Más de 1.000 tumbas de niños indígenas desdibujaron la celebración del Día de Canadá y colocaron en serios aprietos a la iglesia católica y pos supuesto al Papa Francisco.
La celebración del 1° de julio, a pesar de tan innegable genocidio no fue cancelada por el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, quien se limitó a izar la bandera a media asta.
A contrapelo un movimiento de protesta impidió la conmemoración: no había que celebrar declaró Heather Bear, una de las principales voceras de la Federación de Naciones Indígenas Soberanas.
La protesta no se limitó a las marchas y caminatas para demandar justicia por los niños indígenas asesinados y enterrados en los cementerios clandestinos localizados en escuelas católicas que separaron a millares de ellos de su familia con la finalidad de “convertirlos como practicantes de la cultura canadiense occidentalizada”
Hasta el cinco de julio cinco iglesias católicas han sido incendiadas, convertidas en cenizas por la violencia divina de los indignados indígenas canadienses y de los canadienses.
Y es obvio que la ignominia del genocidio cultural por siglos, cometido por las elites y su brazo armado la iglesia católica ha superado cualquier posibilidad de reconversión humanista de la estructura de poder canadiense.
Un indicador eficiente del peso de la práctica católica y occidental de la “asimilación forzosa” radica en que aún el “sumo pontífice” no ha presentado su petición de perdón a los cowessess.