Al contrario de lo que muchos suponen, Marx no es un “filósofo de la historia”. Es más bien -y mucho antes que la segunda Consideración intempestiva de Nietzsche, La Eternidad por los Astros de Blanqui, el Clio de Péguy, las tesis “Sobre el concepto de la historia” de Walter Benjamin, o el libro póstumo de Siegfried Kracauer La Historia – uno de los primeros en haber roto categóricamente con las filosofías especulativas de la historia universal: providencia divina, teleología natural, u odisea del Espíritu. Esta ruptura con respecto a las “concepciones verdaderamente religiosas de la historia” está sellada por la formulación definitiva de Engels en La Sagrada Familia: “¡La historia no hace nada!”. Esta constatación lapidaria deja de lado toda representación antropomórfica de la historia como un personaje todopoderoso que maneja los hilos de la comedia humana a espaldas de los seres humanos reales. Esto está desarrollado y expresado muchas veces en La Ideología alemana.
La historia no hace nada
Marx y Engels rechazan esa visión apologética de la historia según la cual todo lo que ocurre debía necesariamente producirse para que el mundo sea hoy lo que es y para que nosotros deviniéramos lo que somos: “gracias a artificios especulativos, se nos puede hacer creer que la historia por venir era la meta de la historia pasada”. Esta fatalización del devenir histórico sepulta una segunda vez “los posibles laterales” (según la expresión de Pierre Bourdieu) que, sin embargo, no son menos reales (en el sentido de un Reale Möglichkeit) que el hecho consumado resultante de una lucha incierta.
Esta crítica marxiana de la razón histórica y de la ideología del progreso, anticipa la crítica despiadada hecha por Blanqui al positivismo como ideología dominante del orden establecido. En sus notas de 1869, en vísperas de la Comuna de París, el indomable insurrecto escribía, en efecto: “En el juicio del pasado ante el futuro, las memorias contemporáneas son los testigos, la historia es el juez, y el fallo es casi siempre una iniquidad, ya sea por la falsedad de las declaraciones, por su ausencia o por la ignorancia del tribunal. Afortunadamente, la convocatoria sigue abierta para siempre, y la luz de nuevos siglos, proyectada desde lejos sobre los siglos transcurridos, denuncia los juicios tenebrosos”. Así como no es un deus ex-machina, ni un demiurgo, la historia no es tampoco un tribunal. Y cuando pretende serlo, no es realmente más que un cenáculo de jueces que se valen de falsos testigos.
En efecto, el recurso al juicio de la historia conduce, como escribió Massimiliano Tomba, a bloquear la cuestión de la justicia. Es lo que constataba ya Blanqui: “De su pretendida ciencia de la sociología, así como de su filosofía de la historia, el positivismo excluye la idea de justicia. No admite mas la ley que la del progreso continuo, fatalizada. Cada cosa es excelente en su momento puesto que ocupa su lugar en la sucesión de perfeccionamientos. Todo es mejor siempre. Ningún criterio para apreciar lo bueno o lo malo”. Para Blanqui, el pasado sigue siendo pues un campo de batalla en el cual el juicio de las flechas, la suerte de las armas y el hecho consumado no prueban nada en cuanto a la discriminación de lo justo y de lo injusto: “Puesto que las cosas siguieron este curso, no habrían podido seguir otro. El hecho consumado tiene una potencia irresistible. Es el destino mismo. El espíritu se abruma y no se atreve a rebelarse. ¡Terrible fuerza para los fatalistas de la historia, adoradores del hecho consumado! Todas las atrocidades del vencedor, su larga serie de atentados, se transforman fríamente en una evolución regular ineluctable, como la de la naturaleza”.
Pero “el engranaje de las cosas humanas no es fatal como el del universo: es modificable a cada momento”. Porque, añadirá Benjamin, cada minuto es una estrecha puerta por la que puede surgir el Mesías.
Al culto que hace de la Historia una simple forma secularizada del antiguo Destino o de la Providencia, Marx y Engels oponían, desde La Ideología alemana, una concepción radicalmente profana y desencantada: “La historia no es mas que la sucesión de generaciones que vienen unas después de otras”. Darle sentido es asunto de los hombres y no de los dioses.
