Por Juan Carlos Monedero
Cuando el beneficio actualizado en el mercado es quien dirige el orden social, se socava la racionalidad y sus correlatos: la cooperación la empatía, la convivencia pacífica. Con el horizonte del consumismo y la lógica de que el pez grande tiene derecho a comerse al pez chico no se levantan sociedades virtuosas. El mejor antídoto contra el fascismo es el bienestar social.
El mundo occidental salió de la Segunda Guerra Mundial escorado a la izquierda. La derecha se había hecho autoritaria y perdió la contienda. El constitucionalismo de posguerra era social, igual que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. La crisis de 1973 -guerra del Yon Kippur, fin del acuerdo de Bretton Woods, quiebra del keynesianismo, golpe contra el socialismo democrático en Chile- abrió paso al modelo neoliberal de Hayek y Friedman (que había sido derrotado en los años 30 en favor del capitalismo social que proponían los “ordoliberales” alemanes).
Antes, la socialdemocracia alemana había renunciado al marxismo en Bad Godesberg, marcando el rumbo a toda la Internacional Socialista. Sin ideología propia perdieron el rumbo social. Hoy están desaparecidos de buena parte del mundo. El auge del fascismo siempre expresa un fracaso de la izquierda.
Esa deriva se consolidó tras el nombramiento de Juan Pablo II, las victorias electorales de Thatcher, Reagan, Kohl, Miguel de la Madrid o Felipe González y los golpes militares en el Cono Sur. El sentido común se estaba haciendo conservador porque alguien hizo todo lo posible para que eso ocurriera. “Mi gran obra es Tony Blair”, diría Thatcher orgullosa. Y la Escuela de las Américas enseñaba que quien protestaba contra el neoliberalismo era un subversivo.
El neoliberalismo -una venganza de las élites- abrió fronteras, privatizó los bienes públicos, desreguló el mundo laboral y convirtió a las finanzas en el nuevo demiurgo. Creó igualmente un sentido común donde todos debían pensarse como “empresarios de sí mismos”, individualistas y en competencia.
Hasta la socialdemocracia empezó a explicar que bajar los impuestos era positivo, aunque desapareciera la base fiscal de los Estados. La globalización, los paraísos fiscales, las bajadas de impuestos y el discurso contra lo público arrojaron a las sociedades a la intemperie del mercado. En ese “sálvese quien pueda”, los leones iban a imponerse. La puerta al fascismo estaba abierta.
El naufragio de los estados sociales y desarrollistas dejó a las mayorías a la deriva. Solo los más fuerte podían subirse a la balsa privatizada de la sanidad, la educación, las pensiones, el transporte o la vivienda toda vez que el puerto de lo público había sido desmantelado. Quien ofreciera una identidad fuerte y alguna certeza iba a ser escuchado como pasó tras la Primera Guerra Mundial. La frustración que genera el «no funciona» del ascensor social invita a la rabia, aún más si se desvían las culpas lejos de uno.
Si solo sobreviven los más fuertes, la política tiene que autorizar la violencia. La extrema derecha funciona como un ejército de ocupación: dictan las normas y los símbolos, señalan a los enemigos, castigan también a los tibios y su virilidad la expresan sobre los ocupados, especialmente las mujeres, último eslabón donde los vencedores hacen valer su dominio (por eso la defensa del “orden natural” donde la mujer vuelve a perder la condición de ciudadana).
El auge de la extrema derecha es ese lugar donde se juntan la retirada de lo público (que se justifica como la lucha contra el socialismo y el comunismo), el miedo a la pérdida de la identidad o del estatus social (construidos mediáticamente, especialmente apuntando a los inmigrantes y a los “malos” patriotas ), la incertidumbre hacia el futuro (donde la irrupción del feminismo y el reconocimiento del mundo LGTBi también despiertan una reacción patriarcal) y la incapacidad de la izquierda para construir certezas alternativas a las de la exclusión nacionalista de la derecha. La historia, decía Twain, no se repite pero rima.
@MonederoJC