Hace ya nueve años que Gadafi fue asesinado en Sirte. Fue un 20 de octubre horrendo en el que el mundo vio en vivo y directo en transmisión vía streaming, el linchamiento de un gran hombre. El nivel de odio con el que actuaron sus asesinos, el detallado cronograma de torturas, procuró una larga y cruel agonía, para que aprendiéramos, sí, y para que a Hillary Clinton le diera mucha risa.
Meses antes, en marzo del mismo año, intelectuales de izquierda deliberaban sobre el destino de Libia, cuando ya era clara la ruta que tomarían los EEUU y la OTAN. Fue increíble que hubiera que debatir el tema para tratar de llegar a un acuerdo (al que no se llegó) para firmar una declaración solidaridad de esas que suelen firmar y que luego son engavetadas.
No había nada que debatir: Libia estaba bajo asedio gringo y la guerra estaba jurada. El pueblo libio todo corría un riesgo tan horroroso, que el más macabro de los imaginadores no pudo ni medio imaginar. Ahí solo había que ponerse en pie y rechazar todo lo que viniera del los gringos y la OTAN, directo, sin pasar por Go, pero no; una cierta y no poco numerosa intelectualidad de izquierda, que va a congresos de intelectuales a hablar cosas de intelectuales, estaba convencida de que Gadafi era un malvado dictador de derecha y que, aunque la OTAN sea el aparato de muerte del capitalismo, podía ser utilizada como trampolín para pescar en río revuelto, dejando que los marines apartaran a Gadafi y una vez fuera el Coronel, la izquierda exquisita intentaría impulsar una verdadera revolución de izquierda, a punta de declaraciones firmadas, desde algún centro de convenciones cinco estrellas.
Así fue. Por ahí flota ese documento nefasto firmado por lo más granado de la intelectualidad de izquierda contra el malvado Coronel que hizo de Libia el país con el índice de desarrollo más alto de Africa.
En esos tiempos participé en algunas de esas discusiones, como coleada de honor. Y mientras más se señalaba a Gadafi, más pensaba yo en mi Chávez, en su pragmatismo, en su chavismo con crucifijo, hoz, martillo, Bolívar, Cristo, Maisanta, Marx y Perón. Me imaginaba a esa intelectualidad que se juntaba para defender a la humanidad, discutiendo un día si nos salvaban la vida con una declaración o no, según la pureza marxista (inexistente) de nuestro presidente: un militar de pelo chicharrón que desafiaba al imperio, pero que no terminaba de nacionalizar la banca, ni de fusilar a la oligarquía parasitaria que siempre lo quería tumbar… Pensaba en la discusión oportunista (e inviable) de dejar que los marines hicieran lo suyo para ver si desde los escombros de los barrios venezolanos quizá se pudiera hacer una revolución de librito y con uranio empobrecido. Entendí ahí para qué servían. Supe que para nada.
Pasaron los años, y Chávez –al que respetaron porque Fidel les advirtió que era el Hombre que ellos y sus libros polvorientos no les dejaban ver– dejó a Nicolás Maduro en la conducción de esta lucha que libramos. El ataque a Venezuela recrudeció en medio de un giro continental, entre tibiezas y traiciones, a la derecha. Venezuela se convirtió en la lepra del mundo, la kriptonita de la progresía y no hubo político aspirante a algo que no barriera el piso con nuestro país. “No somos Venezuela” decían con risitas sobradas, desde la derecha hasta la izquierda. Nombrarnos solo servía para subir un escaloncito de engaño.
Al sector rentista de esa intelectualidad de izquierda –que no pelaba un congreso en Caracas, que más que congresos eran torneos de egos, con firmas y empujones para retratarse con Chávez, y luego con Maduro– cuando la cosa apretó, les llegó la amnesia y la grima y entonces, Maduro, el presidente que desafía a los dueños del mundo, –¡caramba!– no es marxista. Y aquí no hay bloqueo sino mala administración, corrupción y giro a la derecha y bla, bla, bla, bla, bla…
Alguno de estos personajes, que por cierto, me perseguía com mensajes directos por Twitter creyendo que yo lo podía colocar en algún lugar de relevancia; hacía esta semana piruetas analíticas para demostrar que el triunfo del MAS en Bolivia no era de los bolivianos, sino de gobierno del que supongo hoy chupa, o pretende chupar. Hablaba todo adornado de un gran eje progresista que salvaría a la humanidad donde ni Caracas, ni la Habana, ni Managua aparecían porque fo. Allá él y sus modos…
Y este es de los que hablan, y mira que hablan y escriben y dictan recetas infalibles; pero luego están lo callan y miran a otro lado. Y los peores, los que dicen que Maduro debe dejarse tumbar para que el pueblo heroico, luego de ser masacrado, pueda votar por el regreso del chavismo y todo quede como de película, que será filmada por alguno de estos pensadores, con fondos gubernamentales, en la Villa de Cine.
Entonces uno se da cuenta de que hay gente que ve a los pueblos como experimentos, como una cosa que está ahí para probar sus teorías: ¿Qué importaba que destruyeran a Libia? ¿Qué importaban los miles de muertos, los huérfanos, los mutilados, los esclavos en venta en las plazas si de ahí, quizá podría (y no pudo) germinar una “verdadera revolución de izquierda”? ¿Qué importan las masacres en Bolivia? ¿Qué importa que, en un supuesto negado, los chavista seamos exterminados como la derecha promete por escrito y bajo contrato, si al final, solo al final, sobre una montaña de cadáveres, puede elevarse la palabra de Marx?
Nunca creí que los intelectuales ni de izquierda, ni de derecha, pudieran salvar a la humanidad. Aunque ellos hubieran firmado cientos de declaraciones a favor de Gadafi y del pueblo libio, el destino de Libia parecía estar sellado. Una declaración con un poco de nombres de gente que lee mucho y escribe libros, no frena una guerra. Eso lo sé. El problema es que parece que ellos no lo saben.
Por mi parte, yo lo que soy es chavista y los chavistas sabemos que solo el pueblo salva al pueblo, sin firmas, sin viáticos, sin egos. Y desde aquí, aguantando un bloqueo sádico y criminal, seguimos convencidos, claritos, de pie luchando y venciendo, sin necesidad de certificados de pedrigree.