Sabiendo, muy relativamente, todo lo inédito del episodio que nos impone el nuevo coronavirus (y en general las amenazas a la salud púbica), habríamos de exigirnos dosis generosas de humildad, opuestas radicalmente al tonito doctoral de algunos «expertos» oportunistas con micrófonos o con títulos
Una lista larga de palabras, gestos, tecnicismos y decisiones proferidas por «autoridades», de extracción muy diversa, abrió un campo semántico «nuevo» en el que reina la ignorancia -o la confusión- de las mayorías, y no poca petulancia de algunas minorías especialmente repletas de burócratas en su peor acepción, con sus honrosas excepciones.
Sabiendo, muy relativamente, todo lo inédito del episodio que nos impone el nuevo coronavirus (y en general las amenazas a la salud púbica), habríamos de exigirnos dosis generosas de humildad, opuestas radicalmente al tonito doctoral de algunos «expertos» oportunistas con micrófonos o con títulos.
Eso no implica suspender «lo categórico» de las recomendaciones más útiles para la defensa de la vida. Aunque existan muchos que confundan humildad con debilidad, nos envuelve un miedo y una ignorancia enorme que estamos resolviendo planetariamente con ayuda de algunos talentos científicos no serviles al sistema capitalista. Y algunos «vivos» se aprovechan de eso.
Tan pronto la enfermedad actual fue declarada pandemia, se generó un paquete de «sentido» complejo, de dudas y certezas, para un escenario global en el que la salud de los pueblos ha sido mayormente abandonada a las aventuras mercantiles del capitalismo.
Se trata de una red de «sentido» en la que transitan interrogaciones y recomendaciones, tamizadas por el miedo (genuino o inducido) y la desconfianza generalizada. En plena crisis de credibilidad mundial nos piden confianza en su capacidad para manejar una crisis. Justo donde el neoliberalismo pervirtió más rabiosamente el derecho humano a la salud, ahí se han multiplicado las muertes de manera desbordada.
Aguardan con obscenidad la multiplicación de los muertos para dar rienda suelta a su circo macabro, interrumpido por avisos publicitarios. Algunos subieron el rating. Exacerban el individualismo, deslizan su xenofobia y aplauden soterradamente la lógica del sálvese quien pueda (o quien más tenga), pero con tono filantrópico burgués; o sea, falso.
Los «noticieros», fabricados por los monopolios de medios, han exhibido toda su estulticia y su epistemología fascista de la información, aunque la maquillen con sonrisas amables, medicuchos conservadores y caras de compungidos.
Demagogia de números, nuevamente el sistema, mudo casi siempre de realidad, vuelve a relatarla casi exclusivamente con estadísticas: cifras, porcentajes, comparaciones y frases «ingeniosas» para hacer creer que se sienten «muy seguros» con las decisiones que asumen sin consultar a los pueblos.
Opera una especie de «aristocracia académica» que, con el pretexto de que los pueblos «no saben», dictan normas y decretos a granel para conducir la crisis por los senderos que, para ellos, son más seguros.
En la lógica del combate al nuevo coronavirus, reinan los silogismos del «estado presente», pero con pueblos desmovilizados a punta de pánico o de verdades a medias. «Todos a su casa» a fungir como espectadores de las cifras y de las acciones asumidas por quienes dicen saber qué hacer ante una amenaza de la que saben poco o nada.
Nadie se imaginó una movilización de pueblos que, desde sus casas, desarrolle una experiencia de crítica política frente a los vacíos de sentido, o contra el relleno semántico impuesto por el capitalismo para salir ganando, a pesar de la pandemia.
O tal vez por eso mismo, experimentamos la barbarie de una ocupación ideológica cuyo relato ha desfigurado -profundamente- el tejido social, y ha forzado el sometimiento de comunidades enteras.
Tal ocupación tiene, por objeto, establecer las hegemonías políticas y militares de la opresión, y acceder a los territorios de la impunidad absoluta frente al saqueo y la explotación. La «guerra mediática» es también una estrategia para la apropiación y explotación de la memoria histórica, de la diversidad cultural, y de la identidad de género. Consumimos el palabrerío hegemónico como si se tratase de la verdad.
Pero el «sentido» más importante que se produce, en el escenario de la pandemia, es esa solidaridad humana de la que se habla poco. Esa solidaridad que prospera en el caldo de cultivo que son las contradicciones de un sistema económico, político e ideológico destructor a mansalva de fuerzas productivas (identidades y patrimonios culturales), y que ahora se disfraza de «salvador de la humanidad» vestido con cubrebocas y batas de salubridad.
Nada de lo que hablan los técnicos, los científicos, los políticos, los empresarios y la farándula informativa del sistema, tiene importancia alguna si no mencionan la base económica y fraterna que aportan los pueblos a pesar del dolor, de las incertidumbres, de las contradicciones y los errores que, incluso lógicamente, se han cometido y cometerán en medio de una situación de «crisis», cuya dinámica no se reduce a la aparición del virus. Hemos vivido la crisis del capitalismo por demasiadas décadas.
El relato del poder sigue esperando que un «genio individual», en un laboratorio privado, con dinero y poder suficiente, descubra la «vacuna milagrosa», la salvación de coyuntura que traerá unos años más de respiro a un capitalismo en corrupción acelerada.
Esperanzas del individualismo para un relato que, con su moraleja, nos adiestra para la resignación una vez más. Salvo excepciones, como la cubana, se construye un imaginario burgués que, de antemano, deja en manos de empresas trasnacionales de la salud el negocio inmenso de hacer, distribuir y vender las vacunas y sus adláteres.
Ni una sola concepción comunitaria de las soluciones, los tratamientos, la responsabilidad colectiva. «Hay que confiar en los expertos», dicen, como si no supiésemos que todo el negocio oligarca de la salud, tan desastroso, costoso y mercenario como es, lo han construido y dirigido sus «expertos». No se puede tapar la lucha de clases con un virus.
Una cosa es segura dentro de toda la parafernalia semiótico-mediática que envuelve y maquilla a la pandemia de estos días: los pueblos están entendiendo una dimensión de la barbarie capitalista, que va quedando al desnudo según pasan las horas.
El sistema tiembla por todas partes y, para esconder sus temores, habla en tono «científico»; derrama el dinero que antes juraba no tener; construye un sentido mesiánico de sí mismo; descubre recursos donde dijo que no existían, y reinventa soluciones que, aseguró, eran imposibles.
Quieren demorar, con dinero, el despertar de los pueblos.