El capitalismo está atravesado de paradojas, contradicciones, aporías y antinomias. Quizá sea por ello que Carlos Marx utilizó la dialéctica del filósofo alemán J. G. Hegel como marco teórico para comprenderlo. Sin duda es una contradicción que la ideología del capitalismo se legitime con la idea del progreso y, al mismo tiempo, opere día a día con la noción de escasez. Si el desarrollo económico que se expresa en el crecimiento del PIB, se ha convertido en casi una religión moderna y las sociedades expresan su catarsis con los indicadores de crecimiento económico, entonces ¿cómo comprender las constantes apelaciones y referencias a la escasez en un contexto de crecimiento económico permanente? Si cada vez hay más riqueza, ¿cómo asumir el desempleo estructural y el avance de la pobreza?
Estas contradicciones se expresan con más nitidez en el mundo que emerge de la post-pandemia, porque ahora el capitalismo tiene la capacidad de crear una riqueza de magnitudes inéditas pero, asimismo, las distribuye tan mal que todos sus marcos institucionales están hechos para que esa nueva riqueza a medida que se produce vaya hacia arriba. El debate fundamental del siglo XXI es la equidad, es decir, ese cruce entre riqueza y justicia social.
¿Cómo lograr la equidad? El mecanismo para hacerlo se denomina política fiscal, y puede resumirse con la idea de cobrar impuestos a los más ricos y redistribuirlos hacia los más pobres. En el capitalismo tardío nadie propone confiscar la riqueza a los más ricos sino redistribuirlas hacia toda la sociedad. Ahí radican las posibilidades que las sociedades modernas y democráticas han construido para asegurar que el crecimiento de la economía pueda ser más justo, equitativo y solidario.
No obstante, y gracias al trabajo ideológico del FMI y del Banco Mundial, existe ahora la percepción en la sociedad de que la política fiscal es solamente una cuestión de contabilidad en la cual hay que cuadrar ingresos del gobierno con sus gastos, y evitar a toda costa el déficit fiscal porque supuestamente produciría más deuda y vulnerabilidad, y esa deuda pública, si es interna sobre todo, puede provocar inflación o, en todo caso, mayores impuestos. El FMI y el Banco Mundial han logrado transformar el sentido que tenía la política fiscal y la han puesto en contra de la sociedad. La política fiscal, en el capitalismo tardío, se utiliza para proteger a los más ricos y castigar a los más pobres.
Para evitar que la sociedad pueda discutir sobre política fiscal y política monetaria, también se optó por convertirlas en discursos excesivamente técnicos y fundamentalmente contables y matemáticos. En efecto, es difícil que la sociedad pueda entrar en un debate tan esotérico como la discusión sobre los multiplicadores fiscales, la equivalencia ricardiana, la represión financiera, entre otros aspectos teóricos y que se convierten en una discusión excluyente sobre un tema que, de hecho, concierne a todos. Así, las democracias modernas permiten que se discuta sobre todo, menos sobre lo más importante.
Pero hay que decirlo con toda claridad: el debate sobre la política fiscal, en realidad, es la discusión sobre la redistribución del ingreso y la posibilidad de la justicia social, la equidad y la solidaridad. La política fiscal y la política monetaria poco tiene que ver con la contabilidad de gobierno y mucho con la política, el poder y las clases sociales. En la política fiscal se concentra, en el siglo XXI, la disputa más importante de las sociedades modernas y democráticas: cómo redistribuir la riqueza de forma más equitativa y justa y, de esta forma, construir sociedades más equitativas y solidarias.
A nivel histórico, la discusión sobre la redistribución del ingreso pasó por la idea de hacerlo por la vía de una revolución social que permita transformar radicalmente los marcos institucionales y jurídicos que la sostienen, como fue la tónica en la primera mitad del siglo pasado, hacia una disputa por utilizar las instituciones existentes y resolverla desde ellas a través de la política fiscal.
La humanidad le debe al economista inglés John M. Keynes el marco teórico que permitió esa transición hacia las instituciones, especialmente la política económica, para redistribuir el ingreso y asegurar un crecimiento económico que permita mejorar las condiciones de vida de todos y cada uno de nosotros. Keynes no era socialista, pero fue muy inteligente al momento de comprender que hasta ese momento el marco teórico de la economía servía más para justificar el poder de las corporaciones sobre el mercado, que para comprender cómo funciona realmente la economía mundial y cómo puede ayudar a la sociedad. Sobre esa comprensión y esa crítica, quizá la más brillante que se haya hecho desde Marx en el siglo XIX, se pudieron situar los elementos teóricos para una nueva reflexión económica que es la condición de posibilidad para la emergencia y constitución de la política fiscal y la política monetaria. Sin el aporte de Keynes, no existiría la política fiscal, al menos en versión de redistribución del ingreso, y habría sido imposible la planificación descentralizada de la economía y la redistribución equitativa de los ingresos a través de los instrumentos y procedimientos de la política económica.
