"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

El Extraño Tribunal

Por Jacques Rancière    

No se parecen a ninguna otra. Las películas de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub son en muchos aspectos únicas y en efecto no se parecen a ninguna otra. Son en cierto modo el cine reinventado. No solamente en la forma, admirablemente cincelada, con una singular manera de interpretación de los actores y un trabajo inaudito de las voces, sino igualmente, y sobre todo, en el contenido. Porque lo que Straub y Huillet proponen desde hace casi treinta años es una crítica sistemática del capitalismo. La más radical que se pueda imaginar. Y que engloba, por supuesto, la crítica de la representación fílmica habitual. No es sorprendente entonces que sus películas sean a menudo boicoteadas por los grandes festivales y principales dueños de los cines. Es por eso también que es indispensable verlas…

El díptico de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet El regreso del hijo pródigo [Il Ritorno del Figlio Prodigo, 2002] y Humillados [Umiliati, 2002] está basado en la novela de Elio Vittorini Las mujeres de Mesina [Le donne di Messina, 1949], historia de una efímera comunidad erigida al final de la Segunda Guerra Mundial en Italia por individuos desplazados de diversas regiones. La trama de un libro no les interesa nunca mucho a Straub y Huillet. Su trabajo es siempre sustraer de allí tensiones, en el doble sentido del término: de los enfrentamientos de pensamientos y de las diferencias de intensidad sensibles. De Las mujeres de Mesina han escogido dos cortos extractos: en una película anterior basada en la misma novela, Obreros, campesinos [Operai, contadini] (2001), había cuatro capítulos constituidos por monólogos entrecruzados en los que la comunidad obrera y campesina se dice a sí misma, en la argumentación de sus disputas y la afirmación de su potencia sensible.

Si El regreso del hijo pródigo vuelve a poner en escena esta presentación de la comunidad, Humillados aísla los capítulos en los que ella es confrontada brutalmente a la ley económica y política de afuera: el fin de la guerra, la República y el milagro económico en marcha.

La continuidad parece no tener problemas. No es así. La recta lógica que simpatiza con las utopías antes de sacrificarlas a la dialéctica de la historia no es la de Straub-Huillet. Lo que les atrajo del libro de Vittorini es que reconocieron allí la misma tensión que anima a su cine y su marxismo: una tensión que podría resumirse en dos nombres, Bertolt Brecht y Friedrich Hölderlin: el artista que quiso con más rigurosidad hacer teatro con la dialéctica marxista; y el poeta que fue de los primeros en concebir esta revolución de formas del mundo sensible, de la que el materialismo marxiano retomó la idea a su manera.

Brecht y Hölderlin: de un lado, el juego dialéctico de pensamientos corporizados para desmontar los mecanismos de la dominación y sus efectos sobre los dominados; del otro, la afirmación de la nueva comunidad sensible y del peligro de quienes se aventuran en su incógnita. El arte de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub no ha cesado de tensarse entre esos dos polos, a riesgo de manifestar su parentesco secreto.

Jean-Marie Straub.

En los tiempos de Lecciones de historia [Geschichtsunterricht, 1972], le daban el protagonismo al cinismo de los senadores romanos, desentrañando en la comodidad de su jardín los «asuntos del señor Julio César», es decir, la ley del beneficio triunfando bajo las hazañas guerreras y las revoluciones palaciegas. Es todavía una lección de economía política la que en Humillados es lanzada a la cara de los artesanos de la comunidad por los representantes de la nueva Italia. Pero el sentido de la lección de historia como el dispositivo de las voces que la enuncian y de los cuerpos que la reciben ha cambiado.

Obreros, campesinos parecía incluso excluir toda lección. La comunidad se sustraía allí de la lógica que da a toda historia su fin y a los bellos sueños un triste final. Las múltiples disputas instruidas por los protagonistas —obreros/campesinos, jefes/masas, hombres/mujeres, desertores y fieles— llegaban a fundirse en un mismo tono fundamental, en el lirismo de una palabra que decía, en la lengua más elevada, la potencia de los constructores del nuevo mundo, encarnada en el gusto y el aroma de un fuego de brezal, de la cocción de la ricota o de una excursión en busca de laurel. La comunidad no tenía fin, solamente momentos sensibles, presentes para siempre. A menudo inclinados para leer el cuaderno que lleva su texto, los protagonistas levantaban los ojos regularmente para desafiar a un espectador imaginario que el texto designaba con una interrogación irónica: «¿el inquisidor, el juez, Dios?».

 

No hay final del recorrido, no hay tribunal ni astucias de la historia. Frente al juez ausente, se alzaba, en Obreros, campesinos como en Sicilia! (1999), la misma figura de mujer del pueblo, encarnada por la misma actriz, Angela Nugara, afirmando con la elocución de las actrices trágicas la capacidad colectiva o la posesión de una «vida para sí». Ahora bien, de los doce protagonistas de Obreros, campesinos, ella es la única que ha desaparecido en Humillados, reemplazada por un viejo campesino que interviene con el único gesto de una mano demandando una palabra que no se le concede. Esta desaparición es simbólica, al igual que la sustitución de un canto de esperanza de una cantata de Bach por una música de apocalipsis, tomada de Varèse.

