Por Grisel Marroquí
Hace doce años el velo de la tristeza cubrió el corazón de los hombres y mujeres de los pueblos del mundo que te eternizamos en nuestras memorias. Fue la última vez que, entre lágrimas, desasosiego e incredulidad, porque siempre creímos que tu cuerpo era eterno, que no te podías morir, que no tenías derecho a dejarnos en la orfandad de la noche asombrados por aquella despedida entre recuerdos de una película de los años 80 “Fiebre del sábado por la noche”, haciendo chistes sobre el baile de la lambada, con la única intención de mitigar tu último adiós para no hacer sufrir a la gente de tu Venezuela amada.
Acompañado por los miembros del Consejo de Ministros, Nicolás Maduro, entonces Vicepresidente de la República Diosdado Cabello, Presidente de la Asamblea Nacional figuraban entre los actores del alto gobierno. Así pasaron los minutos suspendidos en la incredulidad, en la impotencia y en la rabia, dolidos, con el alma abarrotada de interrogantes, con el alma escondida en el desconsuelo de los deseos imposibles, absortos, petrificados por ese adiós innecesario, respirando inquietudes, temblores y melancolías. Allí estabas frente a nosotros con tus palabras sin ambages, pero con la sutileza de no herir a quienes te escuchábamos. Vestido de azul caribe y la franela roja cubriendo tu cuerpo enfermo y sin regreso, la Constitución en la mano, el Cristo redentor con el que perdonaste a los que intentaron asesinarte y sumieron la patria en un caos de locura y de sangre. No podía faltar la espada libertaria del guía de nuestra revolución: Simón, Simón, siempre Simón tutelando los pasos que quedaron inconclusos aquel 17 de diciembre de 1830 y que retomaste para que de nuevo tuviéramos Patria.
Con tu estatura de estadista nos hablaste de la economía, del impacto que ha tenido nuestra revolución tanto en América latina y más allá, de la política exterior, del rescate de las banderas desgarradas, mancilladas y pisoteadas de la patria. Del Plan de la Patria, de los que quieren destruir nuestros avances sociales, sobre todo hiciste hincapié en la imperiosa necesidad de la unidad, en las luchas, batallas y victorias de las fuerzas revolucionarias. Recordaste el diluvio que nos mandó el cielo aquel 7 de octubre donde resultaste vencedor por la voluntad de tu pueblo. El panorama electoral, las misiones. Referiste tu enfermedad dando detalles con la dignidad y la gallardía que caracterizan a los hombres como tú. Solicitaste la autorización para regresar de nuevo a la hermana Cuba a seguir los tratamientos y una nueva intervención quirúrgica. Nada se escapó en aquella proclama cargada de tus emociones, sentimientos, recuerdos y reconocimientos. Destacando la capacidad de trabajo y condición revolucionaria de Nicolás Maduro en la política exterior, nos solicitaste el voto para que lo eligiéramos como el nuevo presidente de la república. Así lo hicimos.
Finalmente, oímos en tu voz el canto revolucionario de los soldados tanquistas de Venezuela: Patria, patria querida, tuyo es mi cielo, tuyo es mi sol, patria tuya es mi vida, tuya es mi alma, tuyo es mi amor.
No sé cuántas horas transcurrieron de aquella mueca siniestra de la suerte como canta Gardel en el tango Sus ojos se cerraron. Lo cierto es que abrazada a mi hijo lloramos sin encontrar consuelo. Se iba para siempre el veguerito que imaginaba llegar a las grandes ligas. El vendedor de arañas, el de las alpargatas amarradas con la trenza de todos sus juegos infantiles, de sus aspiraciones, de sus sueños. El bisnieto de Maisanta, cuyo escapulario guardó en su pecho con la misma devoción y respeto que lo hiciera el Último hombre a caballo. El que conoció de cerquita las vicisitudes de su propia pobreza y la de la gente de su llano. El soldado que llenó de glorias las páginas de nuestra historia. El misionero del amor que dignificó la vida de los desposeídos y llevó más allá de nuestras fronteras las ideas integracionistas bolivarianas. Se iba el comandante hecho luz para seguir alumbrando el universo.
El domingo amaneció sin palabras. Aquel discurso se las había llevado todas como un torbellino que me arrastró sin piedad y sin mentiras hacia la incertidumbre del duelo. Salí a la calle envuelta en mis desconciertos por aquella noticia que me dejó vacía. Tomé un taxi y me dirigí al Cuartel de la Montaña, centro de operaciones de la rebelión del 4 de febrero. No había mejor sitio para deshilar mis tristezas.
La tarde comenzó a caer en anhelos de olvidos. Volví a mi casa. Terminaba de ver una obra en el teatro del absurdo.