"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

El protagonismo popular en la historia de Venezuela

Varias circunstancias se juntan para escribir esta reseña. Una larga amistad que me une al autor desde los jóvenes días en que vendía libros en los pasillos de La Universidad del Zulia, la vecindad de 20 años y el compartir asuntos de condominio, la frecuencia arrítmica en los criterios políticos compartidos, la llegada a mis manos de este ejemplar tras sortear íntimos vericuetos pues está dedicado a un sobrino que estudia con mi hijo, la puntualidad del tema como si su transversalidad copiara la del país, su pertinencia en esta hora crítica cuando más necesitamos pensar y comprender sin apremios la realidad que nos rodea y atraviesa, profusa, profundamente. Valga pues, esta introducción para acercar la lectura de un libro que desde una determinada perspectiva -la de “Recuperar la memoria histórica de los oprimidos” (p. 15)- busca iluminar procesos en la construcción de nuestro ser venezolano. En consecuencia, Roberto afirma: “La historia debe servir para que nuestros pueblos recuperen su dignidad” (p. 103).

Trata López, de descolocar la historia consabida que no ve el insistente trazo de la rebelión popular. Desde los comuneros andinos levantados a finales del siglo XVIII “ante la brutal explotación a la que era sometida la mayoría de la población” (p. 22) tanto por la corona como por la oligarquía territorial criolla, hasta los escarceos levantiscos de los mantuanos contra la dominación española como lo asoma el padre de Bolívar en furibunda carta enviada a Miranda el 24 de febrero de 1782: “no nos queda más recurso que la repulsa de una insoportable e infame opresión” (p. 24). Pero una cosa será soñar y otra hacer. El mismo criterio servirá también para observar la historia: ir a los hechos, no (sólo) a lo dicho.

Enumera López entre las primeras insurrecciones populares las muy comentadas de José Leonardo Chirino y Gual y España, como también la poco conocida de mayo de 1799 encabezada por el subteniente pardo Francisco Javier Pirela, por cierto ocurrida en Maracaibo, acompañada por “los mulatos haitianos Juan y Gaspar Agustín Bocé y el negro José Francisco Suárez con el apoyo de indios ‘guajiros’ y de la tripulación de barcos” (p. 30). Este alzamiento imbuido del huracán de los jacobinos negros que se esparcía peligrosamente para los blancos en toda el área de influencia Caribe.

Para López, el 19 de abril de 1810 zafó “el lazo que contenía las ansias de emancipación de todos los sectores sociales que habían sufrido por tres siglos la opresión del bárbaro sistema colonial impuesto por los españoles en América” (p. 33), lo cual conecta con la primera rebelión de pardos en Valencia ¡a sólo seis días de declarada la Independencia! y que se extendería por un mes arrojando cientos de muertos. Otra insurrección de negros en Barlovento llevaría a los mantuanos a presionar a Miranda para que firmara un armisticio con Monteverde “única garantía de salvación que tenían (…) para escapar de la furia de sus antiguos esclavos” (p. 34).

Una idea que estructura Roberto López es que la lucha contra la esclavitud iba contra el modo de producción colonial y por tanto afectaba profundamente la estructura de poder de los mantuanos. Así se abrieron dos procesos independentistas con intereses muy distintos: el de los mantuanos por ejercer la dominación doméstica y el de los pardos, igualitario y radicalmente democrático. Pero los acontecimientos de 1814 “casi liquidan, totalmente, el proyecto independentista mantuano” (p. 37). En efecto, lo iniciado por Boves echó las bases del igualitarismo social, dice López, y la tesis que surca su libro es que los blancos “nunca recuperaron, totalmente, el control de la sociedad venezolana, como lo habían tenido durante el periodo colonial” (p. 37):

Creemos que un legado de la independencia ha sido la incapacidad de la burguesía internacional para consolidar en Venezuela una fracción capaz de garantizar a mediano y largo plazo el ejercicio de su dominación (p. 65)

Para salvar su proyecto de independencia y conservar su cabeza sobre el cuello, los mantuanos de manera consciente o instintiva debieron aliarse a los pardos para controlar desde una posición de liderazgo el ansia de libertad que clamaban negros y mestizos. Esto lo comprendió Bolívar y actuó en consecuencia, a pesar de los reveses que sufrió cuando se dejó llevar por los prejuicios de clase al mandar a fusilar a los patriotas Piar y Padilla, salvando al traidor pero blanco, Santander.

