Por Lenin
I. A modo de ejemplo.
Imaginemos que un hombre asciende a una montaña muy alta, abrupta y aún no explorada.
Supongamos que ha superado increíbles dificultades y peligros y ha logrado alcanzar un punto mucho más alto que quienes lo precedieron, pero sin llegar todavía a la cumbre.
Se encuentra en una situación donde no solamente es difícil y peligroso avanzar en la dirección y a lo largo del camino elegido, sino francamente imposible. Debe volver atrás, descender, buscar otros caminos, tal vez más largos, pero que, sin embargo, le permitirán llegar a la cumbre.
El descenso desde la altura jamás alcanzada por nadie resulta para nuestro imaginario caminante más difícil y peligroso quizá que la ascensión; es más fácil dar un traspié, no es tan fácil ver dónde pisar, no se siente el singular entusiasmo tan habitual de las ascensiones directas hacia la meta, etc.
Es preciso ajustarse la cuerda a la cintura, perder horas enteras para hacer con la piqueta un escalón o un saliente al cual se pueda atar fuertemente la cuerda; hay que moverse con la lentitud de una tortuga: hacia atrás, hacia abajo, alejarse de la meta, sin saber todavía en qué terminará ese peligrosísimo y penoso descenso, o si encontrará algún rodeo seguro por donde puede volver a subir, más resuelto, más rápido y más derecho hacia la cumbre.
Sería casi natural suponer que un hombre que ha llegado a tan increíble altura, y se ha encontrado en tal situación, haya tenido instantes de desaliento.
Y es probable que esos momentos fuesen más numerosos, frecuentes y duros aún si oyera las voces de quienes desde abajo, desde un lugar lejano y seguro, observan con un catalejo el peligroso descenso, al cual no se puede llamar siquiera «descenso frenado», pues el freno supone un vehículo bien proyectado y probado, un camino preparado con antelación y mecanismos ensayados antes.
Pero aquí no hay vehículo, ni camino, nada en absoluto que haya sido probado antes.
Las voces que se emiten desde abajo son malévolas. Unas se alegran abiertamente; gritan, se refocilan: ¡ya se cae, y lo tiene merecido. Otras tratan de ocultar su malevolencia; imitan a Judas Golovliov: se afligen y alzan la mirada al cielo, como diciendo:
¡Por desgracia, nuestros temores se confirman! ¿Acaso no fuimos nosotros quienes pasamos toda la vida preparando un plan sensato para escalar esa montaña, quienes exigíamos que se aplazara la ascensión hasta que nuestro plan estuviera acabado? ¡Y si protestábamos con tanta porfía de ese camino que el propio loco abandona ahora (¡mirad, mirad, retrocede, baja, se prepara horas enteras para poder dar un solo paso, y antes nos insultaba con las peores palabras cuando exigíamos porfiados moderación y prudencia!), y si censurábamos con tanto acaloramiento a este loco y aconsejábamos a todos que no lo imitaran ni le ayudaran, fue sólo movidos por nuestra devoción al grandioso plan de escalar esa montaña y para no desacreditar, en general, ese grandioso plan!
Por suerte, nuestro caminante imaginario, en las circunstancias que hemos descrito, no puede oír las voces de estos «auténticos amigos» de la idea de la ascensión, pues, de lo contrario, tal vez le diera a él vértigo. Y el vértigo, según dicen, no contribuye a mantener clara la mente ni firmes las piernas, sobre todo a alturas muy grandes
II. Sin metáforas.
La comparación no prueba nada. Toda comparación cojea. Estas son verdades indiscutibles y conocidas por todos, pero no está de sobra recordarlas para presentar de modo más patente el alcance de toda comparación en general.
El proletariado de Rusia se ha elevado en su revolución a una altura gigantesca, y no sólo en comparación con los años de 1789 y 1793, sino también con el de 1871. Hay que darse cuenta, de la manera más serena, clara y palmaria, de qué es precisamente lo que «hemos hecho hasta el fin» y lo que no hemos hecho hasta el fin; entonces tendremos la cabeza despejada, no nos dará vértigo, ni nos haremos ilusiones, ni caeremos en el abatimiento.
