Nota preliminar: el objetivo de la derecha internacional, de la cual Voluntad Popular, Primero Justicia y demás partidos de derecha en Venezuela son simples apéndices, no es el derrocamiento de Maduro. Si alcanzar la presidencia fuese su propósito, habrían participado en las elecciones del 20 de mayo de 2018 para intentar ganarla. Lo que en realidad buscan, apropiación de las riquezas energéticas, minerales e hídricas de por medio, es acabar con el proyecto de país y el sistema de derechos y garantías establecidos en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV). El proyecto político, económico y social de la derecha no es posible desarrollarlo bajo la vigencia de nuestra carta magna. Por esa misma razón, desde el mismo 6 de diciembre de 1998, todas sus acciones han estado dirigidas a derogar la CRBV por la vía violenta; la vía democrática, electoral, sólo ha sido utilizada cuando han creído que servía a sus planes. De allí que lo que está en juego no es el gobierno de Maduro, sino la República Bolivariana, con todo lo que ella significa.
Acá intentaremos dar algunas razones por las cuales creemos que, pese al asedio y la agresión permanente, la derecha no la hará caer.
La dimensión interna
Es bien conocida la frase de Clausewitz, según la cual la «guerra es la continuación de la política por otros medios». Con la llegada de Hugo Chávez al poder podría decirse que se invirtieron los términos de esta ecuación: la política dejaría de ser lo que fue [un sistema populista de conciliación de élites, según la clásica definición de Juan Carlos Rey] para ser concebida bajo los cánones del pensamiento militar, vale decir, del pensamiento estratégico. Es decir, la política no como producto del accionar y el encuentro más o menos azaroso de determinados actores con sus intereses, sino como el despliegue planificado de unos recursos cuidadosamente seleccionados para alcanzar unos objetivos previamente establecidos. Uno de ellos, la organización popular que ha permitido resistir los embates especialmente brutales de los últimos cinco años.
La derecha venezolana no lo ha entendido y es una de las razones que explican su continuo fracaso durante estos 20 años. El chavismo llegó al poder no sólo como producto del descontento de los sectores populares de Venezuela; convertirse en una opción con posibilidades reales de éxito pasaba por dejar de lado cualquier atisbo de improvisación. Definir el objetivo y trazar la estrategia fue lo que se hizo en la Asamblea Extraordinaria del MBR-200 el 19 de abril de 1997 en Valencia. Desde entonces, el chavismo se ha mantenido en el poder gracias al desarrollo de ese pensamiento estratégico. Ha habido fallas, errores, repliegues, desviaciones, traiciones, derrotas. Pero la República Bolivariana no ha caído. Tener claridad en los objetivos permite, por ejemplo, no caer en la provocación de apresar a Guaidó cuando regresó de su «gira» latinoamericana: el objetivo no es Guaidó; el objetivo es preservar la República Bolivariana.
La oposición, por el contrario, arropada por la soberbia y la arrogancia, se ha caracterizado más por un pensamiento táctico o «tacticista» que por uno estratégico. Claro que tiene un objetivo: derrocar al gobierno, derogar la CRBV, acabar con la República Bolivariana. Pero su incapacidad para desarrollar un pensamiento estratégico la ha llevado a creer que sólo con movimientos tácticos (el golpe de 2002, el sabotaje petrolero, los militares de Plaza Altamira, el referéndum revocatorio, la retirada de las elecciones, las guarimbas, el boicot económico, el sabotaje eléctrico y pare de contar) va a producir la caída del gobierno. Le es propio a este pensamiento tacticista la sobrevaloración de sus propias capacidades y recursos, el desconocimiento y/o subestimación del adversario, el inmediatismo o cortoplacismo («¡Chávez vete ya!», «En seis meses sacamos a Maduro», «El 10E termina la usurpación», «La ayuda humanitaria entra el 23F sí o sí», «Pronto iremos a Miraflores a buscar mi oficina»), la desorganización, la falta de liderazgo y consecuente falta de conducción o mando, la negación de los errores, la incapacidad para asumir responsabilidades.
