El cuento norteamericano de Biden se queda corto
Por Daniel Larison
El discurso del presidente en el Despacho Oval sobre el apoyo norteamericano a Ucrania e Israel fue prolijo en declaraciones ideológicas y somero en justificaciones reales de las medidas políticas de su administración.
Repitiendo los tópicos del apogeo del momento unipolar, Biden insistió en que los Estados Unidos deben apoyar las dos guerras en curso porque son la «nación indispensable» y que «el liderazgo norteamericano es lo que mantiene unido al mundo». El presidente también afirmó que el éxito de Ucrania e Israel resultaba «vital para la seguridad nacional de los Estados Unidos», pero su defensa de esta afirmación equivalía a poco más que una teoría del dominó revisada, según la cual el fracaso en un lugar provocaría desastres en otros lugares.
Si el éxito ucraniano e israelí fuera realmente «vital» para la seguridad nacional norteamericano resultaría dudoso que los Estados Unidos siguieran desempeñando un papel de apoyo. El hecho de que los Estados Unidos hayan evitado hasta ahora intervenir directamente en ambos conflictos sugiere claramente que ni siquiera Biden se cree realmente que los intereses vitales de los Estados Unidos estén en peligro en ninguno de los dos lugares. Si este fuera el caso, tendría razón en decir que los intereses vitales no están amenazados. Podría ser preferible que dos países no aliados se impusieran en sus respectivas guerras, pero no puede calificarse con exactitud de algo vital para la seguridad de los Estados Unidos.
Biden está exagerando lo que está en juego para exigir mayor apoyo a ambas guerras al mismo tiempo, cuando cada una de ellas debería debatirse de acuerdo con sus propios méritos.
El peligro en esto es que el presidente ha declarado públicamente que en ambas guerras están en juego intereses vitales, cuando esto no es así. Biden ha facilitado que los partidarios de la línea dura le echen en cara sus propias palabras si la situación se deteriora en cualquiera de los dos conflictos. Se vería entonces presionado para comprometer a los Estados Unidos en más guerras innecesarias y potencialmente muy costosas.
Es poco probable que la elección del presidente Biden de meter con calzador ambas guerras en el mismo discurso para conseguir apoyos a la financiación de ambas convenza a los escépticos. Los dos conflictos son lo suficientemente diferentes en aspectos significativos como para que sea difícil de tomar en serio el intento de convertirlos en parte de la misma lucha global. El emparejamiento de tiranos y terroristas en el discurso de Biden es un movimiento retórico de la era Bush que nos recuerda los errores que pueden derivarse de agrupar a adversarios radicalmente diferentes.
En la guerra de Ucrania, es Rusia la que ocupa ilegalmente un territorio del que se apoderó por la fuerza. En el conflicto entre Israel y Hamás, Israel es el ocupante ilegal, y lleva más de medio siglo ocupando la tierra de otro pueblo. La larga historia de desposesión y opresión de los palestinos bajo dominio israelí hace imposible tratar ambos conflictos como simples historias de democracias asediadas, pero eso es lo que ha intentado hacer Biden para justificar el envío de mayor ayuda militar todavía al Estado más poderoso de la región.
Aunque Biden merece algo de crédito al reconocer que Hamás no representa al pueblo palestino, su apoyo incondicional a la campaña militar israelí, incluido el paralizante asedio de Gaza, demuestra que en la práctica no respeta esta distinción.
Biden afirmó que, si no se detiene a los adversarios, estos «continúan avanzando» y que “siguen aumentando las amenazas para los Estados Unidos y el mundo», pero eso parece extremadamente improbable en estos dos casos. Rusia carece de las capacidades necesarias para librar una guerra ofensiva contra países más allá de Ucrania, e incluso en el peor de los casos, en el que Ucrania fuera derrotada directamente, el gobierno ruso tendría que ser un suicida para intentar seguir avanzando hacia el Oeste, hacia territorio de la OTAN.
El deseo del presidente de exagerar la mayor amenaza de Rusia le lleva a cuestionar la capacidad de la OTAN para disuadir de un ataque. En el otro conflicto, parece mucho más probable que las amenazas a los Estados Unidos sigan aumentando si se vinculan estrechamente a Israel mientras éste libra una guerra demoledora en Gaza.
