La pregunta del momento ha llegado a medios internacionales como el Washington Post, así como a casi todos los medios del exilio venezolano. Algunos tratan de contradecir la cuestión o desmeritarla y otros exageran sus respuestas positivas o negativas, pero el hecho de tratar de responderla es ya de por sí enigmático.
¿Cómo es que la nación que según el expresidente Donald Trump iba a ser un «país fantasma», después de las duras sanciones, se estima que termine en 2022 con un crecimiento superior al de muchos otros Estados de la región que no están sancionados?
Lógicamente hay muchas formas de relativizar las respuestas, pero ninguna quita el valor que cobra «la imagen» de Venezuela actualmente, al menos durante los últimos tres años, en los que las sanciones fueron arreciando y haciéndose cumplir pero la economía fue paradójicamente estabilizándose.
Hay que recordar que 2019 fue el año cumbre de las sanciones del Departamento del Tesoro de EE.U. y la presión política contra la estatal petrolera –PDVSA– y la actividad económica nacional. Desde 2017, ya se activaron sanciones contra funcionarios. Y aunque Venezuela ya había vivido lo peor de su crisis desde el 2016, se esperaba un futuro mucho peor.
Mientras las sanciones se iban instalando y produciendo una caída aún mayor en materia de producción petrolera, el programa de liberalización económica, que ya había comenzado en 2018, logró ciertamente abrir canales efectivos de oxígeno a la economía, infartada por la pulverización del bolívar, la hiperinflación y la fáctica desaparición del Estado como garante, después de décadas de controles superlativos.
La apertura permitió que todos los sectores, incluyendo los de menos recursos, tuvieran nuevas formas de acceso a divisas y, con ello, pudieran superar la debilidad del bolívar y la asfixia internacional.
Algunas respuestas que se leen en Washington Post, o en economistas avezados, remiten a relativizar los guarismos de organismos clásicos como Credit Suisse, que habla de un crecimiento de 20 puntos para 2022 (uno de los más altos del mundo), o el Fondo Monetario Internacional (FMI), que reconoce que este año, después de nueve de decrecimiento, habrá crecimiento en la economía del país.
Palabras más, palabras menos, todos reconocen la mejoría y apertura económica y basan sus análisis críticos argumentando asuntos de democracia y derechos humanos, y no ya de «debable económica».
Con la inflación alta pero ya comparable a la del resto de la región, con el tema del desabastecimiento totalmente controlado y con los rumores de reactivación de la industria petrolera y el diálogo con Washington, el escenario actual ya no sirve como para expresar la catástrofe de las magnitudes necesarias para pedir una intervención militar urgente, como lo hicieron dichos medios durante los últimos años.
Cotidianidad y «nueva realidad»
Pero no es solo en las informaciones financieras donde se evidencia una mejora.
Las ciudades se llenan de reactivación económica evidente. Comienza una seguidilla de grandes conciertos con artistas internacionales.’ Influencers’ visitan el país y constatan una realidad muy diferente a la de la «crisis humanitaria», nuevos emprendimientos inundan el comercio.
Lo que está en juego es la imagen de Venezuela en el mundo, que ha pasado de ser la de un país en eclosión a la de uno que se va reajustando a su «nueva realidad».
Y esta es la clave para entender este resurgimiento: Venezuela vive una nueva realidad totalmente incomparable con la Venezuela petrolera que existió desde mediados de siglo pasado hasta los primeros años de la segunda década del siglo XXI.
Con subidones y bajones, siempre relacionados con el petróleo, esa Venezuela en la que el gasto social era imponente, los sueldos eran de los más altos de América Latina y era un lugar de migración preponderante para la región y también para Europa, ya sencillamente no existe. Y aunque podría volver a existir, porque sigue siendo un país potencialmente petrolero, por ahora su economía logra salir a flote con nuevos ingresos, muchos de los cuales no están monopolizados por el Estado.
Por ello, la mejora económica aún no implica resultados favorables en las finanzas propias del Estado. En la crisis venezolana, la soga rompió por el lado más grueso, como era el Estado de bienestar.
Dicho Estado de bienestar esta actualmente debilitado in extremis, con muy poca capacidad de maniobra una vez venida la crisis y la liberalización, que conllevó un bajón exponencial de sueldos y salarios, la eliminación de impuestos a la importación, la eliminación de prácticamente todas las conquistas sociales y laborales y la imposición en el ámbito económico de la máxima liberal: «dejar hacer, dejar pasar».