«Hemos hecho hasta el fin» la revolución democrática burguesa con tanta «nitidez», como jamás se hizo en el mundo. Esta es una gran conquista que ninguna fuerza nos quitará. Salimos hasta el fin de la reaccionarísima guerra imperialista por vía revolucionaria. Esta es también una conquista que ninguna fuerza del mundo nos arrebatará, y una conquista tanto más valiosa que las matanzas reaccionarias imperialistas serán inevitables en un futuro próximo si se conserva el capitalismo; y no será tan fácil que los hombres del siglo XX se contenten por segunda vez con «manifiestos de Basilea» como los que los renegados, los prohombres de la II Internacional y de la Internacional II y media adoptaron para engañarse a sí mismos y engañar a los obreros en 1912 y de 1914 a 1918.
Hemos creado el tipo soviético de Estado, dando con ello comienzo a una nueva época histórica universal, a la época de la dominación política del proletariado, que ha venido a sustituir a la época de la dominación de la burguesía. Eso tampoco se nos puede quitar ya, pese a que «hacer hasta el fin» el tipo soviético de Estado no lo logrará en la práctica más que la clase obrera de varios países.
Mas no hemos colocado del todo siquiera los cimientos de la economía socialista. Eso aún nos lo pueden quitar las fuerzas hostiles del capitalismo agonizante. Debe tenerse clara conciencia de esto y reconocerse abiertamente, pues no hay nada más peligroso que las ilusiones (y el vértigo, sobre todo a grandes alturas).
Y no tiene absolutamente nada de «horrendo», nada que dé motivo justificado para el menor abatimiento, reconocer esa amarga verdad, pues siempre hemos predicado y repetido la verdad elemental del marxismo de que para la victoria del socialismo hacen falta los esfuerzos conjuntos de los obreros de varios países adelantados.
Seguimos estando solos, y hemos hecho increíblemente mucho en nuestro atrasado país, en nuestro país, más arruinado que otros. Es más, hemos conservado el «ejército» de las fuerzas revolucionarias del proletariado, hemos conservado su «capacidad de maniobra», hemos conservado la claridad de pensamiento, que nos permite calcular serenamente dónde, cuándo y cuánto debemos retroceder (para saltar con más ímpetu); dónde, cuándo y cómo precisamente tenemos que ponernos a rehacer lo que aún no está hecho hasta el fin.
Habría que tener seguramente por perecidos a los comunistas que imaginasen que se podría terminar sin errores, sin retrocesos, sin rehacer multitud de veces lo que no se ha hecho hasta el fin o lo que se ha hecho mal, la «empresa» histórica universal de acabar de colocar los cimientos de la economía socialista (sobre todo en un país de pequeños campesinos).
No han perecido (y lo más seguro es que no perezcan) los comunistas que no se permiten hacerse ilusiones, que no caen en el abatimiento, conservando la fuerza y agilidad del organismo para volver a «abordar desde el principio» la dificilísima tarea.
Tanto menos nos está permitido caer en el menor abatimiento, tanto menos fundamento tenemos para ello, puesto que en algo, con toda nuestra ruina, miseria, atraso y hambre, hemos empezado a avanzar por el terreno de la economía preparatoria del socialismo, mientras que a nuestro lado, en todo el mundo, países más adelantados, mil veces más ricos y poderosos en el aspecto militar, siguen caminando hacia atrás por el terreno de «su» economía capitalista, ensalzada y conocida por ellos, probada ya durante siglos.
III. Sobre la caza de zorros; acerca de Levi y Serrati.
Dicen que el método más seguro para cazar zorros es el siguiente: una vez descubierto, es rodeado, a cierta distancia, con una cuerda tendida a poca altura del suelo cubierto de nieve, a la que se han atado banderines rojos; temeroso del artificio evidentemente «humano», el zorro no sale más que por donde y cuando se le abre el «cerco» de banderines; y allí es donde lo espera el cazador.
Creyérase que el rasgo más marcado de un animal acosado por todos es la cautela. Pero resulta que también el «exceso de cautela» es un defecto en este caso. El zorro cae justamente por exceso de cautela.
Debo confesar que cometí un error en el III Congreso de la Internacional Comunista también por exceso de cautela. En este congreso yo ocupaba el flanco de la extrema derecha. Estoy convencido de que era la única postura acertada, pues un grupo muy numeroso (e «influyente») de delegados, encabezados por muchos camaradas alemanes, húngaros e italianos, adoptaban una postura de «izquierda» desmedida, de izquierda errónea: agitaron con demasiada frecuencia e intensidad los banderines rojos, en vez de analizar con serenidad la situación, no muy propicia para una acción revolucionaria inmediata y directa.