Fueron esas políticas denominadas keynesianas y su “déficit deliberado” las que produjeron lo que los europeos occidentales denominan las “treinta gloriosas”, en referencia a las tres décadas que van desde la última posguerra y que transformaron de manera radical a sus sociedades, hacia aquello que el economista John Galbraith denominaba las “sociedades opulentas”. Gracias a las políticas de inspiración keynesiana que se implantaron en virtud del New Deal propuesto por el Presidente F. D. Roosevelt, EEUU pudo convertirse en una potencia mundial y su modelo de vida pudo transformarse en un espejo en el cual la humanidad podía mirarse y reconocerse. Las políticas fiscales y monetarias de inspiración keynesiana posibilitaron que la humanidad cree algo hasta ese entonces inédito: el Estado de bienestar y un acuerdo social por mantenerlo, construirlo permanentemente y protegerlo de los intereses corporativos.
Pero ese acuerdo social y ese espejo se trizaron por la emergencia de la contrarrevolución neoliberal en el último cuarto del siglo pasado, que impuso nuevamente la doxa de la escasez y condujo a una concentración del ingreso que pone a la humanidad de retorno al capitalismo de inicios del siglo XX. Se le denomina capitalismo manchesteriano a ese capitalismo salvaje que pregona la idea de que cada uno tiene que salvarse a sí mismo y sin esperar ayuda de nadie, por su referencia a sus orígenes, los que fueran tan magistralmente descritos por el entonces joven Federico Engels, en su libro: La situación de la clase obrera en Inglaterra, y analizado por Karl Polanyi en su texto fundamental: La Gran Transformación. La ideología de la escasez y de esa guerra de todos contra todos, es decir el neoliberalismo, se ha convertido en la ideología dominante en el capitalismo tardío.
En efecto, es el neoliberalismo el que ha construido una falsa ideología sobre la política fiscal y ha demonizado al déficit fiscal y también al gasto corriente como culpable directo del déficit fiscal. Según sus propias prerrogativas de interpretación, y en especial del rol de su mascarón de proa, el FMI, el excesivo gasto corriente de gobiernos populistas e irresponsables, que gastan sin medida, sin transparencia y sin ningún tipo de disciplina, y solo para ganar una elección y perpetuarse en el poder, con un aparto burocrático gigantesco e inútil, y que en realidad suscita la corrupción, ha provocado que el déficit fiscal sea cada vez más alto y que la situación fiscal de esos países sea insostenible.
Es necesario, de acuerdo a la doxa del FMI y del Banco Mundial, reinscribir a esos gobiernos en la línea de la prudencia macroeconómica, la disciplina fiscal, la estabilidad económica y la responsabilidad gubernamental con las cuentas fiscales. Si hubo un excesivo e inútil crecimiento del gasto corriente, cabe entonces, según esta lógica, recortarlo y reducir el Estado a sus límites justos y prudentes. Surge, desde esta visión ideológica del neoliberalismo, la justificación de la reducción del Estado a través de políticas de ajuste que ahora el FMI las llama de una forma más políticamente correcta como “programas de consolidación fiscal” y cuyo decálogo se haría popular con el nombre de “Consenso de Washington”, teorizado por el investigador del Peterson Institute, John Williamson. No solo ello, sino porque llevaron la doxa neoliberal un paso más adelante cuando indicaron que la reducción del tamaño del Estado se convertía en condición necesaria y suficiente para garantizar el crecimiento económico. A esa noción aparentemente absurda se la conoce con el nombre de “ajuste expansivo”, y uno de sus proponentes más eminentes es el economista Alberto Alesina.
De acuerdo a esta idea, cuando un gobierno lleva adelante un programa de consolidación fiscal, esto es, un programa de ajuste, y reduce el Estado, es decir, despide trabajadores públicos en el sector de la salud, de la educación, de los servicios públicos, al tiempo que privatiza empresas públicas, entonces los mercados premian ese comportamiento, los agentes económicos reajustan sus expectativas y, además, cae el riesgo-país, que en realidad es una gentil invitación de los mercados financieros internacionales manejados por el capital especulativo, para que ese gobierno pueda empezar un proceso de emisión de bonos soberanos a tasas de interés que les permitan a esos mercados financieros generar grandes rentabilidades, y así las economías crecen. Esas medidas de ajuste y reducción del Estado son aplaudidas por el enorme aparato mediático-ideológico que es correlativo al neoliberalismo. Todo lo que vaya en contra la doxa neoliberal se denomina “populismo” y es sometido al estigma, anatema y censura.