Lógicamente, esta crítica de la Razón histórica implica una crítica del concepto abstracto de progreso. Después de La Ideología alemana, en muy pocas ocasiones Marx hizo consideraciones generales sobre la historia. La “crítica de la economía política” es en acto, en la práctica, esa “otra escritura de la historia”, esa escritura profana anunciada. Apenas si se encuentran, a lo largo de su obra, algunas consideraciones dispersas a este respecto, en particular, algunas notas telegráficas incluidas en la introducción a los Grundrisse. Se trata de notas de trabajo personales (un “Nota bene”, escribía Marx), un tipo de pensamiento “en bruto”, no elaborado sino para él mismo, volcado al papel en un estilo sucinto y a veces enigmático. Dos de esas ocho breves observaciones merecen una atención especial. En la sexta, Marx recomienda “ el concepto de progreso no debe ser concebido de la manera abstracta habitual”, sino teniendo en cuenta “el desarrollo desigual” entre las relaciones de producción, las relaciones jurídicas, los fenómenos estéticos; teniendo en cuenta, por lo tanto, los efectos del contratiempo y la no contemporaneidad. En la séptima, más lapidariamente aún, recuerda que su concepción de la historia “se presenta como un desarrollo necesario” (subrayado por él mismo), aunque precisa inmediatamente “Pero justificación del azar. Cómo. (Entre otras cosas, también de la libertad). Influencia de los medios de comunicación. La historia universal no siempre existió; la historia como historia universal es un resultado)”.[1] Se trata de dialectizar efectivamente la necesidad en su relación con lo contingente, sin lo cual no habría ya ni historia ni acontecimiento. La historia universal ya no es pues una teodicea, sino un devenir, una universalización efectiva de la especie humana, a través de la universalización de la producción, la comunicación, la cultura, como lo afirma ya el Manifiesto del Partido comunista.
Esta problemática resulta nuevamente confirmada en la famosa carta de 1877 de respuesta a los críticos rusos, en la que Marx rechaza “ una teoría histórico-filosófica general cuya suprema virtud consiste en ser suprahistórica”.[2] En efecto, esa suposición de un sentido de la historia que se superpondría a la historia real, a sus luchas y sus incertidumbres, guardaba continuidad con las grandes filosofías especulativas, con las que había roto mucho tiempo antes. Y esta ruptura teórica no deja de tener consecuencias prácticas. En una historia abierta, ya no existen norma histórica preestablecida, ni desarrollo “normal”, que puedan ser opuestos a anomalías, desvíos o malformaciones. Lo prueban las cartas a Vera Zassoulitch, avizorando para Rusia diversos desarrollos posibles que le evitaran recorrer el calvario del capitalismo occidental. Son cartas abren paso al estudio de Lenin sobre El desarrollo del capitalismo en Rusia y a las tesis de Parvus y Trotsky sobre el desarrollo desigual y combinado.
A contramano de las filosofías especulativas de la Historia universal y su temporalidad “homogénea y vacía”, la crítica de la economía política – desde los Manuscritos de 1844 hasta El Capital, pasando por los Grundrisse – se presenta pues como una conceptualización del tiempo y los ritmos inmanentes a la lógica del capital, como una escucha del pulso y las crisis de la historia. Marx, según resume Henryk Grossman, “debe forjar en primer lugar todas las categorías conceptuales relativas al factor tiempo: ciclo, rotación, tiempo de rotación, ciclo de rotación”.[3]
Esta crítica radical de la razón histórica siguió siendo sin embargo parcial, propicia entonces a los malentendidos e incluso los contrasentidos a los que pueden dar sustento a veces las expresiones contradictorias del mismo Marx. Estos equívocos provienen en gran medida de la gran cuestión estratégica irresuelta: ¿Cómo es que los proletarios, frecuentemente descritos en El Capital como seres mutilados física y mentalmente por el trabajo, podrían transformarse en clase hegemónica en la lucha para la emancipación humana? La respuesta parece residir en una apuesta sociológico, según la cual la concentración industrial acarrearía el correspondiente crecimiento y concentración del proletariado, con un nivel creciente de resistencia y organización, que se traduciría en una elevación del nivel de conciencia hasta que la “clase política” llegaría finalmente a unirse con la “clase social”, pasando de clase-en-sí a clase-para-sí. Esta secuencia lógica permitiría a la “clase universal” resolver el enigma estratégico de la emancipación.
