Conocí a Mario Benedetti y su esposa, Luz Alegre, en las arenas de Varadero, un día claro, de enero de 1967 cuando –al calor de Roberto Fernández Retamar y bajo los auspicios de la Casa de las Américas–, celebrábamos el primer centenario del natalicio del nicaragüense auspiciando así el famoso Encuentro con Rubén Darío (1867-1916).
Pocas serían las palabras para expresar de qué forma queremos a Mario, de qué callada manera estamos con Mario y de qué modo sutil le agradecemos su don de la palabra. Ese momento inefable en que el pequeño niño de Paso de los Toros (14 de septiembre de 1920) iba a enseñarnos, desde Montevideo, cómo se puede entrar y salir de la hoja en blanco, sin susto alguno.
No quiero contar ahora cosas que puedan resultar demasiado literarias y que, su mejor o peor ordenamiento, haga creer que traigo la pretensión de parecer erudita en relación con la poesía escrita en Hispanoamérica en la segunda mitad del aturdido siglo XX. Mario Benedetti es un poeta y, por eso mismo, es un escritor cabal que ha escuchado la conversación de su propio corazón, el de los uruguayos y el de todo un continente. Así es. Su oído está entrenado para escuchar lo que debe ser dicho en el momento preciso y lo que debe constituir un silencio inmediato y, por ello mismo, compartido al final de la tarde, en la baraúnda de las oficinas.
Quiero decir que su escritura es una experiencia insustituible, parcial a su yo y fiel, sin embargo, a los movimientos sociales y políticos que se produjeron a su alrededor. Esa parcialidad, de la que tan orgulloso se siente, no le ha impedido nunca dar prioridad a la poesía como género primordial de su voz y su proyecto literario global. Esa poesía, nacida en la incipiente madurez de la más significativa historia de la poesía en América Latina, bebió en las fuentes de su mejor vanguardia, pero no se recogió como una ostra para virar la espalda a una tradición oral que en las letras hispánicas, desde sus orígenes, alcanza un esplendor bien saboreado y conocido. Será un atrevimiento decirlo aquí, pero me agrada la idea de hacer saber que muchos poemas de Mario integran hoy esa tradición cuya originalidad marca la diferencia, por ejemplo, entre los cancioneros del sur de España y los diversos que se agitan todavía en la pampa de Martín Fierro, así como en ciertas cordilleras del Pacífico sudamericano. Un poema vuelto canción, y viceversa, han hecho de Mario un condottieri del siglo xx al gusto, por supuesto, de una figura legendaria como lo es, por todo el mundo, el Che Guevara.
A la poesía de Mario no lograron domesticarla los acostumbrados cantos de sirena que bautizaran los modernistas de cisnes y princesas, en una comprensible inquietud por hallar una verdad, La Verdad; pero una verdad sometida a la palabra. Mario logró enseñarnos que puede ser moderno mientras instala en esos nuevos cánones el rumor desgarrado de Antonio Machado, con su saco raído; muriendo, como un emblema precursor, en el más cercano de los exilios; un exilio que, tristemente, se convertiría en piedra angular. Mario, poeta y persona, han armado, «como si nada», un espacio hermoso en donde no se concibe ni la traición, ni la simulación ni la claudicación.
Ahora, qué puede importarnos el tiempo que se cuela por entre sus sonetos, dignos de Apolo, sus epigramas, sus endecasílabos y ese murmullo tenue de su conversación cotidiana en algún sitio de Montevideo, plantado como un árbol sencillo, en el perplejo imaginario de nuestras ciudades, frente a los barcos que vienen y van con mercancías superfluas o regresan sin rumbo, sin voluntad alguna. ¿Quién sería capaz de intentar dividir su rica biografía entre Paso de los Toros, Montevideo, Buenos Aires, Lima, el desierto de Atacama, Mallorca, La Habana, Madrid, por cuyo paisaje se esparcieron los mejores poemas de un siglo aturdido e injusto, es decir, de su tiempo? No seré yo quien trace los círculos concéntricos de ese ritmo insaciable, de ese misterio suyo que expresa: «Somos mucho más que dos».
Tanto aprendí, tanto hemos aprendido con Mario que los que hoy cantamos y escribimos, con su lengua hablamos. Mario no asimila retóricas posibles por eso es que no cabe, no puede ser tronchado en partecitas para ser entregadas a un Olimpo de dioses trasnochados. Mario viviendo con su asma, con esa misma Luz en un breve balcón, escribiendo poemas sin cesar, burlando el rastro de sus fracasados perseguidores, oyendo siempre el grito ahogado de aquel torturador, disfrazado de fantasma azul. Mario, triunfando siempre con la verdad en la mano y, escondido, tal vez, en el capítulo inicial de una novela inconclusa donde lo espera, sentada, la marioneta de trapo con la que Gabriel García Márquez quiso pintar un poema de Mario con un sueño de Van Gogh… y sobre las estrellas montevideanas… un 17 de mayo de 2009. Ahora, sus lectores vamos a entrar, con mucho gusto, en los preparativos de su primer centenario.