Pero la consecuencia más dramática de ese discurso del Estado obeso, de la indisciplina fiscal, del excesivo gasto corriente, es que excluye a la política fiscal, que al momento es el único instrumento que tienen las sociedades modernas y democráticas, de la resolución de sus problemas de inequidad en la redistribución del ingreso y de garantizar la justicia social. Sin la posibilidad de utilizar la palanca más potente para asegurar equidad y justicia social, las sociedades modernas empiezan a acumular tensiones y conflictos que no pueden ser contenidos por sus respectivos sistemas políticos. El neoliberalismo pone así en contra de la propia sociedad su principal instrumento para resolver los problemas de la desigualdad en la redistribución del ingreso, la política fiscal cuando la adscribe y la pone a girar en torno a la austeridad. Cuando la política fiscal está en manos de los partidarios de la austeridad, ellos la utilizan a contravía de su sentido más importante. En vez de ayudar a resolver los problemas de redistribución del ingreso, más bien los agravan y permite su concentración en pocas manos.
Los servicios públicos decaen, las tarifas crecen, la pobreza se extiende, la situación de precariedad se acentúa, y el tejido social se desgarra. La austeridad está hecha no solo para disminuir la responsabilidad del Estado para con su sociedad, sino para extraer más excedente económico a través de incrementos de impuestos a los más pobres, al tiempo que reduce el Estado y lo enajena de su propia sociedad. En efecto, la sociedad ya no se reconoce en el Estado. Se convierte en un poder exterior a ella y aparece como violencia pura y coerción. Lo neoliberales han logrado justamente lo que querían y lo que justifica y legitima su discurso que opone la libertad de los individuos versus la coacción y el poder violento de Estado. Al despojar al Estado moderno de su ropaje de Estado de bienestar, solo queda su armadura de violencia y coacción. Es natural, por tanto, que la sociedad suscriba la reducción del tamaño del Estado porque se presenta hacia ella como un poder externo que la amenaza y que le genera un costo innecesario con su excesiva burocracia, papeleo e impuestos inútiles.
Sin embargo, al desaparecer la capacidad regulatoria del Estado y su posibilidad de redistribuir el ingreso, lo que emerge es un Estado hobbesiano de todos contra todos, y regulado estrictamente por relaciones de poder que se calibran y ejercen desde la lógica mercantil. Aquellos que pueden pagar un sitio en esa sociedad pueden estar relativamente cubiertos de la violencia hobbesiana de todos contra todos, pero su situación es insegura porque el momento en el que por determinada circunstancia dejan de pagar, esa vorágine de violencia hobbesiana los arrastra en su torbellino. Aquellos que no pueden pagar se convierten no solo en la carne de cañón del sistema, sino en su heurística más fundamental, en un mensaje evidente de lo que puede pasar si no se paga por permanecer en esa supuesta zona de confort.
La austeridad no es un discurso de contabilidad fiscal, sino un discurso político que altera las coordenadas fundamentales de las relaciones de poder dentro del capitalismo. La austeridad está hecha para alterar las reglas de juego y crear ese Estado hobbesiano de todos contra todos y extraer y fundamentar desde ahí las nuevas condiciones de las relaciones de poder. En ese Estado de violencia permanente, los sistema políticos no pueden soportar las demandas sociales por una mejor distribución del ingreso y por instituciones que protejan a su población, porque los recursos que podrían financiarlos y sustentarlos ya no están a disposición ni de la sociedad ni de su gobierno. Es normal y absolutamente explicable, en consecuencia, que las sociedades se opongan al retorno de aquello que Karl Polanyi denominaba el “molino satánico”, es decir, ese capitalismo despiadado que convierte a los seres humanos en puro engranaje en la maquinaria de la acumulación y la rentabilidad. Las sociedades expresan su descontento y por eso se movilizan contra el retorno del “molino satánico”.
