"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Política con Ética (Tanteo sobre la ‘buena política’)

Todo programa político digno de este adjetivo procura los medios para que todos los miembros de una sociedad determinada alcancen la felicidad, en un orden justo de relaciones interhumanas. En último término, el sentido verdadero de la política es el bien de todos, el bien común.

Hablar de ‘programa político’ es hablar de un modo de concebir la organización de un Estado. Esta afirmación puede sustentarse en una pequeña pero sustanciosa obviedad: que el vocablo ‘política’ viene del griego ‘polis’: el modelo de ciudad-estado que, en general, se dieron las comunidades helénicas desde, por lo menos, siete siglos antes de nuestra era. Así que, en su sentido originario, la voz ‘política’ designa los saberes, prácticas y estructuras relativas a la organización y conducción adecuadas de la polis.

Así, puede entenderse por ‘Estado’, en un sentido muy amplio, un modo de estructuración del espacio público: el espacio común a todas las personas que se adscriben a sus lindes: la res publica, aun cuando esa ‘cosa pública’, en algunos momentos de la historia y en algunas partes del mundo, se presente bajo la forma de un régimen monárquico. En este punto, las que se conocen como ‘república’ y ‘monarquía’ no presentan diferencias: ambas se dan como modos de articulación del espacio público, es decir, como variaciones del Estado. Por tanto, la afirmación formulada al principio puede traducirse de esta manera: todo programa político estimable se propone constituir un Estado justo, en el que todos sus ciudadanos puedan vivir una vida feliz.

Como puede observarse, esa tesis compromete de manera vinculante a la política con la felicidad. A reserva de que líneas abajo se aclarará la manera como aquí se entiende esta última noción, baste con señalar por el momento que ese compromiso opera como eslabón entre la política y la ética. Es decir: el hecho de propugnar una política para la felicidad presupone, en rigor, el necesario sentido ético de la política.

La pretensión pragmatista, ‘maquiavélica’, de una separación insuperable entre la ética y la política, se evidencia inconsistente, pues: 1. una política para la felicidad de los ciudadanos de la polis es una política obviamente subordinada al ethos de dichos ciudadanos, 2. toda idea teóricamente pertinente de ‘felicidad’ remite al ámbito del sujeto de esa felicidad y 3. decir ‘sujeto de la felicidad’ puede significar razonablemente algo como ‘ethos’, si se tiene en cuenta el sentido originario de este término griego.

En efecto, entre las acepciones que en sus orígenes tuvo la palabra ‘ethos’, se cuenta la de ‘morada interior’: una metáfora destinada a iluminar la idea de una realidad viva y dinámica, que toda persona descubre ‘dentro de si’, como sostén de su ser más real. ‘Ethos’ nombra, pues, nuestro modo de ser, aquello que nos constituye como personas, por lo que puede entenderse congruentemente como la base del carácter personal, entidad en la que, a su vez, radica la conducta, el modo de actuar y de conducirse de cada quien. Conforme con esa referencia etimológica, el vocablo ética designa, tanto la dimensión antropológica y práctica -es decir, la que refiere al plano del obrar de cada persona, en su relación consigo misma, con los otros y con la realidad en la que se mueve- del ethos como la ciencia que da razón de dicha dimensión. Esto permite aclarar que la noción de ética va mucho más allá de los preceptos implicados en un orden moral y de los sistemas deontológicos que establecen el deber ser de determinadas actividades, como por ejemplo los ‘códigos de ética’ de maestros, médicos, abogados y análogos.

Dado que la política es política para la felicidad o no es y la felicidad es obviamente un estado que atañe al ethos, a la interioridad de cada quien -pues ser feliz o estar feliz, equivale a ‘sentirse feliz’, esto es, a experimentar un goce interior, una armonía interna, una conciliación consigo mismo, como base y expresión de una conciliación con la totalidad-, salta a la vista en una primera instancia la liga íntima entre política y ética.

Pero ese vínculo entre ética y política no se limita a la identificación del ‘lugar humano’ en el que opera la felicidad a la que debe apuntar la política. No basta con señalar: 1. que el sentido profundo y verdaderamente humano de la política es la felicidad, 2. que la felicidad sólo puede operar en el ámbito del ethos y 3. que sólo puede hablarse de una felicidad del ethos, es decir, sólo se es feliz en el ámbito de la interioridad personal; por ende: 4. toda política genuina es radicalmente ética. Más allá de esa primera constatación, es menester considerar algunos de los aspectos más relevantes de esa relación entre la ética y la política eslabonadas por el desiderátum y aun el imperativo -para algunos pensadores, al menos- de la felicidad.

Recordemos, a tal fin, la tesis propuesta al principio de esta reflexión tentativa: todo buen programa político busca la justicia, el bien común, la felicidad de todos los miembros de una sociedad.

