Entrevista por Agustín Lucas Prestifilippo
Wendy Brown se desempeña como investigadora y profesora en la Universidad de Berkeley, California. En los últimos años ha explorado una ampliación del legado de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, conjugando linajes heterogéneos procedentes del marxismo occidental en distintos campos, como la teoría poscolonial, el feminismo, los estudios de género, la teoría queer y los estudios legales.
A su vez, su trabajo intelectual se articula con un compromiso militante en la escena norteamericana que abarca la defensa pública de derechos civiles de mujeres, comunidades LGBTQ, afroamericanos y musulmanes, así como del acceso al sistema universitario ante las tendencias a la privatización neoliberal de los sistemas de servicios públicos.
En esta conversación que hemos mantenido con motivo de la publicación del libro En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente (Tinta Limón, 2020), Brown analiza la relación actual entre neoliberalismo, nuevas formas del autoritarismo social y la radicalización de las derechas. La autora se explaya sobre el momento actual del capitalismo tras la derrota electoral de Donald Trump, así como sobre las dificultades que implica el análisis de las nuevas formas de opresión y explotación neoliberal. Por ultimo, examina las paradojas políticas que supone una lucha colectiva que no sólo resista las embestidas neoliberales sino también propondría modelos alternativos de organización social dispuestos a dar una disputa real por el poder.
Desde hace años, sus trabajos se han dedicado a pensar las dimensiones políticas, jurídicas, económicas y culturales que configuran el neoliberalismo. ¿Cuáles serían las determinaciones principales que caracterizan esta fase del capitalismo?
No suelo pensar al neoliberalismo como una «fase del capitalismo» por varias razones. En primer lugar, si se piensa en el capitalismo en términos de fases (acumulación originaria, competitiva, monopolista o fordista, posfordista, financiera, etc.) y se pone el neoliberalismo en esa línea, entonces se convierte a éste en un sucesor inevitable de la fase anterior. El neoliberalismo no fue esto, sino una serie de transformaciones políticas –tanto nacionales como transnacionales– que pusieron en marcha un nuevo orden.
En segundo lugar, la revolución neoliberal, que fue sobre todo estructurada y realizada políticamente, no solo alteró las relaciones y las fuerzas de producción sino también a los Estados, las instituciones, los sujetos y la forma de gobernarlo todo, incluyendo las escuelas y la seguridad social. El neoliberalismo fue una revolución profunda, de gran alcance y relativamente no violenta, en las formas de vida social, económica, política y psicológica, cuyos trastornos han sido especialmente devastadores para las regiones anteriormente agrarias del mundo. Todo se ha transformado: desde los anhelos humanos, pasando por el ejercicio de la justicia en los tribunales, hasta los estados de la psique.
Y esta transformación profunda se dio mediante la valorización de los mercados no regulados para todo y para todos, la concepción de los seres humanos como capital humano, el menosprecio de la justicia social y el bien común como prácticas totalitarias, la privatización de los antiguos bienes públicos y el despojo de los Estados de Bienestar, la reducción de los Estados a instrumentos de crecimiento económico, etc.
En los estudios actuales sobre el neoliberalismo se suele dar una discusión acerca del modo más adecuado de abordarlo. En este contexto se presenta la pregunta de en qué medida la actual fase del capitalismo arrastra sedimentos históricos del pasado y en qué medida aparece como algo verdaderamente nuevo.
Así, parecería que pueden distinguirse al menos dos posiciones bien claras: aquellos que periodizan las formas particulares de neoliberalismo remarcando en sus distintas fases históricas discontinuidades y torsiones, las cuales explicarían su mutación en el tiempo; y aquellos que reconstruyen líneas de acumulación de una misma racionalidad, que pareciera encontrarse ya en sus formas más tempranas.
En sus trabajos encuentro una vocación de complejizar esta contradicción simple entre métodos opuestos. ¿Qué relación se puede establecer entre los principios ideales que forjaron la imaginería neoliberal, como los de Friedrich Hayek o la escuela ordoliberal de Friburgo, y su realización práctica o, como usted lo denomina, «el neoliberalismo realmente existente»?