Lo determinante es que el encauzamiento de los pardos y mantuanos en el ejército contra los españoles significó el fin de la guerra de exterminio contra los blancos, al tiempo que les permitió a los mantuanos controlar y mantener a raya las profundas aspiraciones de color y clase. Bolívar, atrayendo al campo militar el decisivo componente popular, hizo posible ejecutar el proyecto liberal burgués “que todavía en Europa no había terminado de implantarse” (p. 42).

Pero en esta lectura a contrapelo del libro de Roberto López, llegamos a un momento -desde mi punto de vista- que no comparto: afirma el historiador que Bolívar “dedicó buena parte de sus últimos años de gobierno a promover la desarticulación del movimiento popular” (p. 43), lo cual contradice hechos como la virulencia del partido antibolivariano que se cebó incluso contra su vida y en especial sobre sus ideas y acciones. Tanto como hay cartas que hablan de su recelo por la pardocracia, también encontramos llamados desesperados para que se respetara la palabra empeñada a los lanceros que regresaron victoriosos de la Campaña del Sur y que fueron traicionados por Páez y la oligarquía bogotana. De modo que cuando López refiere la “incapacidad de formular un proyecto nacional que incorporara a la población mestiza, a los indígenas y a los negros, que juntos constituían la mayoría abrumadora de la población” (p. 46) necesariamente habría que considerar la violenta negativa racista de los mantuanos a que los mestizos y pardos una vez ganada la guerra tuvieran alguna participación en los asuntos del gobierno y del Estado o aun poseer tierras. De modo que resulta injusto decir que Bolívar -quien logró atraer “para su proyecto independentista los sectores sociales mestizos y a los propios esclavos” (p. 109)- se dedicó a “desmontar todo el movimiento de insurgencia popular” (p. 47) precisamente cuando los intereses de los blancos a los que les interesaba este desmontaje buscaron y lograron sacar del camino por la muerte o el magnicidio, al mismo Bolívar y a Sucre.

Intenta López sostener esta idea afirmando que Zamora no levanta las banderas de Bolívar como sí de alguna manera las de Boves. No comparto esto, porque si bien líderes naturales de montoneras fueron Boves y Zamora, Bolívar tuvo necesariamente que trasmutarse en uno de ellos entregándose en cuerpo y alma a la causa popular y haciéndose uno con un ejército de desarrapados. Sin un ejemplo que los encendiera, difícilmente esos hombres y mujeres hubieran desarrollado la guerra que emprendieron contra el ejército imperial en campañas que hoy causan pasmo y asombro. Yo creo, como dice López que “La revolución, la masa popular, sólo puede ser controlada por individuos que hablen su mismo lenguaje, que provengan de ese medio” (p. 118). Ciertamente, Bolívar nació mantuano, pero su conversión en jefe de montoneras y su genio lo llevaron a elevar una insurrección popular a proyecto sin precedentes en la historia universal: no un imperio, sino la más grande nación de pueblos libres.

Apenas a un año de su muerte, en 1831 ocurre una conspiración de negros. Sir Robert KerPorter afirma en su diario que los “perpetradores se componen de personas de las clases más bajas de los esclavos, soldados desbandados, y siento añadir, desempleados y oficiales desengañados” (p. 50). Insisto que sería injusto incluir a Bolívar en el mismo partido de quienes se empeñaron en desengañar a los sobrevivientes del ejército libertador y en perseguir hasta el exilo y la muerte a los más destacados del partido bolivariano. Los mismos enemigos que se encargarían de matar a Zamora para que Falcón y Guzmán Blanco pudieran conciliar con el enemigo y nuevamente postergar el proyecto libertario de los pobres y desheredados. En efecto, aunque los federalistas lograron el triunfo, sin Zamora avanzaron a un pacto burgués de gobernabilidad que “terminó de controlar el huracán social que se había iniciado en 1812” (p. 65).