En su amplitud y generalidad, esa tesis engloba, al menos, los siguientes aspectos:

  1. La conjunción de la persona con referentes comunitarios integrados en el espacio público: la familia, el demos (tribu o barrio), la clase, grupo o estamento social y las instituciones públicas.
  2. La necesaria condición individual y colectiva de los tres términos puestos en relación: la justicia, el bien común y la felicidad.
  3. La conexión entre la praxis dirigida al logro de una justicia social, comunitaria, y la destinada a una ‘justicia personal’ -en el entendido de que un ethos articulado conforme con una ‘justicia de sí’ es ya una encarnación, a escala individual, de la justicia en el nivel del Estado y aun de una ‘justicia absoluta’, que estructura el orden del mundo en el que inevitablemente se coloca el orden social o estatal.
  4. La articulación de los deseos individuales y sus respectivas satisfacciones con los intereses de la colectividad: el ‘bien común’.
  5. La correspondencia entre la felicidad personal y la del conjunto de la sociedad.

Pero, antes de seguir por la ruta del desarrollo de esas consideraciones, es menester aclarar lo que aquí se entiende por justicia, bien común y felicidad.

Por lo general, el significado de la palabra ‘justicia’ que impera entre nosotros es el que abarcan las nociones de justicia distributiva y justicia retributiva: dar a cada quien lo que le corresponde, bien sea en el plano de la riqueza producida por medio del trabajo realizado personal y/o colectivamente (justicia distributiva), bien en el de la reparación de los daños sufridos por la acción injusta de algún prójimo (justicia retributiva).

Esa idea de la justicia es importante como referencia parcialmente reguladora de las relaciones interhumanas, vistas en abstracto; es decir, sin reparar en determinaciones como los poderes hegemónicos, en el plano político, y los intereses de clase, en el ámbito económico. Pero esa condición abstracta, esa indeterminación social, política y económica hace de esa idea de justicia algo en exceso limitado e insatisfactorio. Se impone, entonces, la necesidad de considerar ese reconocer a cada quien ‘lo que le corresponde’, en su contexto político, en el espacio público donde cada quien ocupe el lugar que le toca (por sus antecedentes personales y sociales -familiares, étnicos, de clase…- , por sus capacidades, por su vocación e inclinaciones, por el lugar que ocupa en la división de tareas inherente a toda sociedad, por las responsabilidades adquiridas ante ésta etcétera) y donde cada persona procura dar forma a un ethos propio, caracterizado por su justeza para consigo y por su compromiso de cara a su comunidad, así como por su voluntad de conciliación con la especie humana y el mundo.

Una visión más rica y compleja de la justicia invita, también hoy, a tomar en cuenta la necesidad de evitar y superar toda desmesura (hybris), tanto en el plano personal como en el colectivo, asumiendo como referencia absoluta la unidad, completud, cohesión, armonía y belleza del orden cósmico; es decir: procurando una concordancia entre microcosmos personal y cosmos universal. Sobre todo, exige tener presente la antigua certeza ético-política de que quien no cuenta con un ethos capaz de gobernarse a sí mismo no puede aspirar a hacerse cargo de ninguna instancia de la polis.

Marx denunció con sobradas razones la fuerte determinación ejercida por la lucha de clases sobre la justicia. Es innegable que, en muchos aspectos, la justicia es justicia de clase. Pero esta idea ya había sido vislumbrada por Platón, a juzgar por lo que éste pone a decir a Trasímaco, el antagonista principal de Sócrates, en su célebre diálogo La república: que lo justo es lo que conviene al más fuerte. Sin embargo, también es cierto que el Sócrates platónico desmonta con creces la falsedad propuesta por Trasímaco y, al hacerlo, tal vez se adelante en milenios a una reconsideración, en nuestro presente, de los nexos entre la justicia y las clases que alberga toda sociedad.

Hoy en día, se nota a las claras el vencimiento del historicismo inherente a la teoría marxista en torno a las clases sociales y a las luchas que sostienen entre sí. Lo menos que puede señalarse, a ese respecto, es que no se sostiene la tesis de un sentido de la Historia, realizado por un sujeto destinado a tal fin: la clase que, en pleno siglo XIX, Marx denominó ‘proletariado’, echando mano de un antiguo vocablo romano. Tampoco se mantiene en pie la idea de que la lucha de clases es el motor de la Historia, toda vez que ese fenómeno compite fuertemente con la dinámica de la voluntad de poder[*] en todos los ámbitos de la sociedad y de la existencia humana. En verdad, la lucha de clases, por momentos, incide con fuerza en el curso de la Historia y hasta puede verse como un modo del ímpetu (voluntad de poder, libido dominandi) por imponer los intereses egoístas de personas y grupos con posiciones relevantes en al economía y la política, pero exento de la determinación inexorable, que el economicismo y el historicismo marxistas adjudican a la realidad de las clases sociales y a las pugnas que libran unas contra otras.