Pero el Siglo XX no quiso confirmar esa visión optimista que permitió a numerosos interpretes atribuirle a Marx una teoría determinista de la historia a Marx. Su argumentación se apoyó principalmente en:
- El formalismo dialéctico tal como aparece en el penúltimo capítulo del Libro I de El Capital sobre la negación de la negación. Dio pié a tantas simplificaciones que en el AntiDühring Engels debió corregirlas (y no solamente las interpretaciones abusivas, sino en cierta medida su mismo espíritu): “¿…qué papel juega en Marx la negación de la negación? […] no se le pasa por las mientes demostrarlo mediante ese argumento como un fenómeno de necesidad histórica. Por el contrario: es después de haber probado históricamente que el fenómeno ha ocurrido ya, en parte, y en parte tiene necesariamente que ocurrir cuando lo define como un fenómeno sujeto en su ejecución a una determinada ley dialéctica”. [4] Semejante comentario de texto parece sin embargo muy forzado. Más adelante es más claro: “¿Qué es, pues, la negación? Una ley extraordinariamente general, y por ello extraordinariamente eficaz e importante que rige el desarrollo de la naturaleza, de la historia y del pensamiento […] Dicho se está que cuando digo que el proceso que recorre, por ejemplo, el grano de cebada desde que germina hasta que muere la planta que lo arroja es una negación de la negación, no prejuzgo para nada el contenido concreto de ese proceso”. Claro que si ella “consiste en esa puerilidad de escribir en una pizarra una a para luego tacharla, o en decir que una rosa es una rosa para afirmar en seguida que no lo es, no puede salir nada, como no sea la idiotez del que se entregue a semejantes operaciones”.[5]
- La controversia remite también al concepto de necesidad de tal modo que puede ser interpretado, sobre todo a partir de la “Introducción” de 1859 como necesidad mecánica, mientras que en buena lógica dialéctica es indisociable de la contingencia que la acompaña como su sombra; pero es un hecho que a veces resulta difícil establecer si Marx utiliza el concepto de necesidad en un sentido predictivo o en un sentido performativo.
El gran giro
Para discriminar entre estas interpretaciones, los escritos políticos sobre la lucha de clases en Francia, la colonización inglesa en la India, las revoluciones españolas, o la Guerra de Secesión, son por cierto más útiles que las especulaciones lógicas. El carácter central de la lucha de clases y sus inciertos desenlaces exige, en efecto, una parte de contingencia y un concepto no mecánico de causalidad, una causalidad abierta cuyas condiciones iniciales determinan un campo de posibles, sin determinar mecánicamente cuál triunfará. La lógica histórica se emparenta entonces más con el caos determinista que con la física clásica: no todo es posible, pero existe una pluralidad de posibilidades reales, entre las cuales la lucha decide.
También aquí es necesario recurrir al Blanqui de La Eternidad por los Astros , para quien después de las derrotas recurrentes de 1832, 1848 y 1871 “sólo el capítulo de las bifurcaciones” está “abierto a la esperanza”. El término “bifurcación”, poco utilizado en esa época, tendría un brillante futuro en el vocabulario de la física cuántica y en el de las matemáticas de la catástrofe de René Thom.
