El 22 de abril se cumplen 150 aniversarios del natalicio de Lenin. Lo recordamos de manera muy particular, hoy, cuando los cimientos del capitalismo crujen apocalípticamente debido a la terrible crisis en que está sumergido como sistema global, crisis agudizada aún más por los efectos devastadores de la pandemia del COVID-19. Se ha desnudado como pocas veces “la naturaleza inhumana del capitalismo y su versión más obscena, el neoliberalismo… Su rostro satánico quedó expuesto, sin máscaras ni afeites. Se han abierto grietas muy hondas en el espejismo fabricado por la maquinaria de dominación informativa y cultural” (Atilio Borón).
Es un contexto coyuntural muy propicio para volver la mirada a Lenin, quien era un revolucionario que no se guiaba por esquemas previamente establecidos. Lenin el que pudo caracterizar creadoramente a Rusia como el eslabón más débil de la cadena imperialista de su momento, y que fue clave para orientar el triunfo de la Gran Revolución Socialista de Octubre en 1917. Pero Lenin no hubiese podido llegar a esa determinación si se hubiera reducido solo a los elementos exclusivamente económicos, como era (y es) lo usual en cierta ortodoxia revolucionaria muy bullanguera. Rusia era en 1917 el eslabón más débil debido a la acumulación de todas contradicciones históricas posibles, en los que interviene, claro está, lo económico, pero también, y con no menos carácter determinante lo político y lo ideológico entre otras, pero, claro está, integradas en una totalidad concreta, diríamos con Karel Kosík.
En medio de la devastadora y criminal I Guerra Mundial, Imperialista, Rusia se encontraba retardada entre una revolución burguesa y en la víspera de una revolución proletaria. Por lo tanto, convulsionaba por el choque de dos revoluciones, y por no existir la capacidad de parar una y postergar la otra.
Lo qué ocurrió en Rusia en 1917 lo narra de manera magistral el periodista norteamericano John Reed en su célebre novela Diez días que estremecieron al mundo. A decir del propio Lenin, Reed ofrece un cuadro exacto y extraordinariamente útil de acontecimientos, que tan grande importancia tienen para comprender lo que es la revolución proletaria.
Rusia era sacudida hasta lo más profundo. Las llamadas peyorativamente capas bajas habían salido a la superficie con inusitada fuerza. Era la revolución. Se cumplía lo esperado frente al gobierno provisional burgués de Kerensky que se había instalado, habilidosamente, después de la caída de la monarquía zarista. Se pusieron de relieve las tensas relaciones entre un gobierno débil y un pueblo en rebelión, y como ocurre, si hay una conducción acertada, siempre llega un momento en que cualquier acto que venga del poder exaspera a las masas, y toda negativa a actuar, excita su desprecio, y ahí estaba Lenin, activo (Reed).
Dentro de toda aquella olla de presión, en los cuarteles, en las barriadas obreras, los bolcheviques de Lenin difundían su consigna: «¡Todo el poder a los Soviets!»; mientras que los agentes más agresivos de la reacción invitaban taimadamente al pueblo a sublevarse y asesinar a los judíos, a los comerciantes y a los jefes socialistas. De una parte, la prensa monárquica incitaba a la represión sangrienta; en otra, Lenin clamaba: «¡Ha sonado la hora de la insurrección! ¡No podemos esperar más!» La prensa burguesa denunciaba a los bolcheviques de que atacaban «los más elementales principios de la sociedad: la seguridad individual y el respeto a la propiedad privada», y no menos hostilidad mostraban los periódicos socialistas moderados: «Los bolcheviques son los enemigos más peligrosos de la revolución», incluso, el periódico de Plejanov, llamaba la atención del gobierno de Kerensky sobre el hecho de que se estaba armando a los obreros de Petrogrado, y exigía severas medidas contra los bolcheviques (Reed). Como se puede observar, era todo un cuadro característico de las situaciones revolucionarias en donde los vacilantes tienden a quebrarse.
¿Quiénes se enfrentaban de manera concreta en todas partes más allá de las teorías? Los hombres de negocios, los especuladores, rentistas, terratenientes, oficiales, los políticos profesionales, curas, profesores, estudiantes, profesionales liberales, los comerciantes, los empleados, los otros partidos socialistas que hacían frente a los bolcheviques con un odio implacable. Para este bloque, los Soviets no contaban más que con los simples obreros, los marinos, los soldados que aún no estaban desmoralizados, los campesinos sin tierra y unos cuantos intelectuales (Reed). Pero la verdad era que en el otro lado, en la acera de enfrente, lo que estaba era la inmensa mayoría del pueblo pobre y humillado de siempre.
