Los «pocillos», platos y bandejas se hallaban regados en la mesa y en toda la cocina, el sacerdote culminaba el último padre nuestro y la movilización en la sala indicaba el fin del velorio. La mañana perijanera había reunido dolientes, amigos y conocidos para despedirlo. Juan permanecía junto a su madre y debajo de la fresca enramada.
Llegado el momento, cuando los «cargadores» echan al hombro el pesado ataúd que llevaría a su padre a la iglesia de Calle Larga, su llorosa compañera exclama con desespero, ¡no se lo lleven! ¡no se lo lleven!.
Juan, acatando la orden maternal atraviesa la «culata» y afincado en sus cotizas intenta detener la marcha funebre bloqueando con sus brazos la urna, ordenando a los «cargadores», ¡patlás, patlás!, dice mamá que ¡patlás, patlás!.
El intento de Juan de dar «marcha atrás» a la procesión de entierro que ya tomaba la calle fue en vano. Hubo de convencerlo del propósito inevitable de llevar a su padre al campo santo.
Reacciones como estas son propias de «deudos» desconcertados queriendo alargar la despedida final de un ser querido. Escenas como estas son luego narradas a quienes no asistieron a la ceremonia velorial.
Si gobiernos de países de la órbita imperial hoy deciden echarse ¡patlás, patlás!, después de haber reconocido un presidente que nunca ha existido más que en la mente de quienes no creen en la democracia, habrán sentado sin embargo un mal precedente, por irresponsables. El Reconocimiento a un Jefe de Estado es uno de los actos más riesgosos en el Derecho Internacional con comprometedores resultados.
Exonero a Juan por su inocencia y lealtad a su madre. Pero juzgo imperdonables a aquellos que por sumisión «reconocieron» a un impostor y que ahora buscan coger ¡patlás, patlás, patlás!.
¡ORGULLOSAMENTE MONTUNO!