En la época de las guerras y las revoluciones, esta concepción de una historia en la que el pasado condiciona el presente sin determinarlo mecánicamente, se reforzó en el período que va de la Primera a la Segunda Guerra Mundial con desarrollos teóricos paralelos de Gramsci y Benjamin. El primero subraya: “realmente, no se puede prever científicamente sino la lucha, y no sus momentos concretos”. Y añade: “Solamente la lucha, y no su resultado inmediato, sino aquel que se expresa en una victoria permanente dirá lo que es racional o irracional”. El desenlace de la lucha y no una norma preestablecida determina entonces la racionalidad del desarrollo. Pero este desenlace no se limita al resultado inmediato, a las victorias y a las derrotas, que pueden revelarse, a largo plazo, como simples episodios. No puede establecerse sino retrospectivamente, a la luz “de una victoria permanente”. ¿Qué es entonces lo permanente de la victoria en una historia abierta, en una lucha que, a diferencia de los juegos en la teoría del mismo nombre, no tiene “fin del juego” ? ¿Qué es vencer para siempre si, como dice Blanqui, “la convocatoria está siempre abierta”?
En Benjamin, para terminar con los arrullos anestesiantes de la historia, con los engranajes y las ruedas dentadas del progreso, con el juicio final del tribunal de la historia, la relación entre historia y política es definitivamente invertida. Se trata desde ahora de abordar el pasado “ya no como antes, de manera histórica, sino de manera política, con categorías políticas”. Y más lacónicamente: “la política precede desde ahora la historia”. La frase parece hacerse eco, sacando las consecuencias, de aquella de Engels diciendo que la historia no hace nada. La resultante es un radical reordenamiento de la semántica de los tiempos históricos. El presente ya no es más un eslabón efímero y evanescente en el encadenamiento del tiempo. El pasado ya no contiene en germen al presente, así como el futuro tampoco es ya su destino. El presente es el tiempo por excelencia de la política, el tiempo de la acción y la decisión, donde se juega y vuelve a jugarse permanentemente el sentido del pasado y el del futuro. Es el tiempo del desenlace entre una pluralidad de posibles. Y la política que desde ahora precede la historia es precisamente este “arte del presente y el contra-tiempo” (Françoise Proust), dicho en otras palabras un arte estratégico de la coyuntura y el momento propicio.
Historia y estrategia
Esta inversión que restablece la primacía de la política sobre la historia, no dice sin embargo que es lo que ocurre con su relación invertida. Con la ayuda de la pulverización postmoderna de los relatos y también del tiempo histórico, ciertos discursos teóricos retienen la idea de una política desarraigada de todas las determinaciones y condiciones históricas, que se reduciría desde ahora a una yuxtaposición de acciones día por día, de secuencias flotantes, sin vínculo lógico ni continuidad. Este estrechamiento de la temporalidad política alrededor de un presente efímero continuamente recomenzado, trae como consecuencia la exclusión de todo pensamiento estratégico, de un modo simétrico a la forma en que lo hicieran las filosofías de la historia.
Gran aficionado a los escritos y juegos estratégicos, Guy Debord subrayó con energía el vínculo entre una temporalidad histórica abierta y un pensamiento estratégico capaz de desplegarse de modo duradero, y de integrar a sus cálculos probabilísticos una parte irreductible de acontecimientos contingentes. Afirmaba así que un partido o una vanguardia con un proyecto que sufriera un grave déficit de conocimientos históricos ya no podría orientarse o “ser conducido estratégicamente”.
Las derrotas acumuladas en “el siglo de los extremos” oscurecieron el horizonte de la espera y congelaron la historia en la desgracia. Es la época del zapping, del quick, del fast, de lo rápido y lo instantáneo. El tiempo estratégico se desgrana y se fragmenta en episodios anecdóticos. La saludable rehabilitación del presente se transforma así en el culto a lo transitorio y lo perecedero, en una sucesión de hechos sin pasado ni futuro: “Un eterno presente se impone, hecho de instantes efímeros que brillan con el prestigio de una ilusoria novedad, pero no hacen más que sustituir cada vez más rápidamente, lo mismo con lo mismo.” (Jérôme Baschet).
