Muchos comentaristas liberales y de izquierda han señalado cómo la epidemia de coronavirus sirve para justificar y legitimar las medidas de control y regulación del pueblo que hasta ahora eran impensables en una sociedad democrática occidental. ¿No es el cierre total de Italia un sueño húmedo del totalitarismo hecho realidad? No es de extrañar que (al menos tal como se ve ahora) China, que ya había practicado ampliamente modos de control social digitalizado, haya demostrado estar mejor equipada para hacer frente a epidemias catastróficas. ¿Significa esto que, al menos en algunos aspectos, China es nuestro futuro?
No es sorprendente que el propio Agamben llegara a esta conclusión: reaccionó a la epidemia de coronavirus de una manera radicalmente diferente a la de la mayoría de los comentaristas (1). Deploró las «frenéticas, irracionales y absolutamente injustificadas medidas de emergencia adoptadas para una supuesta epidemia de coronavirus», que es sólo otra versión de la gripe, y preguntó: «¿Por qué los medios de comunicación y las autoridades hacen todo lo posible por crear un clima de pánico, provocando así un verdadero estado de excepción, con severas limitaciones de movimiento y la suspensión de la vida cotidiana y las actividades laborales para regiones enteras?»
Agamben ve que la razón principal de esta «respuesta desproporcionada» se encuentra en «la creciente tendencia a usar el estado de excepción como un paradigma normal de gobierno». Las medidas impuestas permiten al gobierno limitar seriamente nuestras libertades por decreto ejecutivo:
«Es descaradamente evidente que estas restricciones son desproporcionadas con respecto a la amenaza de lo que es, según el NRC (Consejo Nacional de Investigación), una gripe normal, no muy diferente de las que nos afectan cada año. /…/ Podríamos decir que una vez agotado el terrorismo como justificación de medidas excepcionales, la invención de una epidemia podría ofrecer el pretexto ideal para ampliar dichas medidas más allá de cualquier limitación».
La segunda razón es «el estado de miedo, que en los últimos años se ha difundido en las conciencias individuales y que se traduce en una necesidad real de estados de pánico colectivo, para los cuales la epidemia ofrece una vez más el pretexto ideal».
Agamben describe un aspecto importante del funcionamiento del control estatal en las epidemias en curso. Pero hay preguntas que siguen abiertas: ¿por qué el poder estatal estaría interesado en promover tal pánico, que va acompañado de una desconfianza en el poder estatal («están indefensos, no están haciendo lo suficiente…») y que perturba la buena reproducción del capital? ¿Realmente interesa al capital y al poder estatal provocar una crisis económica mundial para revitalizar su reinado? ¿Son los claros signos de que no sólo la gente común, sino también el propio poder estatal está en pánico, plenamente consciente de no ser capaz de controlar la situación – son realmente estos signos sólo una estratagema?
La reacción de Agamben es la forma extrema de una postura izquierdista generalizada de leer el «pánico exagerado» causado por la propagación del virus como una mezcla de ejercicio de poder de control social y elementos de racismo descarado («culpar a la naturaleza o a China»). Sin embargo, esa interpretación social no hace desaparecer la realidad de la amenaza. ¿Esta realidad nos obliga a restringir efectivamente nuestras libertades? Las cuarentenas y medidas similares, por supuesto, limitan nuestra libertad, y se necesitan nuevos Assanges para sacar a la luz sus posibles usos indebidos. Pero la amenaza de infección viral también dio un tremendo impulso a nuevas formas de solidaridad local y mundial, además de dejar clara la necesidad de control sobre el propio poder. La gente tiene razón en responsabilizar al poder del estado: tienes el poder, ¡ahora muestra lo que puedes hacer! El reto al que se enfrenta Europa es demostrar que lo que hizo China puede hacerse de forma más transparente y democrática:
«China introdujo medidas que son poco probables que Europa occidental y los Estados Unidos toleren, tal vez en su propio perjuicio. Dicho sin rodeos, es un error interpretar reflexivamente todas las formas de detección y modelización como «vigilancia» y la gobernabilidad activa como «control social». Necesitamos un vocabulario de intervención diferente y más matizado»(2).
Todo gira en torno a este «vocabulario más matizado»: las medidas necesarias para una epidemia no deben reducirse automáticamente al paradigma habitual de vigilancia y control propagado por pensadores como Foucault. Lo que temo hoy más que las medidas aplicadas por China (e Italia, etc) es que apliquen estas medidas de manera que no funcionen para contener la epidemia, mientras que las autoridades manipulen y oculten los verdaderos datos.
Tanto la alt-right como la falsa izquierda se niegan a aceptar la plena realidad de la epidemia, cada una diluyéndola en un ejercicio de reducción social-constructivista, es decir, denunciándola en nombre de su significado social. Trump y sus partidarios insisten repetidamente en que la epidemia es un complot de los demócratas y China para hacerle perder las próximas elecciones, mientras que algunos de la Izquierda denuncian las medidas propuestas por el Estado y los aparatos sanitarios como manchadas por la xenofobia y, por lo tanto, insisten en dar la mano, etc. Tal postura pasa por alto la paradoja: no dar la mano y aislarse cuando es necesario es la forma de solidaridad de hoy en día.