Por prudencia, preocupado de que esta desviación hacia la izquierda, errónea sin duda, pudiera imprimir una falsa orientación a toda la táctica de la Internacional Comunista, defendí a Levi cuanto pude. Sugerí que tal vez éste hubiera perdido la cabeza (no negué que la había perdido) por un temor excesivo a los errores de la izquierda, y sostuve que hubo casos de comunistas que perdieron la cabeza, pero que después la «recobraron». Admití incluso -ante la ofensiva de la «izquierda»- que Levi fuera menchevique, y señalé que tal supuesto no resolvía el problema.
Por ejemplo, toda la historia de los quince años de lucha entre mencheviques y bolcheviques rusos (1903-1917) prueba, y lo prueban también las tres revoluciones rusas, que, en general, los mencheviques estaban completamente equivocados y que, en la práctica, eran agentes de la burguesía en el movimiento obrero.
Este es un hecho indiscutible; pero este hecho indiscutible no elimina otro, el de que, en algunos casos, los mencheviques tenían razón, al oponerse a los bolcheviques, como, por ejemplo, en el problema del boicot a la Duma de Stolypin en 1907
Han pasado ya ocho meses desde que se celebró el III Congreso de la Internacional Comunista.
Nuestra discusión de entonces con las «izquierdas» ha quedado evidentemente superada: la ha resuelto la vida. Yo estaba equivocado en cuanto a Levi, pues éste ha probado luego con claridad que no pisó de manera casual ni transitoria el sendero menchevique en oposición al peligrosísimo error de las «izquierdas», que no «exageró la nota», sino que lo hizo, en virtud de su propia naturaleza, con premeditación y por largo tiempo.
Después del III Congreso de la Internacional Comunista, en vez de reconocer honestamente la necesidad de pedir que lo readmitieran en el partido, como debe proceder cualquiera que ha perdido momentáneamente la cabeza, irritado por algunos errores de las izquierdas, Levi comenzó a hacer mezquinas jugarretas al partido y a ponerle zancadillas por la espalda, es decir, comenzó a prestar en realidad servicios a los agentes de la burguesía afiliados a las Internacionales II y II y media. Por supuesto, los comunistas alemanes tenían toda la razón cuando contestaron hace poco a eso con la expulsión de su partido de varios señores más que apoyaban en secreto a Paul Levi en tan noble ocupación.
El desarrollo de los partidos comunistas alemán e italiano, después del III Congreso de la Internacional Comunista, muestra que no echaron en saco roto el error que las izquierdas cometieron en ese congreso y que lo van corrigiendo poco a poco, lenta pero constantemente; las resoluciones del III Congreso de la Internacional Comunista son puestas en práctica con lealtad. El proceso de transformación de unpartido europeo parlamentario del viejo tipo, reformista en los hechos y apenas teñido con colores revolucionarios, en un partido de nuevo tipo, en un partido revolucionario de verdad, comunista de verdad, es un proceso arduo en extremo.
Quizá el ejemplo de Francia es el que lo muestra con más claridad. El proceso de modificar el tipo de trabajo del partido en la vida diaria, de romper con la rutina, de convertir al partido en la vanguardia del proletariado revolucionario, sin que se aparte de las masas, sino, por el contrario, acercándose cada vez más a ellas, elevándolas hasta que adquieran conciencia revolucionaria, incorporándolas a la lucha revolucionaria, es el proceso más difícil, pero también el más importante.
Sería el mayor de los crímenes que los comunistas europeos no aprovecharan los intervalos (muy breves sin duda) entre los períodos de particular enconamiento de las batallas revolucionarias, como los que hubo en muchos países capitalistas de Europa y América en 1921 y principios de 1922, para llevar a cabo esta profunda y radical reorganización interna de toda la estructura y todo el trabajo de sus partidos. Por suerte, no hay razones para temerlo.
La silenciosa, firme, modesta labor, no muy rápida pero profunda, de crear en Europa y América auténticos partidos comunistas, auténticas vanguardias revolucionarias del proletariado se ha iniciado y prosigue.
Incluso algo tan trivial como la caza de zorros es de utilidad para sacar enseñanzas políticas: por una parte, la excesiva prudencia conduce a errores. Por otra, no se debe olvidar que, si en vez de hacer un análisis sereno de la situación, nos dejamos llevar por un simple «estado de ánimo» o nos ponemos a agitar banderines rojos, podemos incurrir en errores irreparables; podemos perecer donde no es necesario, ni una pizca necesario, pese a que las dificultades son grandes.