La suposición de que los Estados Unidos son la «nación indispensable» y que su liderazgo «mantiene unido al mundo» es un artículo de fe de un credo desacreditado. No es cierto, y abundan los ejemplos, desde Vietnam hasta Irak y Siria, de cómo el «liderazgo» norteamericano ha avivado la división y el conflicto en detrimento de todos. Esa creencia en lo «indispensable» de los Estados Unidos ha alimentado algunos de los peores errores y crímenes de la historia norteamericana reciente, y ha hecho mucho para socavar y perjudicar la seguridad norteamericana y la comunidad internacional en los veinticinco años transcurridos desde que Madeleine Albright pronunció esa frase.
Se trata de una creencia asombrosamente arrogante que sostiene que la seguridad del resto del mundo depende de la constante interferencia de los Estados Unidos. Cuando se aplica a la política, condena a los Estados Unidos a luchar o participar en guerras en el extranjero durante el resto de su existencia. Lejos de mantener unido al mundo, eso tendrá un efecto desestabilizador y destructivo en muchas regiones, ya que los Estados Unidos siguen intentando demostrar lo «indispensables» que son a pesar de su relativo declive.
Merece la pena recordar que la formulación de Albright no sólo hacía hincapié en que el mundo depende de los Estados Unidos, sino en que dependía de los Estados Unidos porque «nos mantenemos erguidos y vemos más lejos que otros países al mirar hacia el futuro» y, por tanto, los Estados Unidos estarían justificados a la hora de usar la fuerza cuando lo considerasen oportuno. Tal como ha observado Andrew Bacevich, la afirmación de Albright no tenía sentido: «Los Estados Unidos no ven más lejos al mirar al futuro que Irlanda, Indonesia o cualquier otro país, por muy antiguo o recién nacido que sea».
Los Estados Unidos no tiene una especial capacidad premonitoria especial ni una mayor comprensión del mundo que otros países, y en muchos casos está dolorosamente claro que nuestros líderes tienen problemas para ver lo que se encuentra delante de sus narices.
Quizá lo más preocupante del llamamiento de Biden para que se preste más apoyo a ambas guerras sea su falta de preocupación por lo sobrecargado que están ya los Estados Unidos en todo el mundo. En una entrevista anterior con el programa televisivo 60 Minutes, el presidente desestimó la preocupación de que los Estados Unidos estuvieran asumiendo demasiadas cargas adicionales:
«Somos los Estados Unidos de América, por el amor de Dios, la nación más poderosa de la historia…no del mundo, de la historia del mundo. La historia del mundo. Podemos ocuparnos de ambas cosas y seguir manteniendo nuestra defensa internacional global».
Las declaraciones del presidente destilan arrogancia. Ignorar los límites del poder de los Estados Unidos ha llevado a nuestro gobierno a extralimitarse de forma peligrosa y contraproducente. Hemos de esperar que el exceso de confianza del presidente no ande tentando a la suerte.
Puede que el discurso de Biden haya satisfecho a otros creyentes en el papel «indispensable» de los Estados Unidos, pero está destinado a caer en saco roto entre los norteamericanos que no comparten esa creencia y los muchos más que quieren que su gobierno se ocupe más de los problemas internos de este país.
El sermón de Biden pidiendo más fondos para la guerra puede tener éxito a corto plazo en el Congreso al recurrir al apoyo preexistente a Israel para conseguir más apoyo para Ucrania, pero también podría agriar el apoyo público a ambos conflictos debido a la creciente demanda de recursos norteamericanos. El presidente insiste en que se trata de una «inversión inteligente» que «dará dividendos», pero para un número creciente de norteamericanos no parece más que gastar el dinero a espuertas y en balde.
FUENTE SIN PERMISO
23 de octubre de 2023
Qué quieren decir cuando afirman que los Estados Unidos son “indispensables”
Anatol Lieven
En su reciente discurso sobre la guerra de Gaza y la de Ucrania, y sobre la participación de los Estados Unidos en ambas, el presidente Biden citó la famosa frase de la ex secretaria de Estado Madeleine Albright, según la cual los Estados Unidos son «la nación indispensable». Esta es, en efecto, la creencia de acuerdo con la cual que vive y trabaja el estamento de poder norteamericano de asuntos exteriores y seguridad.
Como reflejó el discurso de Biden, es una de las formas en que el estamento del poder justifica ante los ciudadanos norteamericanos los sacrificios que se les pide que hagan en aras de la primacía de los Estados Unidos. También es la forma en que los miembros de la caterva funcionarial se perdonan a sí mismos su participación en los crímenes y errores de los Estados Unidos. Porque por espantosas que sean sus actividades y errores, pueden excusarse si tienen lugar como parte de la «indispensable» misión de los Estados Unidos de conducir al mundo hacia la «libertad» y la «democracia».