¿Quién, hoy, podrá permitirse dar la mano y abrazar? Los privilegiados. El Decamerón de Boccaccio está compuesto por historias contadas por un grupo de siete mujeres y tres hombres jóvenes que se refugian en una apartada villa a las afueras de Florencia para escapar de la plaga que afectaba a la ciudad. La élite financiera se retiraría a zonas aisladas y se divierten allí contando historias al estilo del Decamerón. (Los ultra-ricos ya están llegando en aviones privados a exclusivas islas pequeñas en el Caribe.) Nosotros, la gente común, tenemos que vivir con el virus.
Lo que encuentro especialmente molesto es cómo, cuando nuestros medios de comunicación y otras instituciones poderosas anuncian algún cierre o cancelación, por lo general añaden una limitación temporal fija, informándonos, por ejemplo, que «las escuelas estarán cerradas hasta el 4 de abril». La gran expectativa es que, después del pico, que debería llegar rápido, las cosas vuelvan a la normalidad. De esta manera, ya me han informado que un simposio universitario en el que iba a participar acaba de ser pospuesto para septiembre. El problema es que, aunque la vida vuelva a la normalidad, no será la misma normalidad que antes del brote. Las cosas a las que estábamos acostumbrados como parte de nuestra vida diaria ya no se darán por sentadas, tendremos que aprender a vivir una vida mucho más frágil con amenazas constantes. Tendremos que cambiar toda nuestra postura ante la vida, ante nuestra existencia como seres vivos entre otras formas de vida. En otras palabras, si entendemos «filosofía» como el nombre de nuestra orientación básica en la vida, tendremos que experimentar una verdadera revolución filosófica.
Para aclarar este punto, permítanme citar descaradamente una definición popular: los virus son «cualquiera de los diversos agentes infecciosos, generalmente ultramicroscópicos, que consisten en ácido nucleico, ya sea ARN o ADN, dentro de una cubierta de proteína: infectan a animales, plantas y bacterias y se reproducen sólo dentro de células vivas: los virus son considerados como unidades químicas no vivas o a veces como organismos vivos». Esta oscilación entre la vida y la muerte es crucial: los virus no están ni vivos ni muertos en el sentido habitual de estos términos. Son los muertos vivientes: un virus está vivo debido a su impulso de replicarse, pero es una especie de vida de nivel cero, una caricatura biológica no tanto de impulso de muerte como de vida en su nivel más estúpido de repetición y multiplicación. Sin embargo, los virus no son una forma elemental de vida de la que se hayan desarrollado formas más complejas. Son puramente parasitarios; se replican a sí mismos infectando organismos más desarrollados (cuando un virus nos infecta a nosotros, los humanos, simplemente servimos como su máquina de copiar). Es en esta coincidencia de los opuestos -elemento y parásito- donde reside el misterio de los virus: son un caso de lo que Schelling llamó «der nie aufhebbare Rest», un resto de la forma de vida más baja que surge como producto del mal funcionamiento de los mecanismos superiores de multiplicación y continúa persiguiéndolos (infectándolos), un resto que nunca podrá ser reintegrado como el momento subordinado de un nivel de vida más alto.
Aquí encontramos lo que Hegel llama «juicio especulativo», una afirmación de la identidad de lo más alto y lo más bajo. El ejemplo más conocido de Hegel es «El espíritu es un hueso» de su análisis de la frenología en “Fenomenología del espíritu”, y nuestro ejemplo debería ser «El espíritu es un virus». ¿No es también el espíritu humano una especie de virus que parasita al animal humano, lo explota para su propia reproducción y a veces amenaza con destruirlo? Y, en la medida en que el medio del espíritu es el lenguaje, no debemos olvidar que, en su nivel más elemental, el lenguaje es también algo mecánico, una cuestión de reglas que debemos aprender y seguir.
Richard Dawkins afirmó que los memes son «virus de la mente», entidades parasitarias que «colonizan» la mente humana, utilizándola como medio para multiplicarse. Es una idea cuyo creador no fue otro que León Tolstoi. Tolstoi suele ser percibido como un autor mucho menos interesante que Dostoievski, un realista desesperadamente anticuado para el que básicamente no hay lugar en la modernidad, en contraste con la angustia existencial de Dostoievski.
Tal vez, sin embargo, ha llegado el momento de rehabilitar completamente a Tolstoi, su singular teoría del arte y la humanidad en general, en la que encontramos ecos de la noción de memes de Dawkins. «Una persona es un homínido con un cerebro infectado, que se ha convertido en hospedador de millones de simbiontes culturales, y los principales factores que hacen posible esta transmisión son los sistemas simbióticos conocidos como lenguajes»(3) – ¿este pasaje de Dennett, en “La evolución de la libertad”, no es puro Tolstoi? La categoría básica de la antropología de Tolstoi es la infección: un sujeto humano es un medio pasivo vacío infectado por elementos culturales cargados de afecto que, como los bacilos contagiosos, se propagan de un individuo a otro. Y Tolstoi va aquí hasta el final: no se opone a esta propagación de las infecciones afectivas una verdadera autonomía espiritual; no propone una visión heroica de educarse para ser un sujeto ético autónomo maduro mediante la eliminación de los bacilos infecciosos. La única lucha es la lucha entre las infecciones buenas y malas: El cristianismo mismo es una infección – para Tolstoi – es una buena infección. Tal vez, esto es lo más perturbador que podemos aprender de la actual epidemia viral: cuando la naturaleza nos ataca con virus, en cierto modo nos está enviando nuestro propio mensaje. El mensaje es: lo que me hiciste a mí, ahora te lo estoy haciendo a ti.