En el Mediterráneo, la situación sigue llena de tensiones. Una catástrofe cotidiana, parcialmente oculta. Unos Estados que instituyen o toleran unas prácticas aniquiladoras que la historia considerará criminales. Y entre los dos, diversas iniciativas que encarnan el esfuerzo de solidaridad de la sociedad civil: ciudades santuario, contrabandistas humanitarios, barcos de rescate, con demasiada frecuencia obligados a luchar una guerra de guerrillas contra la hostilidad de los poderes públicos. Esta situación no es única en el mundo. Pero para nosotros, los ciudadanos de Europa, reviste un significado y una urgencia especiales. Exige una revisión del derecho internacional, orientada hacia el reconocimiento del asilo como un «derecho fundamental» que imponga obligaciones a los Estados y que tenga una dimensión, como mínimo, equivalente a la de las grandes proclamaciones de posguerra (1945, 1948, 1951). Por consiguiente, hay que hablar de ello.
Para empezar, ¿de qué hablamos? ¿De «refugiados», «migrantes» u otra categoría que los engloba? Ya se sabe que estas distinciones están en el corazón de las prácticas administrativas. Pero, sobre todo, de la designación que demos a unos seres humanos a los que hay que proteger o contener depende el tipo de derechos que les reconocemos y nuestra forma de calificar el hecho de privarles de ellos. Estoy pensando en el término de «errantes», que me lleva a hablar de «errancia migratoria», o «migrancia», en lugar de «migración». El derecho internacional de acogida debe dirigirse a los errantes de nuestra sociedad globalizada, reflejar las características de la errancia migratoria y en particular como consecuencia de la violencia que se concentra en su recorrido.
Hay varios argumentos que apoyan esta tesis. En primer lugar, la obsesión por el rechazo a la inmigración llamada clandestina y la identificación de los «falsos refugiados» ha acabado por provocar un «retroceso del derecho de asilo» (Jerôme Valluy). Los gobiernos utilizan la categoría de «refugiado» no para organizar la acogida de unas personas que están huyendo, sino para deslegitimar a cualquiera que no corresponda a determinados criterios formales. Sin embargo, eso no sería posible si los criterios oficiales no fueran restrictivos, dirigidos a separar la obtención del estatuto de refugiado del derecho de circulación. Por ejemplo, no dejan espacio alguno para las circunstancias de guerra civil, guerra económica, dictadura, restricción de la democracia o catástrofe medioambiental que constituyen hoy el origen de las migraciones. Además, al negar estas realidades y tratar con violencia a quienes las sufren, los Estados están convirtiendo a masas de migrantes en refugiados sin refugio. Son esos usos (y abusos) de la distinción los que hoy nos obligan a reflexionar de nuevo sobre el problema, para dar con una solución que debe pasar por el derecho.
Una concepción humanista planteará que la libertad de circulación es un derecho de las personas tan fundamental como el hábeas corpus. Exigirá que los Estados opongan los menores obstáculos posibles. Una concepción liberal expresará esa misma exigencia como un «dejemos pasar» que vale tanto para los seres humanos como para las mercancías, los capitales y las informaciones. Estos argumentos tienen fuerza y fundamento, pero me parece que no abordan las características específicas de la migrancia contemporánea, porque neutralizan el impacto de las situaciones de sufrimiento y las intervenciones del Estado para resolverlas.
Mucho más pertinente me parece la aplicación rigurosa de los conceptos contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos a propósito de la circulación, la residencia y el asilo: tanto por la lógica constante de correlacionar derechos opuestos (como el derecho a emigrar y el derecho de retorno) como por su empeño en evitar el desarrollo de individuos privados de derechos y de no-personas. La mayor limitación de este texto es que, para él, la pertenencia a una nación y la soberanía territorial son el horizonte absoluto de los dispositivos de protección de las personas, mientras que, en la situación actual, existe una necesidad acuciante de limitar la arbitrariedad de los Estados y contrarrestarla con unos contrapoderes reconocidos internacionalmente. Por eso sugiero crear un derecho de acogida cuyo principio sea que los errantes (y quienes les dan auxilio) puedan obligar al propio Estado soberano a garantizar su dignidad y su seguridad, y que no acaben pisoteadas.
Igualmente necesario es recuperar una de las fórmulas esenciales de 1948: «Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica» (artículo 6 de la Declaración Universal). En todas partes quiere decir incluso en una oficina de inmigración, en un control fronterizo, en un campo de refugiados e incluso en el fondo de una balsa neumática a la deriva. El principio fundamental es que los migrantes en plena errancia gocen de unos derechos capaces de contrarrestar las leyes y los reglamentos estatales.
De este principio fundamental deberían emanar varios tipos de consecuencias:
a) La prohibición del rechazo: no solo no se puede expulsar a los errantes de una frontera, sino que deben poder manifestar sus necesidades en unas condiciones que respeten su dignidad, su integridad física y su autonomía individual y que tengan en cuenta los sufrimientos padecidos. La «carga de la prueba» no debe recaer sobre ellos.
b) Los Estados y sus policías no deben maltratar a los errantes.
c) Los Estados no deben establecer listas de países a cuyos ciudadanos se les prohíba entrar en función de criterios raciales, culturales, religiosos o geopolíticos.
d) Las operaciones militares no deben intentar destruir redes de traficantes si ponen en peligro la vida de los errantes, que no son sus cómplices sino sus víctimas.
e) Los Estados no deben externalizar la «gestión» de los flujos de migrantes. Sobre todo, no deben negociar con terceros países calificados de «seguros» unos acuerdos de toma y daca que inevitablemente los rebajan al mismo nivel que los mafiosos cuyas actividades están denunciando.
No existe un derecho de acogida, porque la acogida es una disposición colectiva derivada de la libertad, una «responsabilidad compartida» (M. Delmas-Marty). Pero hay que desarrollarlo como una actividad cívica en pleno apogeo. Este derecho sobrepasaría la propuesta kantiana del «derecho cosmopolita», limitado al derecho de visita, y generalizaría la norma fundamental: no hay que tratar a los extranjeros como enemigos. Por desgracia, eso es lo que están logrando las políticas de un número cada vez mayor de Estados.
Los errantes no son una clase. No son una raza. No son «la multitud». Yo diría que son una parte móvil de la humanidad, suspendida entre la violencia del desarraigo y la de la represión. No son más que una parte de la población mundial (e incluso una pequeña parte), pero son una parte muy representativa, porque su condición concentra las consecuencias de todas las desigualdades del mundo actual y porque representa lo que Jacques Rancière llama la «parte de los que no tienen parte», es decir, la falta de derechos que es necesario subsanar para que humanidad rime, por fin, con igualdad. Se trata de saber si la humanidad va a expulsar de su seno a esta parte de sí misma o si va a integrar sus exigencias a su orden político y su sistema de valores. Es una opción de civilización. Es nuestra opción.