Una mirada menos prejuiciosa al decurso del tiempo histórico permite observar que toda sociedad compleja comporta diferencias de clase en su seno; que ese fenómeno no tiene la connotación de ‘caída trágica’, casi bíblica, que adquiere en el relato historicista (con todo y el sentido soteriológico -es decir, redentorista- que le es propio); que la posición de clase y aun la identidad de clase puede ser asumida sin dramatismo en función de una razonable división del trabajo a todos los niveles (no sólo en el plano de la producción de bienes para la subsistencia); que la identidad de clase no es una determinación absoluta, por lo que no define inexorablemente las posturas político- ideológicas ni las actitudes morales ni los valores que cada quien asume (lo cual explica, por ejemplo, que existan burgueses afectos al socialismo, igual que trabajadores que ejercen prácticas aberrantes de cariz procapitalista); que la situación de clase puede ser vista como una sana referencia de distinción y no como una inexorable maldición que habría de implicar necesaria y universalmente sometimiento o dominación y explotación enajenante; que la existencia de las clases comporta conflictos de intereses (lucha de clases) sin que ello derive por fuerza en la destrucción de una por otra ni en el desconocimiento de las funciones que cada una de ellas desempeña en una sociedad dada; que, contra lo que sucedía en los tiempos de Marx, los trabajadores industriales han perdido peso social y político en la misma medida en que lo ha venido haciendo el propio sector industrial, sobre todo, ante el sector terciario de la economía; que, en la mayoría de los países, el campesinado se ha convertido en un segmento social insignificante; que los proyectos revolucionarios impulsados durante el siglo XX, con el bolchevique a la cabeza, estuvieron muy lejos de dar pie a formaciones sociales sin clases y, al contrario, generaron sus propias estructuras de clase (funcionarios del partido de Estado, burócratas, ‘nomenklaturas’ acaparadoras de los poderes fácticos etcétera); que en los últimos tiempos han surgido nuevos agentes sociales, que mantienen de modo sui generis la gran división entre ‘patricios’ y ‘plebeyos’, entre oligarcas y pueblo llano, entre ricos y pobres, con todas las subdivisiones asociadas a esos grandes bloques polares, con innegables implicaciones en los planos social, político y moral…

De lo dicho se desprende, entonces, que:

  1. Un Estado o polis o sociedad que merezca el calificativo de ‘justo/a’ se sustenta en ciudadanos dotados de un ethos justo.
  2. El ethos justo se funda en disposiciones personales positivas, lo mismo que en un proceso vitalicio de articulación y consolidación de sí; es decir: venimos al mundo con un modo de ser no del todo consumado; más bien, siempre abierto a ‘hacerse’, a constituirse, por medio de la praxis adecuada -‘virtuosa’ diría un antiguo-, en relación con los demás miembros de la sociedad.
  3. Aspectos como la identidad de clase y referencias sociales objetivas afines pueden condicionar la constitución ética de cada quien, pero no la determinan inexorablemente. Hay, pues, una independencia relativa del ethos con respecto a cualquier realidad ‘exterior’ y factor heterónomo.
  4. La realización práctica de los intereses individuales, grupales, de clase y comunitarios es, a su vez, condicionada por el ethos de la persona que actúa como tal y como agente social. Esto equivale a decir que la praxis, en los planos de la economía, la política, la cultura y la sociedad, tiene un carácter ético. Es por demás conveniente y deseable que ese radical condicionamiento ético de las diversas dimensiones de las prácticas sociales sea lo más profundo, amplio y dinámico y rico posible. Por lo demás, ésa es la manera concreta de superar en los hechos la calamitosa disociación entre ética y política propuesta por los Trasímacos habidos y por haber y teóricamente ‘dignificada’ por plumas como la de Maquiavelo.
  5. Las determinaciones históricas y sociales del ethos individual (como la pertenencia a una clase o el lugar en la división general de las tareas, entre otras) pueden ser trascendidas por una correspondencia con el orden de universo, asumido como concreción permanente de una justifica absoluta: consonancia entre microcosmos individual y cosmos universal.
  6. La consistencia del ethos de cada ciudadano funda la solidez moral de la sociedad; razón por la que la dinámica siempre abierta, en permanente construcción, del cuerpo social se cimienta también en la constante recreación y transformación del ethos de cada ciudadano. Esto explica el hecho de que no pueda concretarse la transformación de las relaciones sociales vigentes en una sociedad, si ello no va aparejado con una modificación correlativa en el modo de ser y en las prácticas de sus integrantes.

Por su parte, la felicidad que, según se ha señalado, debe prodigar la política es un estado mucho más consistente que la simple satisfacción regular de los deseos del individuo o una situación de relativo bienestar debido a la materialización más o menos amplia de unos patrones de consumo definidos desde valores e ideales heterónomos (como, por ejemplo, los que propugnan entidades tales como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos -OCDE-, al Banco Mundial, la CEPAL, la UNESCO y afines, aparte de los medios de (in)comunicación y dispositivos análogos).

