LA JORNADA y Francisco Morote, de Attac Canarias
Silvio Berlusconi, varias veces gobernante de Italia y delincuente convicto, falleció ayer tras una larga enfermedad, dejando tras de sí un legado perdurable. Pero esta expresión, a la que suele darse una connotación positiva, es indicativa, en su caso, de una herencia nefasta para la vida pública italiana, europea e incluso mundial: el empresario milanés fue pionero –precedido acaso por el brasileño Fernando Collor de Mello– en forjar la connivencia entre la política y los negocios mediáticos, en el uso de cargos públicos para dotarse de impunidad en sus actividades turbias y, en consecuencia, en el envilecimiento del poder institucional.
Al amparo del enorme poder mediático que le otorgó el dominio del monopolio televisivo y radiofónico que construyó en Italia, que ex-tendió sus tentáculos a otras naciones europeas –sobre todo en España y Francia–, Berlusconi fue legislador en su país en cuatro ocasiones, eurodiputado en dos, senador, dos veces más; ministro de Asuntos Exteriores, tres veces presidente del Consejo de Ministros e incluso presidente del Consejo Europeo. Combinó el desempeño de tales cargos con actividades criminales tan diversas como fraude, defraudación fiscal, abuso de autoridad, corrupción y prostitución de menores, y no pocas varias fue acusado de mantener vínculos con grupos de la delincuencia organizada, cargos que no se le pudieron probar.
Cierto, Berlusconi pasó la última década de su vida entre tribunales, arrestos domiciliarios, arraigos regionales y visitas de control a los juzgados, pero en lo esencial, murió sin castigo. Esto fue así porque desde el poder, el dueño del emporio Mediaset impulsó reformas legislativas que garantizaban la impunidad para sí mismo, los presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado y el presidente de la república.
En términos ideológicos, el magnate y delincuente se decantó por un neoliberalismo brutal y autoritario que destruyó la hasta entonces propiedad pública de los medios de comunicación, condujo a su partido, Forza Italia, a establecer alianzas con formaciones próximas al neofascismo, como la Liga Norte. Por añadidura, fue un firme aliado de George W. Bush en sus incursiones bélicas contra Afganistán e Irak, e involucró a su país en la intervención del gobierno de Barack Obama en Libia. En más de un sentido, la huella de Berlusconi es determinante en el auge de las ultraderechas que tiene lugar hoy en el viejo continente, así como una prefiguración del estadunidense Donald Trump.
No deja de resultar asombroso que un personaje como Berlusconi haya llegado a gobernar Italia, e incluso a presidir el Consejo Europeo, con semejante trayectoria. Ello fue posible no sólo ni principalmente por su populismo reaccionario sino, sobre todo, porque logró controlar la inmensa mayoría de los medios de su país y porque dominó a la perfección el sórdido arte de convertir el dinero en posiciones de poder –en la década pasada se le consideró la persona más acaudalada de Italia, con una fortuna de casi 8 mil millones de dólares– y de usar el poder para obtener más dinero.
Lo real es que la democracia italiana, ya corroída por la extendida corrupción de los gobiernos democristianos y socialistas que precedieron a Berlusconi, careció de mecanismos de alerta y no fue capaz de impedir que éste la avasallara y envileciera, lo que debería ser motivo de reflexión y preocupación para las sociedades de Italia, de Europa y del mundo.
FUENTE LACASADEMITIA.ES