"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Al valorar solo cómo discutir, nos hemos olvidado de cómo hablar

Cuando tenía unos diez años de edad, los chicos de mi clase decidieron intentar en masa que las chicas les dieran un puñetazo en el estómago para probar que podían resistirlo. Para aquella a quien le proponían dar el puñetazo no había forma de ganar: si entrabas en el juego y no conseguías doblarles eras una blanda; si te negabas, eras una fracasada. Al final la situación se fue tan de las manos que se produjeron peleas de verdad, hasta que el arbitrario fenómeno acabó substituido por otra novedad en el patio del recreo.

En tanto que adultos, en lugar del “¡Pégame!” nos encontramos hoy seguidos por gente que dice: “¡Debate conmigo!” Lo que pasa a continuación sigue la misma lógica del juego infantil: o entras en ello y acabas en un altercado sin sentido que degenera en encono, o bien, te niegas y te acusan de ser frágil.

Los foros en los que nos encontramos para debatir cuestiones – el Brexit, la inmigración o las “políticas de identidad” – están estructuralmente diseñados para exacerbar, más que para explorar o resolver, las diferencias. Se favorece el conflicto por encima de la conversación, la animosidad por encima de la indagación. Usualmente, las discrepancias que se registran en las redes sociales las seleccionan y reinventan los medios de comunicación tradicionales. Lo estamos viendo todo el tiempo: una figura pública tuitea una declaración controvertida, los usuarios de las redes sociales se pronuncian a favor o en contra, los medios impresos y digitales amalgaman el contenido en 600 palabras y, si acaso, “el debate” llega a las noticias de la noche. Puede que haya un número relativamente pequeño de gente que está de veras en la Red, y una cifra incluso más reducida que discute de modo activo, pero su actividad se magnifica, se consume y, en última instancia, se rentabiliza y se comprime al servicio de agendas políticas.

Hasta el lenguaje que utilizamos para describir a los interlocutores demuestra de qué modo se fabrica el conflicto. Tenemos “provocadores” y “controvertidos” que exigen que se les oiga. A personajes tales como Katie Hopkins [estridente comentarista xenófoba británica] y Nigel Farage [lider del UKIP] se les concede tribuna y cobertura en nuestros “medios educados”, que difunden falsas informaciones sobre inmigración y razas, lo cual contribuye al racismo y la xenofobia. En estas condiciones, implicarse en un tira y afloja con alguien que mantiene una opinión encontrada no constituye un acto constructivo con el ánimo de llegar a un terreno común, o como mínimo a una comprensión del otro: consiste en alimentar un insaciable apetito de espectáculo público.

Llevamos ya mucho tiempo siguiendo el rumbo de este callejón discursivo sin salida. Un ejemplar de The Spectator [veterano semanario conservador] de hace quince años, dedicado a la raza y editado por Boris Johnson, presentaba una mayoría de escritores y periodistas blancos y varones que podían haber adornado hoy mismo la portada de la revista. Este pequeño grupo de gente pedalea dentro y fuera del periodismo, la política y las relaciones públicas, con poco que fomentar salvo sus ambiciones personales. La provocación se ha convertido en una habilidad necesaria para desarrollar una carrera en los medios, más que la capacidad de implicarse en un debate saludable como medio para promover la causa del acuerdo político y la cohesión social.

Los que le sacan rendimiento siguen repitiendo las palabras “debate”, “diversidad” y “libertad de palabra” como un mantra para mantener a raya las críticas, y mediante acusaciones de intolerancia intelectual intentan desplazar la culpa a quienes no consentirán la intolerancia de la vida real. Retirarse del debate significa verse acusado de “vivir en una burbuja” o en una “cámara de eco”, en lugar de querer seguir con nuestra vida cotidiana con la menor irritación innecesaria posible.

Buena parte de este pánico moral está ligado a una crisis de confianza liberal que se produjo después de 2016. En estado de choque tras la elección de Donald Trump y el resultado favorable al Brexit, los liberales decidieron que la razón por la que no habían sabido anticipar estos sucesos sísmicos se debía a que estaban desconectados, amurallados en sus torres de marfil. Para llegar a tener la impresión de entender el mundo y volver a encontrar el camino del poder, les hacía falta implicarse en un campo más amplio de opiniones. Una dosis mayor de liberalismo, en forma de mercado de ideas ampliado, iba a ser su salvación. Que vengan los racistas y los xenófobos y los negacionistas del clima; simplemente no les llamemos así. Péganos en el estómago, que podemos resistirlo.

Entre los liberales culpables, un gobierno derechista encantado de substituir medidas políticas con postureo de machitos y el bucle de retroalimentación tóxico entre medios sociales y tradicionales, el concepto de abierta discrepancia ha quedado divorciado de su utilidad y su virtud.

El resultado es una sociedad y un discurso público del conflicto por el conflicto. Estamos cayendo en la trampa de fabricar disentimiento con la impresión de de que se trata de una noble iniciativa que nos hará más fuertes. Pero somos más débiles, estamos más agotados y más divididos que nunca.

Al valorar solamente cómo argumentar, estamos olvidando cómo, o incluso por qué, deberíamos hablar. Si el propósito último de debate consiste en alentar el pluralismo y la tolerancia, tenemos que darnos cuenta de que estos fines no pueden lograrse cuando los medios se ven contagiados de la mala fe. El debate, la diversidad de pensamiento y la libertad de palabra sólo pueden fomentar el pluralismo cuando suceden de modo espontáneo y no están manipulados para promover una visión poco halagüeña de los participantes de su política, que usan luego los medios tradicionales para sus clics, ventas impresas y cifras de visitas.

Un paso que puede adoptarse de inmediato consiste en reconocer lo que está detrás de esta fetichización de la cultura de la discrepancia y reivindicar para empezar aquello para lo que está el debate. Nadie tiene ninguna obligación de someterse a la discusión sencillamente porque sí. Ya se trate de debates estudiantiles en campus universitarios, de intercambios dialécticos en la sede de la Cámara de los Comunes, o en los rifirrafes que nos llegan retransmitidos a casa todos los días, no hay ninguna virtud moral en buscar fricciones por mor del espectáculo. La manera de fomentar la cohesión social consiste en realidad en “debatir” menos, en salirnos nosotros mismos de la cultura del conflicto y tratar de encontrar formas de discrepar, sin mediación de otros, en nuestros propios términos.

 

Traducción: Lucas Antón

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