Por lo general, el lenguaje ordinario reserva la palabra ‘felicidad’ para nombrar estados de satisfacción debidos a la realización de valores poco consistentes -como, por ejemplo, la adquisición de cierto adminículo de moda, aunque prescindible, o un ostentoso automóvil o el acceso a un determinado estatus en una sociedad abatida por la mediocridad y una calidad de vida poco estimulante o cualquier otro desiderátum igual de banal). No es disparatado afirmar que el cumplimiento de deseos dirigidos a motivos efímeros, meramente materiales, frecuentemente dañinos para el sujeto deseante…

deriva en una falsa felicidad. En contrapartida a esa confusión, conviene reivindicar una idea radical de felicidad, lo más afín posible a lo que los griegos entendían como ‘eudaimonía’: el estado de posesión del alma por el ‘buen demonio’, el modo de estar en el mundo consistente en la preparación del ethos de uno para que pueda ser habitado por el ‘buen demonio’.

En un plano más determinado, la eudaimonía -en español existe ‘eudemonía’- comporta una serenidad, un dominio de sí, una armonía interior, un estado de satisfacción plena y duradera, como es dable esperar de la conciliación de uno consigo mismo y con el mundo. No debe extrañar, pues, que la felicidad entendida de esa manera haya sido estipulada, por la mayoría de las éticas más consistentes, como el bien supremo. Por lo demás, esto hace de la eudaimonía un bien realmente universalizable, cosa que no se puede decir de ninguno de los bienes materiales, por muy codiciados que sean, en razón de la condición efímera, inestable, relativista y aun particularista de su posesión.

Una felicidad egoísta parece un despropósito absurdo e inviable; pues, no se atisba la posibilidad de una satisfacción ética plena, duradera y profunda, en una situación en la que al mismo tiempo la persona feliz constata la ruina moral de los prójimos. Una verdadera eudaimonía impele al bienaventurado a proyectar su plenitud ética en los otros. Aun cuando, en situaciones extremas, el sabio mantiene su entereza y su talante feliz, lo más razonable, en unas coordenadas existenciales normales, es la articulación de una vida buena -un buen vivir, como prefieren decir algunos- sobre la base de la conjunción de un orden político y una organización comunitaria adecuados, con una praxis individual pertinente, es decir, éticamente consistente. La satisfacción ética resultante de esa interrelación es mucho más estimable que la derivada de experiencias vinculadas a la dinámica de ámbitos falsa o limitadamente comunitarios como el de la masa o el grupo sectario. La praxis radicalmente ética procede de un ethos sólido, que armoniza la dimensión racional y deseante de la subjetividad humana con la entrega a un entorno comunitario de referencia y a la especie humana.

Como se recordará, junto a la justicia y su fundamento en el ethos justo -es decir, el ethos atenido a la justicia absoluta-, está el ideal del bien común. Al comienzo de este discurso, se dijo que el sentido último de la política es el bien común. Es una manera de afirmar que la praxis política se justifica en la medida en que procura una felicidad o eudaimonía personal, encuadrada en una satisfacción general, colectiva. Ese estado ético es un modo notable del bien común y puede ser considerado como un momento de la realización del carácter universal del ideal de la felicidad, señalado líneas arriba.

Puede observarse, pues, que la noción de bien común no se limita, tautológicamente, al plano de la coparticipación colectiva en ciertos beneficios económicos y políticos. El bien común supone algo como una ‘comunidad de deseo’, la concordancia mínima de los deseos personales que confluyen en una sociedad, de modo que su satisfacción sea también compartida. Así, dado que todo deseo se presenta como apetencia dirigida hacia un motivo determinado, en el fondo del bien común debe suponerse una comunidad de motivos, que a su vez puede remitir a una comunión en los valores.

De acuerdo con eso, puede pensarse también que el bien común comporta un equilibrio en la trama de voluntades de poder que es toda sociedad. Por ello, el ideal del bien común asentado en una formación social determinada opera como referencia regulativa del despliegue de las voluntades de poder. En consecuencia, resulta inaceptable que ciertas voluntades de poder, a nombre de la ‘libertad de iniciativa privada’, se sientan con derecho a imponer sus designios y rebasen los límites de las demás voluntades de poder, sin admitir las contenciones que implica la conveniente procura del bien de todos. Nada justifica atentar contra el bien común y las apelaciones a la libertad con que suelen rodearse los casos en que ello tiene lugar son meramente retóricas, burdamente interesadas, ‘ideológicas’ en la peor acepción del adjetivo.