El neoliberalismo es un gran concepto que debe captar bajo sus auspicios tanto las continuidades como las heterogeneidades.
Hay desacuerdos entre los intelectuales neoliberales, por ejemplo, sobre si los mercados competitivos son espontáneos o construidos y si los Estados nación deben o no subordinar el orden moral. A su vez, existen desacuerdos entre los economistas neoliberales sobre la elección racional e irracional. Y, por supuesto, hay grandes variedades de neoliberalismo a través del tiempo y del espacio: lo que los Chicago Boys impusieron a Chile en la década de 1970 es muy diferente de la financiarizada Unión Europea neoliberal del presente.
Esta heterogeneidad no es exclusiva del neoliberalismo como racionalidad de gobierno o forma de razón política, o incluso como economía política. Pertenece también a la monarquía, al liberalismo y a la socialdemocracia. Y, ciertamente, también aplica para el fascismo. No tiene sentido tratar de purgar al neoliberalismo de su heterogeneidad ni pretender reducir estas otras formas a tipos ideales.
Utilizamos conceptos de este tipo para captar órdenes de poder, dominio o razón que los diferencian de los demás. Y el concepto de neoliberalismo es especialmente importante porque nos exime de tener que abordar los últimos cuarenta años meramente como un «capitalismo con esteroides», sino que alude a distintas dimensiones.
Según estas, el neoliberalismo sería una formación intelectual nacida de la reacción al socialismo de la primera mitad del siglo XX, y a las nuevas demandas poscoloniales a principios de la segunda mitad del mismo siglo (tal como se expresa las peticiones del Nuevo Orden Económico Internacional de 1974); una revolución político-social-económica a partir del tercer cuarto del siglo XX y un modo de razón por el que nos regimos y a través del cual nos concebimos a nosotros mismos, nuestras relaciones sociales y nuestros futuros.
En sus intervenciones se cruzan cada vez con mayor recurrencia legados filosóficos que a menudo han sido concebidos como meramente antagónicos. En efecto, da la sensación en sus textos que es posible pensar al mismo tiempo con Marx y Nietzsche, con Marcuse y Foucault. ¿Cuáles son las potencialidades de esta estrategia analítica y qué límites encuentra en el abordaje de las formas de sujeción en el mundo contemporáneo? ¿Es posible pensar simultáneamente al neoliberalismo como racionalidad y como ideología?
Generalmente evito hablar del neoliberalismo como una ideología. Por supuesto, existe una ideología del libre mercado (que nunca es realmente libre o independiente de las leyes y los Estados que construyen sus condiciones) y de que los individuos son responsables de sí mismos y sólo de sí mismos (cuando, en realidad, somos profundamente interdependientes y dependemos también de una gran cantidad de infraestructura no humana).
Hay otros aspectos ideológicos del neoliberalismo, si por ideología se entiende una doctrina que oculta lo que realmente está pasando, la verdad «material» de las cosas. Pero el problema de pensar de esta manera es que nos impide ver cómo el neoliberalismo también nos produce a nosotros, cómo se neoliberalizan no sólo las economías, sino también los Estados, las sociedades y los sujetos.
Por eso necesitamos las teorías de poder de Foucault, no solo las de Marx. En cuanto a Nietzsche, Freud o Marcuse, estos y otros pensadores nos ayudan a pensar en una dimensión que ni Marx ni en Foucault adquiere el estatuto de un objeto de análisis, a saber: la profundidad psíquica y social, y la plasticidad de los seres humanos frente a los poderes que nos forman y nos posicionan.
Ambos autores sabían que teníamos esta profundidad y plasticidad, pero ninguno era un hábil o delicado teórico de estas cosas, así como ninguno teorizó hábilmente el género, la racialización o, para el caso, el carisma, el autoritarismo, el nihilismo o la finitud terrenal (todo lo cual debemos pensar si queremos mapear o comprender el presente).