El hecho es que las resistencias inmediatas a la Contra-Reforma liberal carecen frecuentemente de interés y de cultura histórica. Ya la moda estructuralista de los años 60 había conducido a tratar el relato histórico como el pariente pobre de las “ciencias humanas”. El gesto platónico reivindicado hoy por Alain Badiou tiende a absolutizar al acontecimiento para hacerlo el acto fundante de una “secuencia” autónoma, cerrada por un “desastre”, sin antecedentes ni consecuencia. El imperativo categórico de una resistencia estoica a la moda se encarga entonces de eximirnos de interrogantes sobre las citas fallidas de la historia pasada así como de proyectos y sueños hacia adelante. Carpe diem. No futur. “Point de lendemanin”, ya escribían los libertinos del siglo XVIII (en este caso, Dominique Vivant de Non).
A la pretensión “de hacer la historia” (de contribuir, dicho de otro modo, a la realización de un fin programado), Hannah Arendt oponía la incertidumbre de la acción política. A sus ojos, en efecto, la sustitución de la historia por la política eludía la responsabilidad de la acción enfrentada a “la contingencia deplorable de lo particular”. La des-fatalización de la historia, provocada a partir de la Primera Guerra Mundial por el hundimiento de los mitos del progreso, podía sin embargo revestir varias formas: la de la decisión incondicional en Schmitt; la de la irrupción mesiánica en Benjamin; y finalmente la del acontecimiento milagroso en Arendt: “Solo una especie de milagro permitirá un cambio decisivo y saludable”. Todos caen en la tentación de absolutizar el acontecimiento.
La événementialité regresó con fuerza, en las retóricas pos-estructuralistas, pero la espera de un acontecimiento redentor, incondicionado, surgido del Vacío o la Nada (¿de la eternidad?) se relaciona más bien con el milagro de la Inmaculada Concepción. La esperanza en un acontecimiento absoluto y el “radicalismo pasivo” del viejo socialismo “ortodoxo” de la II Internacional pueden entonces unirse inesperadamente: la revolución, como decía Kautsky, no se prepara, no se hace. Simplemente ocurre cuando llega la hora, según una ley casi natural, como un fruto maduro, o como una divina sorpresa événementialle. Muy lejos de las exigencias de la revolución permanente o de la continuidad estratégica en la acción partidaria de Lenin, la escasez de política en autores como Badiou o Rancière es el corolario de la escasez de tales irrupciones.
El tiempo quebrado de la estrategia
La revolución en la revolución, asociada al nombre de Lenin, empuja por el contrario hasta sus últimas consecuencias la ruptura con la representación del tiempo de reloj, “homogéneo y vacío”, según el cual se supone que marcha el engranaje del progreso. El tiempo estratégico está lleno de nudos y de giros, de aceleraciones súbitas y sensibles detenciones, de saltos hacia adelante y saltos hacia atrás, de síncopes y contra-tiempos. Las agujas de su cuadrante no siempre giran en el mismo sentido. Se trata de un tiempo quebrado, acompasado por las crisis y los instantes a aprovechar (como lo testimonian las notas de Lenin en octubre de 1917 urgiendo a los dirigentes bolcheviques a tomar la iniciativa de la insurrección mañana o pasado mañana, porque después sería demasiado tarde), sin lo cual la decisión ya no tendría sentido y el papel del partido se reduciría al de un pedagogo que acompaña la espontaneidad de las masas, y no al de un estratega organizando la retirada o la ofensiva según los flujos y reflujos de la lucha. Esta temporalidad de la acción política tiene su propio vocabulario: el período, concebido en sus relaciones con el antes y el después de los que se distingue; los ciclos de movilización (a veces a contra-tiempo de los ciclos económicos); la crisis el la que el orden fracturado deja escapar un abanico de posibles; la situación (revolucionaria) en la que se preparan los protagonistas de la lucha; la coyuntura o el momento favorable que debe captar “la presencia de ánimo” necesaria en todo estratega. La gama de estas categorías permite articular, en vez de disociar, el acontecimiento y la historia, lo necesario y lo contingente, lo social y la política. Sin tal articulación dialéctica, la idea misma de estrategia revolucionaria quedaría vacía de sentido, y no restaría más que “el socialismo fuera del tiempo” (Angelo Tasca), tan caro a las Pénélopes parlamentarias.