Los gobiernos, ante esa movilización social, optan por cerrar todo espacio de discusión y debate público sobre la austeridad, y la confrontan directamente a través de la violencia del Estado. Pero la utilización de la violencia da cuenta de la pérdida de capacidad institucional, política e ideológica de los sistemas políticos modernos por resolver los conflictos sociales. Y tenemos sistemas legislativos y judiciales que no tienen ninguna posibilidad de controlar la excesiva violencia que los gobiernos utilizan en contra de sus propias sociedades, cuando estas reclaman por una más justa distribución del ingreso y se oponen a políticas confiscatorias de sus ingresos, sobre todo de los sectores medios y más pobres, y tenemos también marcos constitucionales que se ven rebasados por esa incapacidad de resolver los conflictos sociales que se derivan de esa concentración del ingreso dentro de las instituciones existentes. La violencia contra sus sociedades roza incluso lo tipificado como delitos de lesa humanidad, como ha sido el caso de la violencia empleada contra su sociedad por el gobierno de Iván Duque en Colombia, por ejemplo.
Esa violencia del Estado neoliberal contra su sociedad es para mantener cerrada la puerta de ingreso a la discusión sobre la vigencia de la austeridad y la necesidad de redistribuir el ingreso desde la política fiscal. Ante esa puerta se impone la presencia del poder mediático, el poder financiero, el poder militar y los sistemas políticos que hacen hasta lo imposible para que pueda ser siquiera entreabierta. Ellos se convierten en los cancerberos de la austeridad. No permiten el paso de la sociedad al debate sobre la pertinencia y justeza de la austeridad. Hay muchos ejemplos, pero de todos ellos hay uno que puede ser pertinente. En las elecciones presidenciales de Perú en 2021, un humilde profesor rural, Pedro Castillo, llegó al balotaje con la hija del ex Presidente Alberto Fujimori, Keiko Fujimori. Como se sabe, el ex Presidente Fujimori guarda prisión acusado de delitos de lesa humanidad, mientras que Keiko tenía abiertos varios procesos judiciales en su contra, y varios de ellos por corrupción, pero que no le impidieron ser candidata presidencial. No obstante, ante la sola presencia de Castillo y su propuesta de salir de la austeridad y redistribuir el ingreso, casi todo el sistema político del Perú, y todas las elites, incluso aquellas que supuestamente eran enemigos y opositores acérrimos a la familia Fujimori, hicieron causa común con Keiko en contra de Castillo. No les importaba las graves acusaciones de corrupción ni tampoco el pasado de su padre, sino que su prioridad era evitar a toda costa que gane un candidato que había propuesto como agenda política central la redistribución del ingreso.
Puede apreciarse que en el capitalismo tardío, la ideología dominante ha clausurado cualquier posibilidad a una mínima discusión de cambiar de orientación a la política fiscal y sacarla de su adscripción a la austeridad. Los sistemas políticos no permiten que la austeridad se toque. Se ha demonizado toda propuesta de redistribución del ingreso por la vía de la política fiscal, a la que se la otorga el sello de “populismo”, con las connotaciones de falta de transparencia, es decir, corrupción, irresponsabilidad, indisciplina fiscal, inestabilidad económica y falta de seguridad jurídica. Se cierran toda puerta y compuerta para discutir sobre la redistribución del ingreso. Curiosamente, la única salida que el sistema permite que permanezca abierta, es aquella del fascismo.
Emerge el fascismo como una respuesta natural a la ideología de la austeridad, de la doxa neoliberal y a la clausura definitiva de utilizar la política fiscal para redistribuir el ingreso. Y el fascismo no puede existir sin la creación de un enemigo al cual debe, necesariamente, destruir. Si a mediados del siglo pasado, el fascismo creó la imagen del judío como enemigo de la humanidad, al cual había que exterminar y negar toda condición ontológica de existencia, los fascismos del siglo XXI multiplican los enemigos: los migrantes, las mujeres, los GLBTIQ, los jóvenes, los adultos mayores, los indígenas, los intelectuales críticos, los artistas, en fin.
La conversión de la política fiscal en instrumento de la austeridad, no solo que permite la concentración del ingreso, sino que también es concomitante a la emergencia de los fascismos del siglo XXI. Cuando la política fiscal no puede dar salida a la redistribución del ingreso y más bien van en contra de los intereses sociales, las sociedades se tensan. La austeridad fractura y desgarra el tejido social y provoca la precariedad de todos y la emergencia de un ambiente hobbesiano en el que el hombre otra vez se convierte en lobo del hombre. Es en ese pliegue al capitalismo del siglo XIX, con una capacidad productiva del siglo XXI, que emerge el fascismo para consolidar y asegurar ese pliegue.
No es posible comprender al fascismo del siglo XXI sin su correlato de políticas de austeridad, concentración del ingreso, precarización y neoliberalismo. Si los fascismos del siglo XX tuvieron en los grandes grupos industriales golpeados por la paz de Versalles sus principales centros de referencia, para el fascismo del siglo XXI, sus centros de referencia son el FMI, el Banco Mundial, la OCDE, la Comisión Europea, entre otros.