La perspectiva ha cambiado brutalmente. El presente de la comunidad tiene efectivamente un fin. El tribunal de la historia tiene efectivamente lugar, menos para dictar sentencia que para humillar a los hombres y mujeres de la comunidad. Ellos, de pie sobre un cerro, a plena luz, con sus vestimentas desgastadas, sus ojos a menudo hacia abajo, sus manos a veces detrás de la espalda, se encuentran sometidos al fuego cruzado de los jueces instalados más abajo en la frescura del barranco y la seguridad de sus razones.

Un enigmático manipulador

En efecto, ya no hay cuadernos. El fiscal y los tres jueces conocen su lección —de economía y de historia— en sus dos versiones: burguesa (leyes de la propiedad recordadas por un personaje de estatuto no identificado) y proletaria (leyes de la historia explicitadas por tres partisanos con pañuelos rojos). En frente —si se puede decir así, ya que ningún plano pondrá nunca juntos dos bandos cuya ausencia de lugar común es, al contrario, subrayada— las palabras y los gestos de los miembros de la comunidad parecen reducidos a interrupciones de cólera o a gestos de impotencia.

Es un tribunal extraño, sin embargo. «¿Quién eres?» se le pregunta al «fiscal». Una pregunta sin respuesta. En el libro de Vittorini, este «Carlos, el Calvo», armado con el doble metro del agrimensor, aparecía como un enigmático manipulador. Aquí no es más que una voz animando un cuerpo: una voz casi ventrílocua a la cual corresponde una mirada alucinada. Lo que pasa a través de esa voz, a la vez segura y laboriosa, como asombrada por lo que dice, es la ley sin edad de la propiedad: terrenos y casas, tierras, ríos, mares y volcanes, todo eso, dice, conforma un tejido sin fisuras donde todo es apropiado: lo que no pertenece a Caïo pertenece a Tizio, y lo que no pertenece ni a uno ni a otro pertenece a la administración pública.

No hay lugar en el catastro donde comunidades como esa puedan instalarse. Pero el monólogo resuena más como un canto de duelo que como una acusación. Esos ríos y esos cráteres que pertenecen todos a un dueño, la voz de este extraño fiscal parece extender un velo sobre ellos a medida que su palabra los suscita. Es entonces como si la voz impersonal se desdoblase, como si en el discurso del astuto manipulador de Vittorini llegara clandestinamente a instalarse la voz del poeta, la de un Hölderlin mal despierto de su sueño y sopesando en qué se han convertido su mundo y su sueño.

La voz de los partisanos (los «cazadores» en la obra de Vittorini) no tiene reparos en explicar a la gente del pueblo lo que es su comunidad: una cooperativa que sería como todas las demás si no se distinguiese por la estrechez de sus operaciones, lo vetusto de su material y una productividad ridícula. Las escansiones fuertemente articuladas del texto que Danièle Huillet ha dispuesto en secuencias rítmicas, jugando también con esas «suspensiones anti-rítmicas» hölderlinianas que ofrece el acrecentamiento de los acentos en la lengua italiana, adquieren aquí otra función. En el monólogo alucinado del «fiscal» contribuían a sustraer un mundo. En la retórica segura de los pañuelos rojos remueven en la herida el cuchillo de la ironía. Si Carlos, el Calvo dice la ley sin edad del espacio, ellos son los portavoces del tiempo, la juventud del mundo. Pueden devolverse alegremente la pelota del juego dialéctico sin tener que mirar a aquellos a quienes les hablan y que están como a sus espaldas, corriendo a pie tras el «tren de la historia». Conocen la República, la ley del mercado y el boogie-woogie. Buenos brechtianos, en definitiva.

Este brechtianismo no es decididamente el de los realizadores. Los cazadores volverán a partir con el tren de la historia, sin haber llevado al hombre que buscaban, pero habiendo alcanzado otro objetivo: dislocar la comunidad. Los Straub se quedan atrás, a pie, constatando que el tren ha pasado y negándose a darle la razón. La mano tendida del viejo campesino no cede. En el último plano, Siracusa, la compañera del jefe, que no tiene «nada más que decir» a los desertores, se tiende sobre el umbral de la casa cerrada, la cabeza entre sus brazos, en la actitud de la Derelitta de Botticelli. Pero un último grito, un «¡Pues, bien!», que pasa de la resignación a la afirmación última, viene a distender sus brazos, mientras que la cámara desciende en un último movimiento que encuadra, justo a la altura de los pies desnudos, el brazo que pende del puño siempre cerrado.

FUENTE REVISTA JACOBIN

15-12-22.

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