Por tanto, es necesario preguntarse: ¿indispensable para qué? Las vacuas afirmaciones sobre el «orden basado en normas» no pueden responder a esta pregunta. En el Gran Oriente Medio, la respuesta debería ser evidente. Supongo que otro hegemón podría haber dejado la región con un desorden aún mayor y a un coste todavía mayor para sí mismo que el que han conseguido los EE. UU. en los últimos treinta años, pero habría tenido que esforzarse mucho para lograrlo. Tampoco está claro que la ausencia de una superpotencia hegemónica hubiera podido empeorar las cosas.
En este tiempo, no ha tenido éxito ni un solo esfuerzo beneficioso de Estados Unidos por la paz en la región; pocos se han intentado siquiera de un modo serio. Y lo que es más, los Estados Unidos ni siquiera han desempeñado el papel positivo fundamental de cualquier hegemón, el de proporcionar estabilidad.
Por el contrario, con demasiada frecuencia ha actuado como fuerza de desorden: invadiendo Irak y permitiendo así una explosión de extremismo islamista suní que acabó desempeñando un papel terrible también en Siria; aplicando durante veinte años una estrategia megalómana de construcción estatal impulsada desde el exterior en Afganistán, desafiando todas las lecciones de la historia afgana; destruyendo el Estado libio y sumiendo así al país en una guerra civil interminable, desestabilizando gran parte del norte de África y permitiendo una avalancha de emigrantes hacia Europa; y, lo que es más grave, negándose a adoptar un enfoque mínimamente equitativo del conflicto entre Israel y Palestina, y al no llevar a cabo durante la mayor parte de los últimos treinta años ningún esfuerzo serio para promover una solución.
Durante la última generación, las sucesivas administraciones norteamericanas hicieron la vista gorda, no sólo mientras los gobiernos del Likud mataban lentamente la «solución de dos Estados» y avivaban la ira palestina y árabe con su política de asentamientos, sino mientras el primer ministro Netanyahu ayudaba deliberadamente a levantar a Hamás como fuerza contra la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), para no tener que negociar en serio con esta última.
Esta estrategia ha resultado catastrófica para el propio Israel. También se llevó a cabo sin tener en cuenta en absoluto los intereses de los Estados Unidos o de sus aliados europeos frente al terrorismo islamista.
¿Y qué ha ganado con ello el propio pueblo norteamericano? Nada en absoluto, es la respuesta; mientras que las pérdidas se pueden calcular con precisión: más de 15.000 soldados y contratistas muertos en Afganistán e Irak; más de 50.000 heridos, a menudo discapacitados de por vida; más de 30.000 suicidios de veteranos; 2.996 civiles muertos el 11-S, atentado reivindicado por Al Qaeda como represalia por la política norteamericana en Oriente Medio; unos 8 billones de dólares gastados posteriormente en la «Guerra Global contra el Terror».
En otras partes del mundo, el historial de los Estados Unidos no ha resultado tan desastroso, pero tampoco ha justificado ni remotamente las afirmaciones sobre la necesidad de la primacía estadounidense. El único ámbito en el que esto ha sido ampliamente cierto es en Europa. Durante la II Guerra Mundial y en la Guerra Fría, los Estados Unidos liberaron Europa occidental y defendieron allí la democracia; mientras que en el resto del mundo, con demasiada frecuencia se pusieron en la piel del colonialismo europeo.
Después de la Guerra Fría, las poblaciones de Europa del Este acogieron con verdadera satisfacción la protección norteamericana, aunque la afirmación de Biden de que, si no se le detiene en Ucrania, Putin invadirá Polonia, carece de fundamento. Rusia no tiene ni voluntad ni capacidad para hacerlo; y en cualquier caso, si la pertenencia a la OTAN no es un elemento disuasorio suficiente, ¿qué sentido tenía ofrecer a Ucrania la pertenencia a la OTAN?
Fuera de Europa, la única región en la que realmente puede decirse que los Estados Unidos han desempeñado un papel ampliamente positivo hasta la fecha es Asia Oriental (exceptuando, obviamente, la guerra de Vietnam), y por la misma razón: que Japón y Corea del Sur ven con buenos ojos una alianza con Estados Unidos. Y aunque otros estados, como Filipinas, desean ver un equilibrio entre los Estados Unidos y China, no desean que se marchen los Estados Unidos. Sin embargo, este papel requiere la presencia de los Estados Unidos, no su primacía. Dado que China no puede invadir Japón ni Corea del Sur -y mucho menos Australia-, los Estados Unidos pueden perfectamente mantenerse a la defensiva detrás de sus actuales sistemas de alianzas, mientras comparten influencia en otros lugares con Pekín.