A la carencia de un pensamiento estratégico por parte de la derecha venezolana se une la evidente situación de debilidad en la que se encuentra: 1.- debilidad orgánica, con partidos sin liderazgo, militancia o presencia destacada en los sectores populares, verdaderos cascarones vacíos; 2.- debilidad institucional, con escasa presencia en las instituciones del Estado venezolano (a excepción de Asamblea Nacional sólo tiene cuatro gobernadores, cerca de 30 alcaldes, muy pocos diputados regionales y concejales, poca influencia en la FANB y en sectores estratégicos como PDVSA); 3.- debilidad política: Asamblea Nacional en desacato, falta de autonomía e iniciativa (dependencia excesiva de Washington y Bogotá); 4.- debilidad social: escaso poder de convocatoria para sus movilizaciones y acciones de calle, a excepción de sectores radicalizados de las clases medias.
Es cierto que el poder real detrás de la derecha venezolana, los EEUU, sí que tienen un pensamiento estratégico. Lo muestra el mero hecho de emitir una orden ejecutiva que declara a Venezuela como «una amenaza inusual y extraordinaria» en momentos en los que incluso la retórica antiimperialista del gobierno venezolano no estaba en sus máximos. Una orden ejecutiva que ha permitido desplegar el conjunto de medidas coercitivas unilaterales[1] para asediar, agredir y asfixiar económica y financieramente a Venezuela, y que pretenden usar también para justificar una agresión militar extranjera. Pero estas medidas de agresión económica y la amenaza de uso de la fuerza militar no es más que la confesión de la debilidad interna de la oposición venezolana: no tiene la capacidad para derrocar al gobierno. Aún con la participación directa y descarada de los EEUU tampoco ha podido. Ni podrá, como argumentaremos seguidamente.
La dimensión internacional
No es exagerado señalar que desde hace algunos años viene cambiando la configuración del sistema internacional. La caída del Muro de Berlín, el derrumbe de la URSS y la desaparición del bloque socialista a finales de los ’80 y principios de los ’90 dejó a los EEUU prácticamente como la única potencia mundial, con un dominio hegemónico indiscutido en la escena internacional. Pero fue relativamente corto el siglo de la Pax Americana y la hegemonía esbozada en el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, documento elaborado en 1992 por Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz y compañía y que, a raíz de los atentados del 11/9, se convirtió en el manual de ejecución política del gobierno de George Bush. Con una Europa plegada a los designios de EEUU, los retos al dominio estadounidense vendrían de otras latitudes.
En agosto de 2008, la aventura militar del entonces presidente de la ex república soviética de Georgia, Mijaíl Saakashvili, para tratar de reconquistar Osetia del Sur marcó el regreso de Rusia a la escena internacional. En el campo económico, desde hace ya poco más de una década, el BRICS y especialmente China, suponen una amenaza seria al predominio de los EEUU en este campo. Como reseña esta nota de Misión Verdad, el BRICS «representa más del 40% de la población mundial y el 25% del PIB mundial»; mientras, todas las proyecciones estiman que actualmente China es el principal motor de la economía mundial, contribuyendo con un 31,5% del crecimiento del PIB global, y que se convertirá en la primera economía del mundo en los primeros años de la década del 2030, con un PIB que superará al de EEUU.
La decadencia de la influencia de EEUU a favor de Rusia y China se ha puesto de manifiesto durante los últimos años.
En el plano militar, las protestas del «Euromaidán» que se iniciaron en 2013 para derrocar a Víktor Yanukóvich en Ucrania desembocaron en un conflicto en la península de Crimea, cuya población y autoridades se oponían mayoritariamente al derrocamiento de Yanukóvich. Rusia ocupó militarmente Crimea y en pocos meses logró su separación de Ucrania y posterior adhesión a la Federación Rusa. Del mismo modo, la intervención de Rusia en el conflicto sirio desde el año 2015 ha supuesto su consolidación como potencia militar. A pesar de las fanfarronadas de Trump, es Rusia quien se lleva los créditos por la victoria sobre el Estado Islámico y el conjunto de países que veladamente le prestaban apoyo. El presidente Bashar Al-Asad ha recuperado el control de gran parte del territorio y ha fortalecido su posición al frente del gobierno sirio.
