"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Adiós de los mariscales

Tres mariscales de campo (o de puente) regresaron sin gloria de Tienditas, frontera caliente de Venezuela y Colombia. Ese 23 de febrero sería la batalla final y, mediante la entrada -sí o sí- de la “ayuda humanitaria”, la liberación definitiva del país. Los presidentes de Paraguay, Chile y Colombia estuvieron allí, pero hubieron de regresar sin combatir, que es lo peor que le puede pasar a un mariscal de campo, trocha o rastrojos, que también los hay.

Desde entonces, Piñera (Chile) y Abdo (Paraguay) se hundieron en el silencio de su vergonzoso fiasco, mientras a Duque (Colombia) se le desató una verborrea contra Venezuela para ocultar la epopeya de su ridículo bélico. El otro mariscal de campo, Macri (Argentina), se felicitó por no haber estado presente, pero por comprometer su honor en el derrocamiento de Maduro, el fracaso le develó que el derrocado sin disparar un tiro sería él. La Casa Rosada lo desbordó.

Los ejércitos de estos mariscales estuvieron monitoreados por el halcón John Bolton, quien había informado a Trump que el autoproclamado le prometió la mitad de la Fanb para el glorioso día del sí o sí. Todo terminó en nada nada. Bolton rodaría meses después por engañar a su comandante, pero antes respaldó el golpe definitivo del 30 de abril. Nunca se había visto a un veterano de guerra del US Army apoyando un golpe perpetrado desde un distribuidor, con guacales de plátanos verdes apostados estratégicamente, con un objetivo misterioso que todavía intriga a la Nasa y al Pentágono.

Los mariscales de los guacales, debelada la insurrección, huyeron hacia las embajadas más cercanas, en vehículos previamente ubicados por si acaso una vaina, como en efecto ocurrió. Yo aprendí a escribir crónicas de guerra leyendo a Ernest Hemingway, cuando este genial novelista era corresponsal en la guerra civil española. El me enseñó que la bala más peligrosa es la que no se oye. Pero nunca me reveló la utilidad de los plátanos en algo tan serio como tumbar gobiernos constitucionales.

El humillado adiós de todos aquellos mariscales de puentes, trochas y rastrojos me recordó la sentencia de mi abuelo: “El plátano alcanza su mayor dignidad en el pabellón con baranda”. De haber tenido ellos un antepasado tan sabio, nunca hubieran confundido la guerra con el fogón.

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