Si no podemos pensar sin Foucault y sin Marx, tampoco podemos pensar solo con Foucault y solo con Marx. Nunca he entendido la exigencia de elegir entre ellos o elegir solo ellos. ¿Qué clase de monogamia intelectual perversa sería esa?
En su último libro, En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente, usted reconstruye al neoliberalismo contemporáneo a partir de una serie de impugnaciones o batallas que hacen de este orden una verdadera fuente de conflictos sociales y contradicciones políticas.
En los capítulos dedicados a reconstruir sus operaciones de «desmantelamiento» y «derrocamiento» de la sociedad y la política democráticas esto se expresa con dramática ejemplaridad. Asimismo, sus análisis han incorporado una indagación acerca del vínculo entre economía y moral, el cual no parecería tener tanta centralidad en sus estudios previos. ¿Podría desarrollar en qué sentido valores que fundamentan una imagen tradicionalista de la vida privada atentan contra el principio de la justicia social en particular, y de la convivencia democrática en general?
A lo que prestamos muy poca atención en los intelectuales neoliberales clásicos es a su apego a la moral tradicional, arraigada en la familia, como parte vital de su visión de un buen orden. Hayek y los ordoliberales fueron explícitos, pero también está presente en ese viejo libertario llamado Milton Friedman. Para todos ellos, la familia heteropatriarcal es, a la vez, sede y expresión del orden moral y también la unidad económica esencial.
Reagan y Thatcher también fueron claros en esto: las familias reabsorberían la responsabilidad de lo que el Estado de Bienestar había proporcionado erróneamente, desde la educación hasta el cuidado de los ancianos.
Hoy en día, las disposiciones legales de igualdad para las mujeres, las personas LGBTQ y los grupos raciales históricamente subyugados son identificadas por la derecha como decretos de un Estado totalitario que no solo destruyen los órdenes morales divinos o naturales, sino también afrentan la libertad. Esto es tan cierto en los Estados Unidos de Trump como en el Brasil de Bolsonaro.
La derecha, animada por el ataque neoliberal a la sociedad y a la justicia social, trata al feminismo, al matrimonio gay y a la justicia racial como emanaciones del Estado intervencionista en el orden moral «orgánico», asegurado por la familia tradicional. Pero esto no es solo un argumento neoconservador. Más bien, lo que lo convierte en una expresión del neoliberalismo es la crítica de la justicia social en nombre de la libertad, una libertad de los individuos y de las corporaciones para ser racistas, sexistas y homofóbicos en sus prácticas.
La justicia social se equipara a la tiranía a través de su codificación e imposición por parte del Estado y otras instituciones. La libertad neoliberal, por el contrario, requiere que los Estados apoyen a los mercados y a los órdenes morales, pero no que intervengan en ellos.
Se ha escrito mucho sobre la figura de Donald Trump. Ante la emergencia de nuevas derechas radicalizadas en distintas regiones de Europa o incluso en América Latina, ¿cuáles son para usted los elementos que configuran el trumpismo como parte de este proceso de radicalización antidemocrática que se observa en el Norte y el Sur Global? ¿Qué especificidades propias de la historia norteamericana nos pueden ayudar a entender la emergencia de su liderazgo?
Trump nunca ha pretendido tener un interés o compromiso con la democracia. No forma parte de su vocabulario. Se presenta como un hombre de poder y con capacidad para doblegar a los otros a su voluntad («make deals»). No pretende representar a todos los norteamericanos, sino que es explícito en que premia a los leales y a partidarios, mientras que los demás merecen su castigo.
No se podía tener a Trump como presidente de los EE.UU. sin que antes la democracia no haya sido desacreditada y corrompida por el neoliberalismo.
Dicho esto, su elección dependió de dos grupos antidemocráticos muy diferentes: uno fue el de los plutócratas, que contaban con que desarrollase políticas neoliberales de recortes de impuestos, desregulación, eliminación de protecciones ambientales, laborales, entre otras, y proveyese de subsidios gubernamentales para enriquecerlos aún más. En este sentido, Trump no los ha decepcionado.