En el debate sobre el Brexit, y con el expediente de Cambdrige Analytica, se pudo apreciar que los sectores conservadores pudieron ganar el Brexit con un discurso fascista: crearon un enemigo interno al que había que destruir porque era el causante de los principales problemas de su sociedad, en este caso ese enemigo eran los migrantes. La misma situación en las campañas presidenciales de Donald Trump en EEUU. Su discurso electoral fue también un discurso de odio y construyó el enemigo interno al que había que perseguir y eliminar: los migrantes. Construyó un muro en su frontera con México para evitar su entrada y auspició un estatuto de criminalización a la migración que incluyó también a los niños. Se trató, evidentemente de un discurso fascista. No obstante, tanto Inglaterra como EEUU son sociedades opulentas, con niveles de riqueza y productividad como nunca antes en su historia, y con plena capacidad de redistribuir esos ingresos sin que se alteren en absoluto las relaciones de propiedad y el estatuto de poder de los más privilegiados.
Los grandes medios de comunicación naturalizan el discurso fascista y con ello eluden y evaden el debate sobre la inequidad y la desigualdad social provocadas por las medidas de austeridad. Si ahora las sociedades modernas y liberales, son tolerantes con los fascismos del siglo XXI e incluso lo suscriben, es por el trabajo ideológico de los grandes medios de comunicación. Si la austeridad crea las condiciones de posibilidad para la emergencia del fascismo del siglo XXI, los medios de comunicación garantizan su expansión, legitimidad y naturalización.
La emergencia del fascismo altera la visión de la sociedad sobre sus verdaderas prioridades. El fascismo apela a la destrucción de los pilares fundamentales de toda convivencia democrática y de las instituciones modernas. Pero ahora se ha convertido en un fenómeno social y político ineludible. Está ahí, y justo porque está ahí, y porque representa una amenaza a toda la sociedad, esta no puede concentrarse sobre el necesario cambio de eje a la política fiscal para sacarla de esa fuerza de gravedad que es la austeridad y empezar a resolver sus problemas. El fascismo actúa como una especie de heurística del terror sobre la sociedad que le impide crear la suficiente fuerza social para alterar la deriva fiscal de la austeridad.
Por eso, la discusión sobre la política fiscal y la necesidad de alejarla de las nociones de la austeridad, se convierte ahora en una lucha contra el fascismo. A medida que la capacidad productiva del capitalismo se incrementa, y con ello también aumenta su capacidad de generar riqueza social, el discurso de la austeridad genera precariedad social, sin embargo las demandas sociales contra la precariedad se confrontan a un muro de granito de sus sistemas políticos que están cerrados a cal y canto a revisar la austeridad. La única puerta abierta que se permite es aquella del fascismo. Pero las sociedades no quieren salir por esa puerta, porque la memoria histórica les dice que esa salida conduce a una violencia que puede devorar a la sociedad en sí misma. Las sociedades apelan a la democracia, a la participación, a la justicia social, a la solidaridad, y lo hacen con el único mecanismo que tienen y que se expresa con su voz en las calles y plazas.
Las sociedades ahora apuestan por esa democracia del grito, que es justamente aquello que John Holloway quería decir con cambiar al mundo sin tomar el poder. Es esa democracia del grito la que produjo el cambio constituyente en Chile, que era la vitrina más importante del neoliberalismo. Es esa democracia del grito la que está provocando cambios tan fundamentales en Colombia, un país sometido a una guerra civil invisible desde hace más de medio siglo.
Las sociedades están agotadas de las promesas neoliberales que lo único que han provocado en las últimas décadas solo es precarización, concentración del ingreso y violencia social. Las sociedades han comprendido que el neoliberalismo no es la alternativa y apuestan ahora por otro mundo posible. Han logrado cambios que hace algunos años habrían sido considerados imposibles, como la obligación a pensar una nueva Constitución en Chile y desde la cual se pueda desarmar el andamiaje neoliberal y se pueda reconstruir la sociedad desde otros paradigmas, como aquellos del Estado Plurinacional.
La democracia del grito, ha logrado derrumbar las puertas de Jericó de sistemas políticos insensibles, corruptos y corporativos, y están logrando aquello que alguna vez predijo el ex Presidente de Chile, Salvador Allende, cuando mencionó a esas alamedas por las cuales transitarán los hombres y mujeres libres. Por una ironía de la historia, ahí donde nació el neoliberalismo en América Latina, en Chile, al parecer también será su término. Esas alamedas, empiezan a vislumbrarse. Ese otro mundo posible, empieza a construirse.