Semanas atrás el senador republicano Tom Cotton, figura prominente en el comité de Fuerzas Armadas del Capitolio en Washington tuvo una larga intervención en la cual expresó la idea de que los altos oficiales militares han adoptado un nuevo rol en América Latina al ser garantes del orden constitucional frente a los reclamos de las sociedades. El legislador de Arkansas mencionó los casos recientes de Ecuador y de Chile, cuyos altos mandos militares, al igual que en el caso mexicano, tienen predilección por la educación del Pentágono.
Según Cotton, así como en la década del 70 los militares eran los interruptores naturales de la legalidad en la región, ahora, en este siglo XXI, se han convertido en los reaseguros de la misma. El caso de Bolivia estaría demostrando lo contrario. El fin de semana el presidente Evo Morales tuvo que renunciar porque, según el mismo declaró, recibió una amenaza del Ejército de su país que lo llevó a dejar el cargo para preservar la paz social.
La situación boliviana está más cerca de lo que escribió el periodista Max Fisher en The New York Times la semana pasada. El editorial titulado «Un juego muy peligroso: en América Latina los líderes cuestionados se apoyan en generales», analiza los riesgos de la centralidad que están adquiriendo los militares en las democracias de la región. Una advertencia que por estas horas adquiere una dimensión de realidad absoluta.
El tema no es para nada ajeno a México y su cotidianidad. Desde el inicio de la administración de Andrés Manuel López Obrador el mando militar actúa bajo la noción de que, ante la imposibilidad de resolver el drama de la inseguridad, al Gobierno no le ha quedado más opción que transferir esa responsabilidad a los militares y su conocimiento. Por cierto: un concepto que se cristaliza a diario en las reuniones matinales de seguridad, donde detrás de cada problema, el diagnóstico militar es que las autoridades civiles se equivocaron o fueron omisas.
El presidente conoce esa tesis y por eso el empeño en seguir sosteniendo a Alfonso Durazo, un civil, en la secretaria de Seguridad. No se trata de Durazo, sino de que los militares no reclamen ubicar a un general en esa dependencia estratégica. Desde el desastre de Sinaloa ya hubo dos propuestas muy discretas en Palacio Nacional y una de ellas llegó con el aval de una importante sede diplomática. A los dos días de ese movimiento el presidente dijo públicamente que en México no habría un «golpe militar».
Esa narrativa que viene con la carga de expresar que los uniformados no son infalibles se hizo presente en la audiencia a puertas cerradas que Durazo tuvo con un grupo de senadores hace dos semanas, donde por cierto reiteró que no renunciaba.
Ese encuentro dejó en el aire un dato curioso: en el último año del sexenio de Enrique Peña Nieto ya había sido girada a México la orden de captura contra figuras clave del cartel de Sinaloa. La orden llevaba firma de un juez del distrito de Columbia en EU. Según se dijo en esa reunión restringida, desde la Sedena llegó la recomendación de no actuar.
El Gobierno de Morena reaccionó de inmediato con la crisis boliviana. El canciller Marcelo Ebrard habló de golpe de estado y horas antes AMLO había dicho que Evo Morales «fue valiente» al preservar al pueblo ante una escalada de violencia. Los dos mensajes en realidad tienen a sus destinatarios fronteras adentro: el Gobierno se muestra duro ante cualquier interrupción al orden legal en la región y al valorar a Morales en realidad AMLO se reivindica así mismo por su decisión de liberar a Ovidio Guzmán y evitar que Culiacán estallara.