Aun cuando el asunto de la libertad merece tratamientos específicos, que en estas páginas no es posible efectuar, no estará de más dejar sentados por lo menos dos puntos: 1. que no es dable una libertad absoluta a escala de lo humano -dicho de otro modo: todo lo atingente a la libertad, en el ámbito de los seres humanos, es relativo- y 2. todo acto humano está sustentado en una voluntad de poder, que en todo momento se subordina a motivos no siempre comúnmente aceptables ni confesables, por lo que no pueden ser universalizables y coliden frontalmente contra el interés común. El despliegue de la lógica capitalista se rige, precisamente, por ese desdén egoísta del bien común, en nombre de una libertad que niega las voluntades con las que necesariamente convive. Esa manipulación calculada de un valor fundamental, como la libertad, ha alcanzado la condición de dogma indiscutible, bajo la especie de ‘libertad de empresa’, laisser faire, laisser paser etcétera y sostiene ideológicamente al neoliberalismo, la doctrima que ilumina la actual globalización del Mercado absoluto. Esa maniobra está, asimismo, en la raíz de un falsa contradicción, muy cara a los ideólogos liberales y derivados: la que supuestamente opondría la libertad y la igualdad.

El debate sobre tales asuntos casi no tiene límite y aquí no será posible dar un paso más en esa dirección. Tal vez sea más pertinente y efectivo recurrir a una casuística mínima que refute la presunta libertad absoluta de empresa, más allá de todo interés común. Por ejemplo, nada justifica que un consorcio de productos lácteos incremente sus capitales a costa de la destrucción de un sistema acuífero imprescindible para el desarrollo agrícola de una comunidad. Lo mismo cabe decir de una empresa que instala algo, de entrada, tan objetable como una fábrica de harina de pescado, sin reparar en la enorme destrucción de vida, riqueza y belleza que tal iniciativa trae aparejada. Por lo demás, es análogo -es decir, estructuralmente afín- el caso de los medios de (in)comunicación masiva, que generan miedo, rencor, odio, otras bajas pasiones y desinformación, a cuenta de una libertad de expresión que ellos mismos postulan como absoluta, sin fundamento alguno, por simple conveniencia egoísta. Los ejemplos podrían sumarse indefinidamente, pero sin necesidad heurística real, pues cada caso individual estaría concretando un atentado al interés común idéntico en lo estructural.

En tanto sea posible efectuar colectivamente los deseos coexistentes en una formación social y los valores que los cimientan, se puede hablar del bien común como fundamento de un programa genuinamente político y, en la medida en que de hecho se concretan social o comunitariamente, puede hablarse de una felicidad común o de un bien común que se realiza como felicidad común. Por lo demás, ése es el caso de cumplimiento pleno -o más cercano a la plenitud- del vínculo entre ética y política: cuando se conjuga el bien común objetivo (la justicia social, a la vez sustentada en el ethos justo de los integrantes de la comunidad y atenida a la justicia absoluta), con el bien común subjetivo (la eudaimonía personal que se proyecta en la felicidad de los con-ciudadanos, los prójimos, los otros miembros de la sociedad).

De lo dicho se colige que, según se realiza la justicia a escala personal y social, se sientan por fuerza las bases objetivas para el cumplimiento del desiderátum -y, tal vez, también el imperativo- de la felicidad. Esto pone de bulto el nexo inevitable entre la política y la ética, puesto que el orden de la política -que es el orden de los agentes, las prácticas y las relaciones justos- cimienta la experiencia de la felicidad -que sólo puede darse, registrarse, vivirse, en el terreno del ethos, de la morada interior o el modo de ser raigal de cada quien. Así es como puede decirse que, necesariamente, hay ética en toda verdadera política; pues, la justicia inherente a la buena política se vive como satisfacción del ethos, es decir, como felicidad.

Es fácil intuir las grandes dificultades que comporta realizar esa ‘buena política’, esa política radicalmente ética. En Occidente, Platón es quien primero y acaso con más profundidad y amplitud demuestra la conciencia de la distancia que separa el anhelo de una sociedad justa y feliz de su instauración firme y duradera en este mundo. Diálogos como Gorgias, República, Político y Leyes demuestran los alcances trágicos de esa lucidez, toda vez que su autor debió batirse entre la fe ‘utópica’ en la posibilidad de una polis idónea y las adversidades de la política real, en medio de las crisis sociales de un orden helénico que se precipitaba a una irrefrenable decadencia, a partir del siglo IV a. C.

Ese hiato entre el deseo de una buena política o, cuando menos, de una política que aspira siempre a lo mejor y las posibilidades de su implantación en esta tierra nunca fue superado en la Antigüedad occidental. Cuando más, tales aspiraciones encarnaron en admirables figuras del estoicismo -Catón de Utica, Séneca, Marco Aurelio…- y del neoplatonismo -como era el caso del gran Plotino, entre otros.

