En poco más de una semana, la vorágine de acontecimientos en Perú configuró un escenario convulso y complejo. A la destitución de Martín Vizcarra como presidente de la república (acusado de «incapacidad moral permanente» por el Congreso), le siguió la imposición de Manuel Merino, quien pretendió gobernar en coalición con la más rancia derecha nacional.
Las maniobras de la clase política y la usurpación del gobierno en medio de una grave crisis sanitaria y económica a causa de la pandemia hicieron estallar la indignación popular, generando una ola de protestas que fueron reprimidas con brutalidad. La fuerza de la movilización desarrollada en todo el país obligó a Merino a renunciar a cinco días de haberse proclamado presidente, produciéndose un vacío de poder.
Tras una larga jornada de negociaciones, el Congreso proclamó presidente a Francisco Sagasti, diputado por Lima del centrista Partido Morado, quien deberá ejercer una presidencia transitoria hasta el 28 de julio del 2021, cuando entregue el mando a quien sea elegido presidente las elecciones de abril.
Lo acontecido esta semana, en términos de la profundidad de la crisis, masividad de las movilizaciones y confluencia de agendas desplegadas, requiere una explicación y un análisis que atienda a la coyuntura pero también a cuestiones estructurales, brindando algunas pautas para trabajar escenarios futuros.
En particular, existen dos ejes centrales para pensar el actual momento político. De un lado, los contornos de una crisis signada por el agotamiento del régimen neoliberal como forma de gobernabilidad y ordenamiento social. De otro, los escenarios que se perfilan a futuro, incluyendo el espacio para salidas transformadoras que contemplan el cambio Constitucional.
En el ejercicio de pensar ambos ejes de conjunto radica la posibilidad de arriesgar alguna hipótesis sobre lo que vendrá: la apertura de un proceso electoral como punto clave de un momento que termina… y de otro que puede empezar.
Un tiempo que termina: honduras y contornos de la crisis de régimen
A inicios de los 90, en una sociedad golpeada por el conflicto armado y la hiper inflación, los grupos de poder económico definieron una salida autoritaria a la crisis, colocando a Alberto Fujimori como punta de lanza de una coalición cívico militar destinada a aplicar las reformas neoliberales. El autogolpe de 1992, primero, y la promulgación de la Constitución de 1993, después, sepultaron un régimen estatalista y democratizador cuyo hito principal fue la Asamblea Constituyente de 1978.
El neoliberalismo «a la peruana» se instaló en lo ideológico, lo programático y lo societal, imponiendo una visión del Estado como mero promotor de la inversión privada, desarrollando una legislación y una institucionalidad favorables al libre mercado y expandiendo una racionalidad individualista que, en nombre del emprendedurismo popular, alentaba la informalidad y justificaba la desprotección social.
Con algún aggiornamento democrático, este régimen sobrevivió a la caída del fujimorismo y los grupos de poder económico continuaron gobernando. En esta nueva etapa, las élites aprovecharon los altos precios de los comodities en el mercado internacional para iniciar una carrera extractivista que avanzó en los andes y la Amazonía, trayendo buenas cifras macroeconómicas al tiempo que despojaba a pueblos indígenas y comunidades campesinas de sus territorios.
El nuevo período de «prosperidad falaz» ilusionaba a las clases medias y prometía inclusión vía consumo a los sectores urbanos populares. Mientras tanto, los grupos gobernantes abandonaron los burdos mecanismos de corrupción del fujimorismo para aceitar una sofisticada maquinaria de enriquecimiento ilícito que se valía de esquemas de contratación para robar al Estado. Las cosas le funcionaban bastante bien a las cámaras empresariales y demás grupos de poder, pero las denuncias de corrupción vinculadas al caso Lava Jato alteraron completamente el escenario.
El modelo neoliberal, ya desgastado por el declive del boom extractivo, sufrió un terremoto: todos los exgobernantes, que se turnaron el poder desde 1992, resultaron involucrados en sendos delitos de corrupción; todos los poderes del Estado se revelaron comprometidos con mafias, sobornos y componendas. Se abrió así una profunda crisis, que la renuncia de Kucinscky y el ascenso apurado de Vizcarra lejos de solucionar, apenas sirvió para salvar temporalmente una gobernabilidad que se caía a pedazos.