Paul Levi desea ahora hacer méritos especiales ante la burguesía -y, por consiguiente, ante sus agentes, ante la II Internacional y la Internacional II y media-, reeditando las precisas obras de Rosa Luxemburgo en las que ella estaba equivocada.
Contestemos a esto con dos líneas de una buena fábula rusa: a veces, las águilas vuelan más bajo que las gallinas; pero las gallinas jamás podrán elevarse a la altura de las águilas. Rosa Luxemburgo se equivocó en el problema de la independencia de Polonia; se equivocó al enjuiciar en 1903 el menchevismo; se equivocó en la teoría de la acumulación del capital; se equivocó en julio de 1914, cuando defendió con Plejánov, Vandervelde, Kautsky y otros la unidad de los bolcheviques y los mencheviques; se equivocó en sus escritos de la cárcel, en 1918 (por lo demás, ella misma corrigió, al salir a la calle, a fines de 1918 y principios de 1919, la mayor parte de sus errores).
Pero, a pesar de todos los errores, Rosa Luxemburgo fue y seguirá siendo una águila; y no sólo será siempre entrañable para todos los comunistas su recuerdo, sino que su biografía y sus obras completas (cuya edición demoran demasiado los comunistas alemanes, quienes sólo en parte merecen ser disculpados por la inaudita cantidad de víctimas que sufren en su dura lucha) serán utilísimas enseñanzas para educar a muchas generaciones de comunistas de todo el mundo.
«Después del 4 de agosto de 1914, la socialdemocracia alemana es un cadáver hediondo»: con esta máxima entrará el nombre de Rosa Luxemburgo en la historia del movimiento obrero mundial.
Mientras tanto, en el corral del movimientonobrero, las gallinas del tipo de Paul Levi, Scheidemann, Kautsky y toda su cuadrilla seguirán admirando, entre los montones de estiércol, por supuesto y sobre todo, los errores de la gran comunista. A cada uno lo suyo.
En cuanto a Serrati, hay que compararlo con un huevo podrido, que revienta con estrépito y un tufillo muy… penetrante. Es una verdadera joya hacer aprobar primero en «su» congreso una resolución que declara la disposición a someterse a la decisión del Congreso de la Internacional Comunista, después enviar a este congreso al viejo Lazzari y, por último, engañar a los obreros con el descaro de un chalán.
Los comunistas italianos cuentan ahora con un modelo práctico de truhanería política y de menchevismo a la vista de las masas obreras para educar a un verdadero partido del proletariado revolucionario. El efecto útil, repelente, de este modelo no se dejará sentir en seguida y sin dar antes en buen número reiteradas lecciones prácticas, pero se dejará sentir sin falta.
No hay que apartarse de las masas ni perder la paciencia en la ardua labor de descubrir en la práctica y ante los obreros de la base todas las tretas de Serrati; no caer en la tentación, demasiado fácil, pero la más peligrosa de todas, de decir «menos a» cuando Serrati dice «a»; educar constantemente a las masas para que adopten una concepción revolucionaria del mundo y prepararlas para la acción revolucionaria; aprovechar también con criterio práctico en la labor práctica las concretas y magníficas lecciones palmarias (aunque caras) del fascismo; entonces la victoria del comunismo italiano estará asegurada.
Levi y Serrati son típicos, pero no por sí mismos, sino como modelo contemporáneo del ala de extrema izquierda de la democracia pequeñoburguesa, del bando «de ellos», del bando de los capitalistas internacionales en pugna con nosotros.
Todo el bando «de ellos», desde Gompers hasta Serrati, se refocila, se regocija o derrama lágrimas de cocodrilo con motivo de nuestro retroceso, de nuestro «descenso», de nuestra nueva política económica.
Que se refocilen. Dejémosles hacer sus contorsiones de payasos. A cada uno lo suyo. En cuanto a nosotros, no dejaremos que hagan presa en nuestro pecho ni las ilusiones ni el desaliento.
No temamos reconocer nuestros errores ni tomarnos el trabajo de corregirlos reiteradamente, muchas veces, y llegaremos a la cumbre. La causa del bloque internacional que incluye desde Gompers hasta Serrati es una causa perdida.
Escrito a fines de febrero de 1922. Publicado íntegro por primera vez el 16 de abril de 1924 en el núm. 87 de «Pravda» y en el núm. 88 de «Izvestia del CEC de toda Rusia». Véase Obras Completas T. 44, págs. 415-423.
*Titulo original: Notas de un publicista