En el plano económico, EEUU —de la mano del intempestivo Trump— ha decidido iniciar una serie de guerras comerciales y arancelarias. Mientras Europa cede a las amenazas y la política de agresión comercial de Trump, China responde imponiendo aranceles a productos estadounidenses. Aunque aparentemente Donald Trump y Xi Jinping ha acordado una tregua, los expertos señalan que EEUU tiene esta guerra perdida o que «nunca ganaría una guerra comercial con China».
En cuanto a Venezuela, el día a día de la situación económica y política a veces nos impide ver más allá. Pero conviene prestar la debida atención a estos aspectos de la dimensión internacional. Al menos para quien escribe esta nota, en Venezuela no sólo se juega la continuidad de la República Bolivariana; también se decide la configuración del sistema internacional. Si EEUU podrá resistir el reto que suponen principalmente Rusia y China y, consecuentemente, logrará mantener su hegemonía como potencia mundial o si, por el contrario, estas tendencias de la política internacional terminarán por consolidar el regreso de Rusia y el definitivo ascenso de China. Dejar caer a Venezuela significará para las potencias euroasiáticas reconocer la supremacía de los EEUU. A juzgar por lo sucedido en el Consejo de Seguridad y las reiteradas advertencias de ambos países a los enviados de Trump, no parece que estén dispuestos a permitir que esto suceda.
En el corto plazo veremos una profundización de las presiones para asfixiar al país (no sólo al gobierno), pero no lograrán nada, más allá de endurecer las condiciones en las que se vive actualmente en Venezuela. Guaidó se irá desinflando (como antes le pasó a Ramos Allup, Borges y Barboza; y como a Capriles y Rosales antes de ellos) porque la oposición no tiene fuerza para derrocar al gobierno. No está claro que EEUU vaya a usar la fuerza militar (por presiones de Rusia y China, por falta de apoyo del Congreso y falta de consenso para su uso entre sus aliados en la región), así que las posibilidades de la oposición pasan por crear grupos violentos (como en Siria y Libia) que de algún modo generen una situación que devenga en conflicto armado interno, que es lo que presuntamente han intentado con los planes que adelantaba Marrero. Los llamados a marchar sobre Miraflores, más que crear el pretexto para que EEUU intervenga de manera mucho más abierta (lo cual es imposible porque es de donde se dirigen todas las operaciones contra Venezuela), lo que busca es generar un clima de violencia que permita alcanzar cierto consenso para que los organismos multilaterales (OEA, Consejo de Seguridad) autoricen el uso de una fuerza militar multinacional para intervenir en Venezuela (no parece que EEUU quieran lanzarse a la aventura solos).
Tanto el escenario interno como el internacional nos permiten ser optimistas con respecto a la continuidad de la República Bolivariana. Debemos advertir, sin embargo, que en todo análisis hay imponderables que imposibilitan hablar con total certeza. Para el caso que nos ocupa, es muy difícil predecir cómo actuarán Donald Trump y su equipo ante estos escenarios; la falta de información certera, los errores de cálculo, la arrogancia, la prepotencia, la desesperación y la visceralidad podrían llevarlos a decantarse por el uso de la fuerza militar, a pesar de que todo aconseja que no es el mejor camino, ni para la Venezuela que ellos dicen defender ni para los propios EEUU.
[1] Es importante enfatizar que se trata de medidas de agresión económica y financiera aplicadas de manera unilateral por los EEUU y no de sanciones. Éstas últimas supondrían un ordenamiento jurídico internacional que: 1.- tipifica determinadas conductas de gobiernos y/o Estados como delitos, faltas o ilícitos; 2.- cuenta con un sistema judicial que permite el desarrollo de un juicio con todas las garantías procesales; 3.- atribuye a una organización multilateral la potestad para establecer las penas correspondientes a tales delitos, faltas o ilícitos. Podría ser el caso, por ejemplo, de la Corte Penal Internacional (CPI). Pero estamos hablando que, en este caso, los EEUU tipifican los delitos, juzgan a gobiernos y Estados y establecen ellos mismos las penalizaciones. No se puede hablar entonces de sanciones.