horas, de optar por la jubilación anticipada o de elegir un trabajo menos exigente en cuanto a responsabilidades y ritmo, representan, a todos los efectos, formas espontáneas de experimentar estilos de vida en los que el papel del trabajo queda marginado. Es decir, el trabajo se utiliza instrumentalmente como medio de subsistencia, pero ya no se considera un fin en sí mismo ni un instrumento de autorrealización. Al contrario, a menudo se percibe como el vestigio de una organización social que parece cada vez menos compatible con la vida humana y el planeta. En este contexto, el problema no es el crecimiento tendencial de las dimisiones voluntarias, sino el papel del trabajo en nuestra sociedad.
Desde que salió el libro, muchos empresarios y empresas me han preguntado cómo pueden retener o contratar personal. «No encontramos trabajadores», dicen. Primero, suelo preguntarles qué tipo de empresa tienen y, luego, qué tipo de contrato hacen a los trabajadores. Estas preguntas suelen bastar para formular una hipótesis sobre la causa del problema. Por ejemplo, cuando me dicen que la empresa es un centro de llamadas, les pregunto si alguna vez aceptarían trabajar por cuenta ajena en su propia empresa, en las condiciones que esta establece. Con razón, algunos dicen que no. En general, los elevados porcentajes de trabajadores insatisfechos o que desearían cambiar de empleo hablan de un cálculo coste-beneficio en el que el balance es negativo: de un trabajo que pide mucho aunque dé poco a cambio. Cuando se tiene la impresión de que el trabajo quita más de lo que da, la escasez es totalmente comprensible. Si el trabajo que realizamos no tiene sentido para la sociedad, si se paga a unos pocos euros la hora, si está desprotegido, si genera malestar físico, mental o medioambiental, si es precario, agotador o está mal pagado, no es de extrañar que las empresas tengan dificultades para encontrar o retener personal. Tampoco sorprende que, en distintos países, la lista de trabajos que la gente ya no quiere hacer siga creciendo. Antaño, el trabajo agrícola, agotador y mal pagado, era uno de los principales empleos para los que no se encontraba mano de obra. Hoy en día, a estos empleos se suman los de la hostelería y la restauración, la logística, la sanidad y el trabajo social, el comercio minorista, los servicios a las empresas, las consultorías, etcétera. El problema no es que haya cambiado el carácter generacional, ni que la gente se haya vuelto holgazana o perezosa. El problema es que, en diversos sectores, las condiciones de trabajo se han deteriorado hasta tal punto que ya no podemos permitirnos trabajar en ellos.
Este libro ha intentado arrojar luz sobre este deterioro. Y lo ha hecho adoptando el punto de vista de quienes, por una vez, han comprendido que su vida y su bienestar valen más que su empleo. Como dijo Dario Salvetti, portavoz del antiguo Collettivo di Fabbrica GKN, en un discurso público pronunciado en Florencia el 12 de julio de 2024, defender el tiempo de vida de uno exige tener presentes las dos caras de la cuestión. Por un lado, las relaciones de poder entre las clases en un momento histórico determinado, los contratos y las presiones antisindicales. Por otro, hay que tener una percepción de la preciosidad de la propia vida.
¿Quién fija el precio de tu fuerza de trabajo? ¿Quién fija el precio de tu tiempo de vida? Se establece en función de dos vertientes. Una son las relaciones de poder entre clases, los contratos, la precariedad, el chantaje, tu capacidad de organizarte y de resistir. Por un lado, defiendes así tu tiempo de vida, pero luego hay otro lado. Para defender tu tiempo de vida tienes que percibir la preciosidad de tu vida, y para percibir la preciosidad de tu vida tienes que escapar de su nada y tienes que utilizar esos instrumentos que la humanidad se ha dado para darse una vida bella: la literatura, el arte, la música, la ciencia, la posibilidad de planificar un futuro. Tienes que percibir que existe una vida bella para indignarte por el tiempo que les dedicas cuando vas a trabajar.
El crecimiento de la rotación voluntaria marca el momento histórico en que, para muchos trabajadores, ser explotado por un jefe ya no es aceptable, porque la propia vida vale más. La elección de irse, aunque no sea decisiva, indica la decisión de no adaptarse más a un trabajo que no está a la altura de la propia existencia. Desde este punto de vista, el crecimiento de la deserción es una buena noticia: porque la vida vale más que el trabajo. Desde otro punto de vista, es cierto que la mera sustracción, por sí sola, no basta para cambiar las cosas. Seamos claros: en muchos casos, la escasez de mano de obra ha puesto a las empresas en una situación difícil, obligándolas a ceder en derechos y salarios para encontrar personal. Sin embargo, es cierto que podremos pensar en cambiar realmente las cosas cuando la escasez de mano de obra y el absentismo se entremezclen con las huelgas, la organización y los disturbios. En los últimos años se ha producido un resurgimiento de la actividad sindical en muchos países. Por ejemplo, según la Bureau of Labor Statistics las huelgas en Estados Unidos han aumentado un 280%[435] desde la pandemia, principalmente en los sectores menos protegidos: servicios educativos, atención sanitaria y asistencia social, industria manufacturera, comercio minorista y restauración. Al mismo tiempo, aumentó la actividad sindical, sobre todo en aquellos sectores, como los servicios de alojamiento y alimentación, caracterizados por una elevada rotación voluntaria. Del mismo modo, hemos asistido a oleadas radicales de huelgas en el Reino Unido, Francia, China [436}, Brasil, México y Argentina, por citar algunos países. A pesar de la cínica habilidad de los movimientos de derechas para convertir la frustración social en una oportunidad de reclutamiento, es innegable que el deseo de transformación social impregna nuestras sociedades, con una visión del mundo transformadora, solidaria, incluso, diría, socialista, que es cada vez más explícitamente antitética a la visión del mundo neoliberal. Desde el punto de vista laboral, estas luchas nos obligan a repensar el modelo productivo de nuestra sociedad, empezando a pensar en cómo puede responder a las necesidades individuales, sociales y medioambientales. Dondequiera que me dirija, siento la misma necesidad de un trabajo que pueda tener un impacto positivo en las comunidades y el medio ambiente, y satisfacer la gran demanda de atención sanitaria y psicológica de jóvenes y ancianos. Un trabajo que esté a la altura de los retos actuales debería empezar por aquí, por reducir la carga de trabajo en los sectores asistenciales, aumentar el personal y los salarios. Y, luego, deshaciéndose de todas esas formas tóxicas de organizar el trabajo, como las introducidas por la New Public Management o la vigilancia digital. Además, están experimentos como la semana corta y el salario mínimo, la Renta Básica Universal, la posibilidad de reducir la edad de jubilación y aumentar las protecciones laborales, por no hablar de la necesidad de reforzar el welfare público, la vivienda pública, el transporte público, la educación pública y los servicios públicos. Si queremos imaginar un mundo nuevo, debemos ser ambiciosos. El deseo de formar parte activa de la sociedad también pasa por ahí.
Milán, 3 de septiembre de 2024.
23 de mayo de 2025