En medio de una sociedad hastiada de la clase política, Vizcarra hizo lo que pudo para salvar el régimen, gobernando para la CONFIEP al tiempo que confrontaba al fujimorismo cerrando el Parlamento y convocando uno nuevo con carácter transitorio. Pero el pésimo manejo de la pandemia y su propia incompetencia –signada por un entorno mediocre y sus propias denuncias de corrupción— terminaron por arrinconarlo. Vizcarra se vio cercado por grupos de interés, mafias y viejos políticos tradicionales que, desde el Congreso, no pararon hasta vacarlo y avanzar en copar el Estado.
Al aceptar la vacancia, Vizcarra cerró la puerta al último atisbo de legitimidad del modelo instalado en los 90. Lo que queda es la decadencia de un régimen que agoniza, desnudo, arrastrando en sus estertores a la moribunda institucionalidad democrática.
El autoproclamado presidente Manuel Merino se hizo de la primera magistratura aupado por una coalición de derechas emergentes y tradicionales que no midieron el contundente rechazo popular. O, que si lo hicieron, optaron por apuntar a consolidarse a sangre y fuego.
Las movilizaciones masivas, protagonizadas especialmente por jóvenes y estudiantes, fueron respondidas con fuerte represión policial. Pero la indignación ciudadana continuó, y resultó decisiva para la caída del efímero gobierno.
Así, luego de una accidentada negociación en un Parlamento tomado por mafias y grupos de interés, se designó como presidente transitorio a Francisco Sagasti: un diputado de centro derecha que ha asumido un discurso conciliador. No obstante, el momento político parece ser propicio para salidas transformadoras y por izquierda, que incluyen entre sus principales demandas un proceso constituyente que culmine en una Nueva Constitución.
Lo que puede empezar: escenarios de la movilización popular
Tras meses de parálisis y estupor por los efectos de la pandemia (que ubicó al Perú entre los tres países con mayor letalidad del mundo), la población se volcó masivamente a las calles. Durante esta semana de movilizaciones, la gente no exigía el regreso de Martín Vizcarra ni la instalación de un nuevo gabinete: demandaban la renuncia del golpista Manuel Merino y rechazaban a toda la clase política corrupta e indolente.
En una sociedad con partidos políticos prácticamente inexistentes y organizaciones sociales muy débiles, la amplitud y fuerza desplegada por la movilización ciudadana evidenció un potencial impugnador no visto desde hace décadas. En distintos lugares de Lima y las principales ciudades del país se organizaron cacerolazos, piquetes informativos y concentraciones a manera de marchas descentralizadas que recogían la indignación de los vecinos. Ni el terruqueo ni la brutal represión pudieron detener a las movilizaciones que, hasta el pasado lunes –día en que se nombró presidente a Sagasti— no daban muestras de aplacarse.
Con Vizcarra y Merino fuera de la presidencia y con un gobierno transitorio obligado a durar mínimamente hasta las elecciones de abril, puede vislumbrarse el inicio de un nuevo ciclo político y proponer algunos escenarios.
Una posibilidad –siempre abierta en Perú— es la estabilización continuista, que prepararía el terreno para una restauración del modelo con aires renovados otorgados por figuras que aparecen como nuevas en la política peruana, tales como Julio Guzmán o George Forsaith. Esa es la opción de los liberales peruanos, con el flamante presidente Sagasti a la cabeza, quien ya adelantó no impulsará el cambio de Constitución.
Al igual que en la transición de los 90, cuando colapsó el fujimorismo, las élites gobernantes apuestan por las «cuerdas separadas»: cambios en política institucional sin tocar el modelo económico. No obstante, a diferencia de aquella transición, ahora vivimos una crisis económica y social profunda, con un modelo desgastado que ha agudizado las desigualdades y una clase política de espaldas a la gente.
En este marco parece tomar fuerza un segundo escenario, signado por el cuestionamiento hacia el régimen del 92, la corrupción generalizada y la angurria de jueces, funcionarios y congresistas. Esta crítica frontal, si bien puede presentar tintes antipolíticos, tendientes a cuestionar la totalidad de los partidos, posee también un componente crítico que responsabiliza directamente a los grupos de poder (como la CONFIEP, o a los dueños universidades y farmacias que lucran con las necesidades del pueblo).