A partir de san Agustín de Hipona, el cristianismo colocó la posibilidad de una política radicalmente justa en el reino de los cielos -en la Ciudad de Dios, el único lugar en que los débiles y los humillados de la tierra podrían compensar sus sufrimientos-, al tiempo que instauraba en la tierra una de las formaciones políticas más injustas de que se haya tenido noticia: el papado como continuación del proyecto imperial romano. Como se sabe, ese orden político, a un tiempo sacro y temporal, cubrió la larga etapa del Medioevo europeo y se mantuvo aun pese a los obstáculos y la merma de poder que para él supuso el impulso del protestantismo. Sin embargo, se debilitó significativamente, en la medida en que fue avanzando la Modernidad, ese nuevo envión civilizatorio, en el que el libre examen protestante, el neohelenismo renacentista, el escepticismo racionalista cartesiano, la cosmovisión burguesa, el espíritu ilustrado, una gradual secularización de la vida y el creciente ímpetu del ciencismo, de consuno con la expansión y consolidación de los burgos mercantilistas (con el indetenible proceso de urbanización del mundo que ello trajo aparejado), el surgimiento de ‘nuevos mundos’ a raíz de las empresas imperiales europeas, el incontenible ímpetu del modo de producción capitalista ligado a la revolución industrial y toda una serie de fenómenos económicos, sociales, ideológicos y políticos, que sería excesivo registrar aquí, confluyeron en un hito político, la Revolución Francesa, que no obstante tampoco concretó el reino de libertad, igualdad y fraternidad que prometía.

La burguesía dio al traste con la hegemonía espiritual cristiana en Occidente, tras una pugna de siglos, pero sus promesas de cariz revolucionario y progresista se evidenciaron carentes de viabilidad, desde el desengaño político-existencial que trajo consigo la Revolución Francesa y desde que el capitalismo mostró, con toda crudeza y virulencia, las contradicciones que constituyen y minan su ser, a partir de episodios como las revueltas de 1848, la guerra franco-prusiana y sus intersecciones con la Comuna de París y demás hechos históricos afines. En realidad, más que una ‘muerte de Dios’, como la proclamada por Nietzche, lo que el siglo XIX potenció y logró fue un derrumbe del predominio espiritual cristiano en Occidente, junto con un declive de la expectación milenarista ínsita en el cristianismo y también, de manera reactiva, el consiguiente impulso ulterior en pro de la resignificación de lo que Ernst Bloch llamó, con notable fecundidad, ‘principio esperanza’.

La referida deriva de la conciencia moderna y del espíritu burgués sepultó la gran esperanza de una redención humana en la tierra, que había relevado la expectación milenarista cristiana y sus tenaces -aunque siempre marginales- proyecciones en el cristianismo oficial, sustentado en la prédica agustiniana en torno a la Ciudad de Dios. Los socialismos utópicos, el marxismo, el anarquismo y corrientes afines procuraron llenar ese vacío, redimensionando cada una a su modo el principio esperanza. Ya para las dos últimas décadas del siglo XX, el saldo final de los intentos por concretar los programas político-sociales sustentados en las mencionadas doctrinas de redención de la humanidad en la tierra resultó claramente negativo. Como se recordará, en contrapartida, durante ese momento histórico se registró una suerte de resurrección del antañón capitalismo liberal, por completo reacio a otro fin que no fuese la generación y acumulación de capital sin cortapisas éticas, políticas, ecológicas, sociales y legales, bajo la bandera del neoliberalismo. Nuestra situación existencial, en esa hora aciaga, no podía ser más desoladora: el ideal de la emancipación terrenal del género humano recibió lo que parecía su puntilla histórica definitiva, al tiempo que la circunstancial hegemonía ideológica neoliberal se regodeaba en ese vacío, signado por la ‘economización’ totalitaria del mundo y de la vida, libre ya de todo compromiso por proponer algo que tuviese siquiera visos de esperanza, de expectación razonable por un mundo más humano, más habitable, en fin, algo que trascendiese mínimamente la lógica pura y dura del capital.

Si dejamos aparte algunos países -entre ellos, la actual Venezuela- la situación existencial e ideológica del mundo parece reducirse a la paradójica y deletérea conjunción de una inevitable latencia del principio esperanza con la trágica presuposición de su inviabilidad y, en no pocos casos, con la paralizante duda acerca de su conveniencia histórica. El innegable fracaso del ideal, del valor abstracto que los siglos XVIII, XIX y XX asumieron con el nombre de ‘Revolución’, en muchas regiones, ha derivado bien en una esperanza impotente, bien en una aspiración a ‘lo mejor’ sin base esperanzadora del todo razonable.

Sin embargo, también es cierto que la humanidad no se ha rendido ante las desoladoras expectativas que han venido acompañando al despliegue global del neoliberalismo y sus dogmas relativos al Mercado absolutizado. Después de todo, es claro que la historia no ha llegado a su fin, contra lo que pretendían algunos, en los eufóricos años en que se derrumbaba del ‘socialismo realmente existente’. En diversos grados y maneras, se ha mantenido una conciencia anticapitalista, pero sobre todo la Gran Recesión o crisis financiera de 2008 ha reforzado el anhelo de una opción distinta al capitalismo neoliberal. Se repotencia, así, una nueva reivindicación de los ideales socialistas, aunque se impone la prevención de que el socialismo de nuestro tiempo no puede ser una reedición del modelo bolchevique o soviético ni de ninguna de sus derivaciones.