El otro grupo fue el del trabajador blanco agraviado y los votantes suburbanos y rurales de clase media, que respondieron a su promesa de elevación de su estatus de super americanos y de la denigración de todos los demás: musulmanes, mexicanos, feministas y, sobre todo, las «élites de las costas del Este y del Oeste». Este segundo grupo incluye a los evangélicos, pero solo representan la mitad de la base de sustentación de Trump, así que es importante también prestarle atención al rencor racializado de todo el resto.
Los plutócratas y el mismo Trump realmente no pueden soportar a su propia base social. Pero como todavía tenemos elecciones, tienen que fingir que se interesan en ellos, porque de otra forma no lo habrían podido instalar en el poder.
A su vez, en el último tiempo han cobrado visibilidad pública fuertes movimientos de resistencia en Estados Unidos, que con una perspectiva antineoliberal y profundamente democrática cuestionan la asociación contemporánea entre neoliberalismo y autoritarismo. ¿Encuentra posible que estos movimientos contestatarios se articulen en un proyecto político de mayorías? ¿Cabe en el espectro político norteamericano un camino de agregación política de las distintas posiciones que hoy actúan por una democratización de la sociedad?
Importantes movimientos antineoliberales, antirracistas y feministas se han desarrollado en los Estados Unidos desde hace más de una década. Occupy surgió en 2011, después de la crisis financiera, y fue la primera respuesta estadounidense generalizada al neoliberalismo. El discurso político cambió profundamente en este país, incluso a nivel electoral, y dio lugar a la primera campaña de Bernie Sanders. Black Lives Matter estalló en 2013 tras la absolución del hombre que disparó a Trayvon Martin, un adolescente afroamericano.
Esto, junto con un movimiento de derechos de los inmigrantes y un movimiento por la crisis climática en constante crecimiento, surgió mucho antes del ascenso de Trump al poder. Incluso el #MeToo tenía antecedentes en una gran cantidad de organizaciones estudiantiles contra el acoso sexual y el asalto en los campus, tanto en la escuela secundaria como en la universidad.
Todos estos movimientos han ganado impulso, fuerza y crecimiento numérico durante los años de Trump, en parte debido al severo desafío impuesto por esta administración y sus partidarios a las distintas causas democráticas. En efecto, se ha cruzado un límite.
¿Son movimientos orientados a la democratización de la sociedad? Por supuesto, y eso es algo muy positivo. Pero también está la cuestión de la democracia como una forma de regulación/determinación pública de los poderes fácticos que gobiernan nuestras vidas. Si esta noción forma parte de esas prácticas democratizantes es otra cuestión. La derecha tiene una imagen muy clara sobre cómo manejar el poder político. Nosotros también necesitamos una.
Para finalizar, en sus últimas intervenciones ha abogado por un enfoque plural de la teoría crítica, que invita al diálogo y la conversación entre tradiciones teóricas y políticas de distintas procedencias. ¿Cuáles considera que son, en nuestro presente, las tareas urgentes de las teorías críticas contemporáneas?
Primero, teorizando los poderes que producen una amenaza existencial para el futuro del planeta y de todas las especies en él, incluyendo la nuestra. Esto significa tener en cuenta la paradoja de que los humanos generan poderes –tecnológicos, económicos, políticos, financieros, culturales, religiosos– que inevitablemente escapan a sus creadores, pero que solo a través de un esfuerzo constante para retenerlos podemos generar mundos justos, sostenibles y habitables.
En segundo lugar, teorizar alternativas radicalmente democráticas a los órdenes insostenibles y poderosamente injustos del presente, alternativas que comprendan la paradoja de nuestra interconexión y responsabilidades globales y la práctica necesariamente local que requiere la democracia.
Ambas son paradojas difíciles, pero ignorarlas es ignorar la condición del siglo XXI.