Réquiem por el tiempo presente
¿De dónde venimos? De una derrota histórica, es necesario admitirlo y apreciar su dimensión, de la que la cual la contra-ofensiva liberal del último cuarto de siglo es tanto causa como consecuencia y coronamiento. Algo se acabó con el cambio de dirección del siglo, entre la caída del Muro de Berlín y el 11 de septiembre. Algo… ¿Pero que? ¿El “corto siglo veinte”, y su ciclo de guerras y revoluciones? ¿El tiempo de la modernidad? ¿Ciclo, período, o época?
Fernand Braudel distingue tres tipos de duración:
- El acontecimiento, que es “el más caprichoso y engañoso”, inasible (¿impensable?) para las ciencias sociales;
- La “larga duración” de los movimientos económicos, demográficos, climáticos;
- El ciclo o la coyuntura, aproximadamente decenal, que establecería un vínculo entre el acontecimiento y la estructura, el tiempo largo y el tiempo corto.
Esta temporalización tiene el inconveniente de establecer en una misma temporalidad histórica una pluralidad de tiempos sociales discordantes, sin explicitar otras modalidades de tiempos mas que la simple descripción de sus combinaciones y conexiones. Esta unificación del tiempo histórico tiende así a anular los efectos de contra-tiempos y no contemporaneidad.
Entonces: ¿fin del “corto siglo veinte” o fin del “siglo de los extremos”? ¿Cambio de período o cambio de época? ¿Derrota histórica de las políticas de emancipación o simple alternancia de los ciclos de movilización? Hans Blumenberg destaca que sólo la época Moderna se pensó como época, según la nueva “semántica de los tiempos históricos” analizada por Reinhardt Koselleck. Porque de ninguna manera es la historia misma -que, lo recuerdo por última vez, no hace nada- la que marca el final, recorta el tiempo o fecha el acontecimiento, sino quien lo observa a posteriori: “Un giro de época es un límite imperceptible que no está vinculado a ninguna fecha o acontecimiento destacado”. El hombre hace la historia, pero no hace la época. Representación construida de una secuencia histórica, la delimitación de una época sigue estando pues indefinidamente en litigio, tal como lo ilustran las distintas dataciones de la “modernidad”. En cuanto “a la frágil unidad de un período”, Kracauer la compara con la sala de espera de una estación, donde no se establecen sino encuentros azarosos o aventuras pasajeras. Más que emerger del tiempo, instaura una relación paradójica entre la continuidad histórica que representa y las rupturas que implica.
Cambio de época, de período, o de ciclo, el alcance de este cambio que está en curso sólo se determinará a la luz de lo que ,confusamente, está comenzando. ¿Después de la “Belle époque”, del período de entre-guerras y la “guerra civil europea”, de los “Treinta gloriosos” y la Guerra fría, de la Restauración liberal… ¿qué? Una reorganización política se dibuja. La globalización mercantil y la guerra infinita producen nuevas escalas espaciales, una nueva configuración de sitios y lugares, nuevos ritmos de la acción. Un nuevo paradigma quizá, al que no conviene ciertamente llamar posmoderno, porque la palabra parece inscribirse en una sucesión cronológica y la manía estéril de los “post-ismos”.
No es pues más que el principio de algo que todavía apenas percibimos, entre el frágil “ya no más” y el “aún no”. Será largo, anunciaba al profeta Jeremías… Pero “el futuro dura mucho tiempo”. Otro mundo es necesario. Es urgente hacerlo posible antes de que el viejo mundo nos destruya y arruine el planeta.
Notas
[1] Grundrisse, vol. Pag. 31.
[2] Correspondencia, pag. 291.
[3] Ver Henryk Grossmann, Marx, l’économie politique classique et le problème de la dynamique, Paris, Champ Libre; Stavros Tombazos, Les temps du capital, Paris, Cahiers des saisons, 1995
[4] Anti Dühring pag. 139.
[5] Anti-Duhring, pags. 146-148.