Lenin caracterizaba a Rusia como el eslabón más débil de la cadena imperialista, hace 105 años, no se reducía solo a los elementos económicos, como es usual en la ortodoxia, sino que pudo visualizar todas las contradicciones históricas que hicieron posible el triunfo de la Gran Revolución Socialista de Octubre.
En medio de la devastación de la I Guerra Mundial Rusia se encontraba en máxima tensión, entre una revolución burguesa y la víspera de una revolución proletaria, convulsionaba por el choque de dos revoluciones, no podía parar una y postergar la otra.
John Reed en Diez días que estremecieron al mundo ofrece un cuadro exacto y extraordinariamente útil de los acontecimientos -a decir de Lenin- para comprender aquella revolución.
Describe cómo las llamadas, peyorativamente, capas bajas salieron a la superficie con inusitada fuerza, cómo se cumplía lo esperado, las relaciones entre el débil gobierno provisional burgués y el pueblo en rebelión ocasionaba que cualquier acto que viniera de ese poder exasperara a las masas, y, en eso, cualquier negativa a actuar excitaba el desprecio, era el cuadro característico de las situaciones revolucionarias en donde los vacilantes tienden a quebrarse.
Los bolcheviques lograron los objetivos del poder porque estaban a la vanguardia del pueblo de toda Rusia, lo conducían acertadamente. Nunca buscaron transacciones con las clases poseedoras o con los diversos jefes políticos de esas clases, ni conciliaron con el antiguo aparato gubernamental, pero tampoco cayeron en el error de ponerse a ejecutar la violencia como una pequeña camarilla de aventureros.
No solo condujeron al pueblo ruso para que pudiera hacer realidad sus genuinas aspiraciones, principalmente las de las capas sociales más profundas, encauzándolo hacia la obra creadora de destruir el pasado al mismo tiempo que cooperaba, de manera colectiva y democrática, en la edificación de un mundo nuevo sobre las ruinas humeantes del viejo orden.
Lenin, que no era un pensador de academia sino un revolucionario dedicado a tiempo completo a sus responsabilidades, trabajaba con vehemencia por lograr en la práctica los objetivos de la revolución socialista. En cada etapa de la lucha trataba de que el marxismo acompañara, pero desde la reflexión profunda y creadora; jamás pretendió elaborar una teoría metafísica como acertadamente señalara Lukács; Lenin fue elaborando sus categorías al calor de la lucha de clases, jamás planteó una fórmula única aplicable en cualquier tiempo y lugar.
Así entendió, consecuentemente, la lucha del proletariado en el momento histórico preciso, cuando como actualidad práctica emergía al primer plano de la historia, y es por eso que en la víspera del glorioso 7 de noviembre, de aquel 1917, pudo quebrar todas las vacilaciones al escribirle al Comité Central:
“… Si hoy nos adueñamos del Poder, no nos adueñamos de él contra los Soviets, sino para ellos. La toma del Poder debe ser obra de la insurrección; su meta política se verá después de que hayamos tomado el Poder. Aguardar a la votación incierta del 25 de octubre (7 de noviembre) sería echarlo todo a perder, sería un puro formalismo; el pueblo tiene el derecho y el deber de decidir estas cuestiones no mediante votación, sino por la fuerza; tiene, en momentos críticos de la revolución, el derecho y el deber de enseñar el camino a sus representantes, incluso a sus mejores representantes, sin detenerse a esperar por ellos.”
Después de 105 años el Gran Octubre Rojo continúa estremeciendo el mundo, y mucho más hoy cuando los pueblos batallan duro por superar el viejo orden unipolar, cuando se encaminan a favor de construir un mundo multipolar justo y solidario.
06-11-22