En cuanto a África, los países del continente no tienen conflictos entre sí que los Estados Unidos tengan que controlar o en los que mediar. Los problemas de África son internos, y los Estados Unidos han hecho muy poco desde el 11-S y la Guerra Global contra el Terror para ayudar. El reciente aumento del interés norteamericano en África consiste principalmente en una reacción a la creciente participación comercial de Rusia y China en ese continente.
Lo más extraño y sorprendente de todo es el papel de los Estados Unidos en su propio patio trasero, en México, América Central y el Caribe, cuyos problemas afectan realmente a la población de los Estados Unidos. Al igual que en África, los Estados Unidos no necesitan reprimir los conflictos locales entre estados, pues éstos cesaron hace tiempo. Una vez más, las amenazas son internas, pero también se ven impulsadas en gran medida por la demanda de drogas ilegales en los Estados Unidos. Uno de los resultados de la decadencia interna de estos países es el enorme flujo de emigrantes hacia los Estados Unidos, que está provocando retrocesos y discordia política en la propia América.
Ante esta amenaza, y preocupado por los intereses de los ciudadanos norteamericanos, cabría suponer que el hegemón regional daría prioridad a esta región y dedicaría serios recursos a su desarrollo. Esto también estaría en sintonía con la «política exterior para la clase media» que Biden prometió en su campaña electoral.
De hecho, las cifras comparativas de la ayuda estadounidense son positivamente grotescas. El total de la ayuda estadounidense al desarrollo para México y toda Centroamérica desde 2001 asciende a 12.210 millones de dólares. En comparación, Israel ha recibido 64.800 millones de dólares y Egipto 32.800 millones. Incluso Georgia ha recibido casi el doble de ayuda que México (3.900 millones de dólares frente a 2.100 millones), y Georgia está a 10.000 kilómetros de las costas de Estados Unidos y tiene una población inferior a una trigésima parte de la de México.
Ante los problemas de México que se extienden a Estados Unidos, algunos destacados políticos republicanos piden ahora, no más ayuda, sino que se despliegue el ejército norteamericano en México para luchar contra los narcotraficantes, una idea descabellada que revela la bancarrota moral y práctica de la primacía estadounidense en su propio continente.
La desatención a los vecinos del sur revela algo más sobre la primacía norteamericana: que sean cuales sean los problemas de una región, los Estados Unidos sólo se comprometen si ven un peligro real o supuesto de que se esté interesando una potencia rival. Esto podría denominarse el planteamiento del perro del hortelano elevado a principio estratégico básico. Queda bien resumido en un artículo de Suzanne Maloney, de la Brookings Institution, sobre el anterior -y desastroso- intento de la administración Biden de retirarse parcialmente de Oriente Próximo sin resolver los problemas básicos de la zona:
«La Casa Blanca ideó una estrategia de salida creativa, intentando negociar un nuevo equilibrio de poder en Oriente Próximo que permitiera a Washington reducir su presencia y su atención, al tiempo que se aseguraba de que Pekín no llenara el vacío».
Si los Estados Unidos quieren verdaderamente retirarse de Oriente Medio, debería dar la bienvenida a otros estados que intentan desempeñar un papel positivo, como ha hecho China promoviendo la distensión entre Irán y Arabia Saudí.
La búsqueda de la primacía mundial también corrompe intelectual y moralmente a los propios norteamericanos. Para justificar sus costes y sacrificios ante los estadounidenses de a pie es necesario, por un lado, exagerar enormemente la promoción de la democracia y, por otro, exagerar colosalmente tanto la amenaza como la maldad de otros estados. El resultado es un discurso público que con demasiada frecuencia se asemeja a una papilla para bebés con cianuro: la papilla es el lenguaje de los Estados Unidos difundiendo la libertad, y el veneno es la desconfianza hacia otros países y sus respectivos pueblos.
Aun en el caso de que fuera posible una primacía global norteamericana exitosa -si no «indispensable»-, no se podría basar en cimientos tan corrompidos como éstos.
FUENTE SIN PERMISO
25 de octubre de 2023