A diferencia de oportunidades anteriores, hoy está más presente la demanda de una nueva Constitución que reemplace a la impuesta por Fujimori y presente salidas de fondo a la crisis, marcando un nuevo pacto social con un Estado garante de derechos y no uno promotor de la inversión privada (como lo establece la Carta de 1993). En esta línea, resulta clave lo que puedan impulsar y organizar los sectores más politizados, las organizaciones sociales y los partidos de izquierda, ejerciendo una labor pedagógica y militante capaz de vincular la critica concreta a la clase política y las condiciones de vida con la demanda de un horizonte de cambio constitucional.
Perú y Chile fueron los dos países donde las élites golpistas gobernantes optaron por «constitucionalizar» el modelo neoliberal, colocando candados que hicieran muy difícil introducir cambios y reformas. En Chile, luego de treinta años y en medio de una revuelta generalizada, los candados saltaron y el pueblo en un referéndum optó por instalar una Asamblea constituyente.
En Perú, aunque el acumulado militante y organizativo no presente la densidad chilena, existe también un ánimo impugnador y destituyente que puede cerrar el ciclo neoliberal y acabar de abrir uno nuevo. La presencia de una nueva generación de jóvenes, que ha tomado las calles y no parece estar dispuesta a conformarse con arreglos superficiales, es decisiva. Pero será crucial, también, el modo en que se desenvuelva la campaña presidencial del verano 2021 y las narrativas y propuestas que puedan presentar las opciones progresistas.
Epílogo temporal: elecciones y salida por la izquierda
Con un gobierno de transición apenas instalado, un Parlamento que continúa tomado por mafias y una sociedad que apenas entierra los muertos de las protestas, el calendario electoral, que sigue corriendo, será decisivo para dirimir salidas a la crisis y catalizar la indignación popular en alternativas de gobierno.
Nunca antes la derecha, en sus distintas vertientes, había tenido tantos candidatos defendiendo la continuidad del modelo: están los neoliberales orgánicos al empresariado, como Hernando de Soto o Fernando Cilloniz, la versión más ligth, como George Forsait y Julio Guzmán, o los autoritarios populistas, como Daniel Urresti. Las opciones que tengan más posibilidades serán las que logren desmarcarse de la clase política y los precedentes gobiernos de derecha.
Así lo ha entendido Forsaith, un exarquero de Alianza Lima con la ambición suficiente para abandonar el municipio distrital que dirigía y lanzarse a candidato presidencial, jugando a ser el Nayib Bukele peruano. La otra opción de este espectro que cuenta con posibilidades es el Partido Morado, que tuvo un buen desempeño en la reciente crisis. Aunque su líder y candidato presidencial, Julio Guzmán, aparece desgastado, y el partido, en buena medida, deberá correr con los pasivos del gobierno de transición.
Desde el campo de izquierda, la dispersión no es nueva. Existen cuatro agrupaciones en carrera, la mayoría sin posibilidades, atrincheradas en discursos testimoniales, como Perú Libre, o subsumidas por egos caudillistas, como el Frente Amplio del excura Marco Arana.
La opción con mayores posibilidades es la coalición Juntos por el Perú, que presenta como candidata presidencial a Verónika Mendoza, a quien las encuestas –ya antes de la crisis— ubicaban segunda. Sin duda, la movilización y el malestar ciudadano frente a la clase política amplían las oportunidades de una izquierda que se ha mostrado conectada con la protesta popular proponiendo cambios de fondo, incluyendo una nueva Constitución.
El desafío pasará por consolidar una base de apoyo político y social que exprese la indignación y se articule a las demandas de los sectores golpeados por la crisis y movilizados por el momento político. Pero no será fácil: sobre esta opción arremete el establishment, que cuestiona permanentemente sus ejes programáticos. También militan en su contra los grandes medios de comunicación distorsionando la información, y una multiplicidad de sectores cavernarios, que apelan a las tácticas más sucias para mantener a la izquierda fuera del poder.
El verano electoral 2021 se anuncia intenso y podría ser el marco para iniciar un ciclo transformador que inaugure una convivencia de mayor justicia social y democracia. Hay vientos favorables en la región, como lo muestran la contundente aprobación de la Asamblea Constituyente en Chile y el triunfo de Luis Arce en Bolivia. Hay, también, una generación que ha tomado la palabra, salido a las calles y que no esta dispuesta a guardarse otra vez asestando los golpes definitorios al agonizante régimen del 92.
Próximos a conmemorar el bicentenario, quizás sea este el inicio de una segunda y verdadera independencia para Perú. Una independencia que pueda plasmar un nuevo pacto social en una nueva Constitución. Hay espacio para la esperanza.