El insostenible modelo económico basado en el neoliberalismo atiza la certeza sobre la necesidad de un cambio tan global como el actual capitalismo y no surge otra opción, a ese respecto, que alguna idea por imprecisa que sea de ‘socialismo’. Al margen de lo que pueda imaginar, hoy, cada quien, sobre lo que deba ser el socialismo de nuestro tiempo, es dable concordar ampliamente en la idea de una organización de la existencia humana basada en relaciones sociales que trasciendan a las que comporta el capitalismo, una ‘polis’ alternativa, una manera de vivir sustentada en la justicia, en una solidaridad estructural, en el bien común y la felicidad de todos, más allá de la inevitable existencia de clases sociales y de los previsibles conflictos entre sí. Desde una honestidad y una sensibilidad humana mínimas, resulta casi obligante admitir que sólo un modo de organización de la vida realmente comprometido con la justicia, con un equilibrio entre satisfacciones personales e interés común y, consecuentemente, con la felicidad de todos los seres humanos, podrá garantizar la continuidad de la especie humana y de la vida en el planeta.

Una formación social así se presenta a la imaginación político-utópica más como un proceso dinámico que como una estructura rígida o un sistema ocupado en concretar fórmulas y modelos dogmáticos y heterónomos. Eso es lo que se aviene con un programa de sociedad en constante articulación de medidas de gobernanza justa a todos los niveles (economía, ecología, política, sociedad, cultura, orden público y todo lo que incluye la vida en formaciones sociales complejas) con una praxis justa, siempre recta, a escala individual; una praxis solidaria, ejercida desde un ethos bien articulado, comprometida con la justicia en sí y con sus avatares en el plano de las relaciones sociales y políticas -es decir, en ese sentido, una praxis socialista- y, por ello mismo, con la suerte de la comunidad de referencia, con la especie humana, con la vida en el planeta, con el interés común y con la felicidad de todos.

La praxis política entendida de esa manera -eso que, sin arrogancia ni

pretensiones vacuas, admite llamarse ‘buena política’- comporta una serie de

características:

  1. Se sustenta en un ethos cuya solidez y cumplimiento eudemonológico se cimienta en la reivindicación de valores éticos sublimes y en la entrega a los requerimientos de la sociedad que, en consecuencia, tiende a estructurarse conforme con políticas, normas y gobernanza justas. La consistencia de ese ethos no se alcanza y propaga socialmente con campañas en pro de valores y referencias morales positivas, sino con un largo y perseverante programa de formación que empiece en la familia y se proyecte hasta el individuo a un tiempo autónomo y solidario, con la ayuda de las estructuras educativas, los medios comprometidos con la buena política, la verdad, la alta cultura… y las instituciones del caso.
  2. Se ciñe al ideal de la justicia absoluta. Por ello, puede ser vista como la máxima expresión de la libertad en el plano de la praxis política; no porque se presente como realización sin obstáculos de la voluntad de poder, sino por todo lo contrario: porque resulta de la negación y superación de dicha voluntad, en términos de una consonancia con lo absolutamente libre, que es la justicia en sí, la justicia despojada de toda determinación particularista, arbitraria, egoísta, circunstancial…
  3. La realiza una persona que procura ajustar su pensamiento, discurso y acción a dicho ideal de justicia absoluta.
  4. Se presenta con un fuerte cariz utópico, entendiendo este adjetivo como una voluntad de motivación permanente hacia lo mejor.
  5. Aparece, por ello, como ‘utopía encarnada’, como realización, en la persona y en la vida misma de su impulsor, de un ideal de sociedad justa, socialista-solidaria, que se concreta y despliega en la medida en que transcurre su propia existencia.
  6. Es un proceder transclasista, aun cuando quien lo ejerce pertenezca por fuerza a una clase dada y experimente por ello los condicionamientos del caso. Su despliegue congruente, junto con las estructuras políticas y la gobernanza justas, es la base de un verdadero bien común y una felicidad colectiva.
  7. Representa una superación de la voluntad de poder egoísta, que de ese modo puede proyectarse en la sociedad como expresión concreta de esa posibilidad, en un mundo cuyo futuro depende del repliegue general de las voluntades de poder, por naturaleza egoístas, en favor de un ethos socialista-solidario. En consecuencia, la buena política implica virtudes como el desprendimiento, la abnegación, la entrega incondicional al bien común…
  8. La política con conciencia ética, la buena política deriva del despliegue o cultivo adecuado y simultáneo de la voluntad de saber y la voluntad de poder, que confluyen en el ethos, en la morada en que reside y se fortifica nuestro modo de ser. Ello supone un ethos de base que sostiene una praxis apropiada, al mismo tiempo que esa misma praxis nutre, dinamiza y consolida un ethos en incesante proceso de constitución.
  9. No se basa en la adquisición libresca de tesis éticas y políticas ni en la aceptación sacrificada de preceptos morales y/o normas jurídicas; aunque estas referencias heterónomas, si son justas, pueden ayudar a la conformación de un ethos político congruente, recto y feliz, el verdadero sustento de éste radica en una praxis constante y constituyente, un ejercitarse permanente conforme con criterios racionales, que llegue a convertirse en la ‘segunda naturaleza’ del agente ético.
  10. La buena política, la política radicalmente ética y sustentada en el ideal de la justicia absoluta, es un arte de cariz ético-político, una sabiduría crítico-creativa, un saber hacer abierto, no apegado a recetas, aun cuando le resulten muy útiles las referencias teóricas, científicas, de que pueda echar mano. Así pues, la buena política no se ejerce tras la adquisición de un título universitario ni de resultas de un mero activismo político sin soportes teóricos ni sustento crítico. Su base está, más bien, en una praxis plural, compleja y constante, que siempre procura lo mejor e incluso la correspondencia con el ideal de la justicia en sí. El arte de la buena política comporta el adecuado ejercicio de virtudes como la prudencia, la serenidad, la valentía, el justo medio y afines.
  11. En principio, un arte tan difícil y exigente sólo resulta accesible a un reducido número de personas, una verdadera vanguardia ética; pero ello no obsta para que sea asumible como ideal de vida política por toda persona, sin distinción de género, etnia, edad, origen de clase y cualquier otra referencia afín. La buena política y todo su riguroso fundamente ético se presentan como un ideal regulativo, un modelo de referencia para todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que son quienes pueden ir cimentando el proceso político-social justo, es decir, socialista-solidario.
  12. Ningún proceso político alternativo, transformador, puede prescindir de una vanguardia política; la que estas líneas han venido perfilando hace énfasis en la dimensión ética y eticista de dicha vanguardia, pero entiende esa condición no como signo de superioridad social ni de privilegio político, sino -al contrario- como rasgo de humildad raigal y entrega abnegada a la comunidad, la especie y la totalidad de lo real, en sí mismo justo y supremamente vital.
  13. La reivindicación de una vanguardia ética no exime a quienes no logran integrarla de sus responsabilidades éticas. Hay grados de compromiso ético con la comunidad, con la especie, con la vida. El primer nivel en esa escala es el del compromiso ético con uno mismo, como condición y base para una entrega al ámbito del otro y lo otro. Ahí empieza la consolidación de un ethos socialista-solidario y las proyecciones de ese proceso son vitalicias, cuando se trata de un ethos bien constituido.
  14. Un ideal ético como el aquí planteado ostenta ribetes de santidad. El ethos aquí propuesto es el ethos del santo, del que se cultiva a sí para después abnegarse, negarse a sí mismo, en favor de los demás. Es cierto que una vida santa de cariz socialista-solidario no es deseada para todos; no todo ser humano tiene una vocación tan absorbente, por lo que difícilmente será practicada por las mayorías. Sin embargo, siempre será conveniente que éstas cuenten con referencias positivas de este tipo; de ese modo, podrán contrarrestar el eventual influjo de formas de vida reñidas con toda ética seria y con la justicia, solidaridad, sentido comunitario… inherentes a toda política genuinamente socialista.
  15. Una ética radical -es decir, que remite a las raíces más profundas de lo humano, a la morada interior en la que habita nuestro modo de ser, al fondo del ethos- tiene como base una forma de vida que resulta de la transformación a fondo del modo de vida convencional del que anteriormente ha participado el agente ético de vanguardia. El nuevo modus vivendi, si es auténtico, expresa una congruencia entre pensamiento, discurso y acción.
  16. Una tal transformación de la vida, en pos del buen vivir y de la buena política, se concreta en el ámbito del ethos personal, pero eso no significa que necesariamente prescinda de las determinaciones del entorno social. Al contrario, éstas pueden ayudar al proceso de superación de la propia voluntad de poder, raigalmente egoísta, como también pueden obstruirlo. En la medida en que signifiquen una ayuda y un estímulo, convendrá -y aun será indispensable- impulsar un combate perseverante, sistemático, contra ideales, valores y formas de vida banales, destructivos, antihumanos, en el terreno de los medios de (in)comunicación, de los sistemas educativos, los gremios y todo lo que constituye el espacio público, así como en el espacio semi-ínítimo ocupado por la familia.

 

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Un comentario

  1. Sin ser un experto en la materia, con el debido respeto quisiera agregar respecto al numeral 16 que: No tengo duda alguna que lo “político” en nuestro país está plasmado en La CRBV, que congruentemente busca refundar la Republica; contiene la reformulación (cambios radicales) de la forma de Estado, entendido como poder público y se plantean expresamente las formas de participación del entorno social. Veo con preocupación que es la raigambre egoísta, propia del poder, lo que no ha permitido la organización de los administrados.

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