Pero la apertura permitió que todos los sectores, incluyendo los de menos recursos, tuvieran nuevas formas de acceso a divisas y, con ello, pudieran superar la debilidad del bolívar y la asfixia internacional.
Hay que recordar dos fuentes de financiamiento que impidieron una crisis peor. La primera (y principal en su momento) fueron las remesas, que se constituyeron en el primer ingreso no petrolero de importancia y llegaban de manera directa a las familias. Luego, con la eliminación de impuestos, gran cantidad de personas, incluyendo los sectores populares, comenzaron a comprar productos en la frontera para comerciarlo.
Con la recuperación económica o el reconocimiento de una nueva economía no ha vuelto el Estado de bienestar. Por ello, el principal problema ahora ya no es el de una «depresión» económica, sino el de la desigualdad social.
Así se derrotó el intento de bloquear la economía y el dólar fue corriendo por todo el tejido social después que el Estado despenalizó su uso.
Como decimos, con la recuperación económica o el reconocimiento de una nueva economía no ha vuelto el Estado de bienestar. Por ello, el principal problema ahora ya no es el de una «depresión» económica, sino el de la desigualdad social. Una nueva clase emergente viene a empoderarse como un actor económico (meramente importador y del sector comercio) y devela una nueva realidad que no se ajusta ya ni a la catastrófica de los medios ni a la Venezuela propiamente chavista, pero sí a la del resto de América Latina.
A esta etapa económica se ha llamado la «economía del bodegón», aunque se merece una categoría más compleja que incluya otras formas de acceso a divisas, como las mencionadas anteriormente, a las que hay que incluirle la exportación de oro y mercados emergentes como las criptodivisas.
Y es allí que se ampara la nueva imagen de Venezuela para hacer notar su relativa recuperación, efectivamente constatable, no solo por la existencia de la nueva clase, sino también por el mejoramiento de los ingresos de muchos de sus habitantes, sin desmeritar sectores depauperados que no pudieron acceder a las divisas debido a condiciones de edad o salud.
¿El Estado a la carga?
Desde comienzos de este año se viene preparando una reformulación del Estado que le permita posicionarse nuevamente como un actor económico de peso.
La medida más importante hasta ahora es la aplicación del Impuesto a Grandes Transacción Financieras (IGTF) aprobado por la Asamblea Nacional a comienzos de febrero. El Estado está retomando su papel recolector, tratando de pechar los dólares que se mueven en la economía y ganar algo del músculo financiero, que se le ha venido atrofiando.
El aumento de sueldos es otra señal. Ciertamente es aún muy incipiente. Ha pasado de 7 dólares a 30 dólares el mínimo mensual, pero es un indicio de que el gobierno va a operar en ese sentido, abandonando los discursos del «salario integral» que esgrimía cuando le reclamaban los bajos sueldos.
Resulta lógico pensar que en la medida en que se recuperan las finanzas con los nuevos impuestos y el hipotético aumento de la exportación petrolera, el gobierno seguirá subiendo sueldos para llegar a las presidenciales de 2024 con unos medianamente equiparable a los de la región.
Sin embargo, cabe aclarar que este sueldo mínimo opera para los funcionarios del Estado, puesto que los privados poseen sueldos bastante superiores. Y el sector comercio y la economía informal siguen siendo las grandes fuentes de financiamiento para la gente corriente.
Los sectores más vulnerables como jubilados, maestros, enfermeros, trabajadores del Estado, que solo viven de los ingresos del Estado, siguen subsistiendo de manera empobrecida. Esa es la base social con que contaría el chavismo para ir a unas presidenciales, por lo tanto es clave para el gobierno que esa situación comience a variar favorablemente.
Otro punto perjudicial que aún queda de lo peor de la crisis es el de los servicios públicos, que están desvencijados y no hay indicio de que esto cambie a corto o mediano plazo, salvo con aumentos o privatizaciones que no podrían pagarse en comparación con el sueldo del Estado actualmente existente. Es este uno de los nudos críticos a superar para sostener la idea de un ascenso sostenido.
Así las cosas, la economía en Venezuela va mejorando pero el Estado como actor económico apenas comienza a dar señales de vida y el Estado de bienestar aún se divisa muy lejano.