En un país colonial las oligarquías son las dueñas de los diccionarios
John William Cooke
Una tendencia mundial muestra que el neoliberalismo crece a escala planetaria, contaminando toda la cultura. Los Estados, manejados por gobiernos que representan intereses corporativos, administran los negocios del capital internacional y terminan siendo meros gestores o marionetas de las megaempresas. El poder neoliberal se apropió de los significantes “democracia” y “república”, intentando imponer sus significados como si fuesen naturales o necesarios. Los “periodistas”, los políticos y los jueces del establishment instalan y promueven el prejuicio que afirma que los populismos van en contra de la república y constituyen una amenaza para la democracia. Ese prejuicio constituye una falacia ideológica que pretende conservar los ideales de las minorías privilegiadas. Sostenemos, por el contrario, que el verdadero peligro es esta nueva forma del capitalismo, el neoliberalismo, que va erosionando los pilares fundamentales de la república: “libertad, igualdad y fraternidad”, la conocida frase nacida en la Revolución francesa que en el siglo XIX se convirtió en el grito de republicanos y liberales a favor de la democracia. Veamos qué sucede en el neoliberalismo con cada uno de estos términos.
Libertad
La mayoría de los gobiernos en esta etapa neoliberal acceden al manejo del Estado por el voto y, como hemos sostenido en otros artículos, poco va quedando de libertad de elección ya que los medios masivos colonizan la subjetividad, crean la realidad y manipulan las supuestas “elecciones libres” a partir de un totalitarismo comunicacional corporativo. Con voracidad el poder busca consumir al sujeto, producir una nueva subjetividad e imponer opinión pública a través de un discurso único. Si los sentidos o las representaciones no se debaten sino que se cristalizan, se literalizan transformándose en monolíticos, la práctica democrática es interrumpida dando lugar al autoritarismo y, en el caso extremo, al totalitarismo. El poder reprime el antagonismo propio de la política en los cuerpos o en lo simbólico, desconociendo las diferencias, la pluralidad de voces, los desacuerdos, las demandas populares, lo heterogéneo; en definitiva todos los elementos de la construcción populista. La democracia se reduce a un legalismo formal de elección de representantes, un juego de instituciones, donde los Estados resultan manejados por gobiernos que representan el poder: un simulacro de democracia.
Igualdad
El neoliberalismo constituye una potencia que, en acto, está estableciendo una cultura global de masas, alimentada por un totalitarismo comunicacional de discurso único, digitando la opinión pública, que resulta sometida de manera inconsciente. Una cultura homogeneizada y basada en un supuesto consenso que evita el conflicto político, se sitúa en las antípodas del principio de igualdad democrático. El rebaño totalitario se configura como una estructura fundada en la identificación, la sugestión, que se pretende garantía de pertenencia social, cuando en realidad es un ordenamiento meramente imaginario.
La cultura resulta planteada como un negocio, al quedar organizada por el imperativo de consumo, que coexiste con la inequidad en la distribución de la renta y la dificultad para adquirir los objetos necesarios en el mercado. La subjetividad resulta colonizada por los principios empresariales: el gerente de sí mismo, el emprendedor, el deudor, la meritocracia y los rendimientos que nunca dan con la cifra esperada.
Esto acarrea una desigualdad en aumento y la creciente uniformidad de una masa que rechaza al sujeto del lenguaje y va en contra de la política.
Fraternidad
Vemos surgir un “mundo feliz”, conformista y cínico, que goza del consumo de fármacos y de todo tipo de objetos tecnológicos, en el que se reprime el disenso y se desalienta la participación apasionada en nombre de una falsa armonía, mas determinada por el new age que por la política. El “manual neoliberal” sostiene el ideal de la gestión junto con múltiples operaciones orientadas a desprestigiar la política y transformar el conflicto que la define en una disputa entre individuos motivada por el odio. La política demonizada, asociada a la violencia y recortada como una cuestión moral entre buenos y malos, que lleva a convertir al adversario en el enemigo al que se debe erradicar como si fuera “el mal”. De ahí el auge del racismo, la xenofobia y una creciente hostilidad hacia el prójimo, que el Estado no regula sino que, por el contrario, alimenta.
El poder mediático concentrado promueve la satisfacción en la venganza y en un odio radical contra la alteridad. El odio es una afecto disolvente de los vínculos sociales que, junto a la agresividad, resulta descender de la pulsión de muerte. Se torna muy difícil conmover las identificaciones hostiles, racistas y antidemocráticas, no por déficit epistémico sino porque los medios de comunicación y el marketing político realizan una eficaz manipulación del afecto.
Totalitarismo neoliberal
Constatamos que el poder neoliberal ataca con toda su artillería: política, económica, mediática, judicial, imaginaria y simbólica a los populismos. Desprestigiándolos globalmente los desestabiliza, realiza golpes institucionales como una “cruzada democrática” y de “lucha contra la corrupción”. Persigue a dirigentes sociales y políticos, logrando ganar en la batalla cultural por la imposición de significados, al convencer que populismo es igual a fascismo, y que en consecuencia se trata de un totalitarismo que se opone a la democracia y a la república.
Nuestra posición es que el populismo, tal como lo estableció Ernesto Laclau en su libro La razón populista (2008), amplía la democracia, la radicaliza, aportándole un pueblo que se construye hegemónicamente por voluntad popular, en la que no hay privilegio estructural de un agente o una clase y no hay sentidos naturales ni intereses históricos necesarios. Se trata de una iniciativa política contingente que supone la articulación de demandas como práctica concreta, un colectivo de diferencias y equivalencias en permanente tensión; el trazado de una frontera que divide lo social en dos campos, y que en el proceso mismo se constituye lo que se quiere representar: el pueblo. La hegemonía postula una democracia participativa, que incluye el afecto, los cuerpos, las voces, las demandas. Las acciones del pueblo constituyen un movimiento instituyente que mantiene viva la democracia, asegurando su realización en función de los intereses del pueblo, evitando devenir un dogma fijo y establecido para siempre. Las instituciones neoliberales no escuchan ni reconocen al pueblo sino que lo rechazan, lo que transforma a la democracia, que debería ser el gobierno del pueblo, en una gestión de expertos, en una tecnocracia sometida a los poderes corporativos.
Populismo y democracia
El populismo constituye una posibilidad distinta a la masa de construir lo común. Contrariamente a lo que algunos afirman prejuiciosamente, el populismo lejos está de oponerse a la democracia o de constituir un obstáculo para su buen funcionamiento: ambos se retroalimentan y precisan mutuamente, la presencia combinada de pueblo y Estado puede ofrecer una perspectiva realista en la ruta democrática.
El populismo pone en escena un movimiento discursivo y afectivo, una voluntad popular que interpela y demanda al Estado, radicaliza la democracia y se sitúa en las antípodas de representar un peligro para ella. Constituye un experimento soberano de autonomía frente a la civilización global, que pretende legislar a favor de las minorías privilegiadas. Una apuesta política distinta a la uniformidad de las recetas que proponen universalmente los expertos del neoliberalismo.