Este control sobre el pueblo se repetirá cada vez que el pueblo se insurrecciona y para López fue lo que sucedió cuando Acción Democrática “desarrolló, en su táctica política, diversas iniciativas que contribuyeron a confiscar la participación popular a favor del control partidista sobre el movimiento de masas y las instituciones políticas” (pp. 66-67). De paso afirma que el “mérito histórico de AD” fue ejecutar el programa de la federación “en lo que respecta a la instauración de una democracia liberal burguesa” (p. 68). Más adelante añade que los revolucionarios de 1958 sacrificaron el movimiento por una lectura ortodoxa de la tesis seudo marxista de las “etapas” entregando la institucionalización del país a la burguesía y enajenando la participación popular delegándola en los partidos del puntofijismo. De manera lapidaria, afirma:

La izquierda se convirtió en negociante de los conflictos, en sublimadora de la lucha de clases, en mecanismo de amortiguamiento del descontento popular, pasando de críticos rabiosos de la sociedad capitalista a defensores fervientes de la misma, amoldándose a las exigencias formales de la democracia burguesa y limitándose a ser una fuerza electoral más (p. 77)

Pero el 27 de febrero otra vez “el pueblo se lanzó a la revolución sin avisarles primero a los revolucionarios” (p. 81) y ya en 1989 para López la izquierda “ya había pasado a la historia” sin capacidad de incidir en el rumbo de los acontecimientos políticos (p. 83): “La izquierda venezolana quedó desde 1989 como artículo de museo” (p. 87).

El “factor pueblo” es vital dice López, para entender a cabalidad lo que sucede en el país. Su tesis es que es propio del pueblo venezolano la “insubordinación”. No responde, dice, a los mecanismos tradicionales “mediante los cuales un partido conquista el poder político”. Tal vez por eso, aunque el PSUV sea el partido con más militantes, al mismo tiempo sus actividades internas sean opacas y desconocidas para la inmensa mayoría de sus seguidores y votantes. Pero esta falta de participación, que resulta manejable para el gobierno bolivariano fomentando o creando ciertas condiciones para el “protagonismo popular”, podría generar ingobernabilidad en un gobierno de derecha pro-imperialista (p. 90). Y con visos de muy acertado prospectivismo, afirma:

Ya en Venezuela, en abril de 2002 se había demostrado que la burguesía no lograba hacer consenso para conducir a los organismos militares y policiales hacia la represión y masacre contra las fuerzas populares. Pensamos que esa situación sigue prevaleciendo actualmente y que, por tanto, no existen condiciones internas para que la Revolución Bolivariana sea aplastada de la forma como lo fue el gobierno de Allende en Chile. Sólo una intervención militar extranjera pudiera cambiar esa correlación de fuerzas en lo militar. Y esa posibilidad no es tan fácil de concretarse. (p. 91)

Estos asertos son asombrosos en el marco de las muy actuales circunstancias que vive el país, hay sin embargo un escenario político regional muy distinto al previsto por Roberto López, las alianzas multilaterales han sufrido bajas en los procesos de integración, amén del renacimiento del más virulento neoliberalismo y lo que es peor, del neofascismo. Y, finalmente, el “factor pueblo” sigue marcando la pauta de los trastornos y crisis cuando se ausenta. Como trae paz y gobernabilidad con su “invisible» presencia.

 

[Reseña del libro de Roberto López Sánchez,  El protagonismo popular en la historia de Venezuela,  Editorial Trinchera. Caracas, 2015. Pp. 126]

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