La verdad es quecl 7 de noviembre de1917 los bolcheviques, con Lenin al frente, no conquistaron el poder mediante una transacción de las clases poseedoras o de los diversos jefes políticos, ni por conciliar con el antiguo aparato gubernamental. Tampoco fue por la violencia organizada de una pequeña camarilla. Es muy claro que si el pueblo de toda Rusia no hubiese estado preparado para la insurrección mediante una larga lucha, donde Lenin jugo papel determinante, ésta habría fracasado. La razón fundamental de la victoria de los bolcheviques es que pudieron conducir al pueblo a hacer realidad las amplias y elementales aspiraciones, principalmente en las capas sociales más profundas, encauzando a ese pueblo por la obra creadora de destruir el pasado, al mismo tiempo que lo hacía cooperar también, de manera colectiva y democrática, en la edificación -sobre las mismas ruinas humeantes de lo viejo- de un mundo nuevo con sus propias manos y cerebros.
Quizás no haya personalidad revolucionaria más odiada por la burguesía mundial que Lenin. Los ideólogos y propagandistas del capitalismo han tratado de edulcorar a muchos líderes y pensadores revolucionarios (Gramsci, Lukács e incluso al mismo Marx entre otros), pero a Lenin no. Da la impresión que a Lenin no lo quiere nadie. Vale la pregunta: ¿Por qué contra Lenin hay tanto encono por parte de la burguesía mundial? No será porque era implacable confrontando, por su radicalidad; es probable que ahí esté la clave.
Lenin no era un pensador de academia, no, Lenin era un revolucionario dedicado exclusivamente a su trabajo, y todo lo que hizo lo hizo por lograr en la práctica los objetivos de la revolución socialista. Por eso pareciera que hay muchos Lenin, no uno solo, aunque, en verdad, sí era uno solo si se le ve dialécticamente. En cada etapa de la lucha de clases trató que el marxismo acompañara, pero eso sí, desde la reflexión profunda y acertada. Lenin jamás pretendió elaborar una teoría metafísica para todo tiempo y lugar. Como señalaba Lukács, Lenin fue elaborando sus categorías al calor de las luchas de clase, por eso no tiene una fórmula única que se aplique a cualquier lugar y tiempo, él iba cambiando. Estaba consciente que conceptualmente la lucha del proletariado por su liberación no podía ser captada y formulada, teóricamente, sino en el momento histórico determinado, en que por su actualidad práctica haya emergido al primer plano de la historia.
A pesar de su audacia y de su enérgica forma de actuar en política era implacable contra todo tipo de aventurerismo, en su clásico La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo lo expone de manera brillante. Implacable contra cualquier oportunismo, arrollador de cualquier reformismo.
Así era Lenin, el del análisis concreto de la situación concreta como herramienta metodológica para la política, que se explica por sí solo en el momento cumbre de la noche del 6 de noviembre de 1917, cuando quebró todas las vacilaciones escribió al Comité Central:
«Si hoy nos adueñamos del Poder, no nos adueñamos de él contra los Soviets, sino para ellos. La toma del Poder debe ser obra de la insurrección; su meta política se verá después de que hayamos tomado el Poder. Aguardar a la votación incierta del 25 de octubre (7 de noviembre) sería echarlo todo a perder, sería un puro formalismo; el pueblo tiene el derecho y el deber de decidir estas cuestiones no mediante votación, sino por la fuerza; tiene, en momentos críticos de la revolución, el derecho y el deber de enseñar el camino a sus representantes, incluso a sus mejores representantes, sin detenerse a esperar por ellos.»
Pero que en otra coyuntura, al año siguiente, para salvar la revolución supo decir sin vacilación:
“…un partidario de la revolución proletaria puede concertar compromisos o acuerdos con los capitalistas. Todo depende de qué acuerdo y en qué circunstancias se conciertan”
…hay fagots et fagots (casos y casos), como dicen los franceses. En febrero de 1918, cuando las fieras voraces del imperialismo alemán lanzaron sus tropas contra la Rusia inerme, que había desmovilizado su ejército, confiada en la solidaridad proletaria internacional, antes de que madurara plenamente la revolución mundial, no vacilé lo más mínimo en concertar cierto «convenio» con los monárquicos franceses. El capitán francés Sadoul, que de palabra simpatizaba con los bolcheviques, mientras de hecho servía en cuerpo y alma al imperialismo francés, me presentó al oficial francés de Lubersac. «Yo soy monárquico -me confesó de Lubersac-. Mi único objetivo es la derrota de Alemania». Se sobrentiende, le contesté (cela va sans dire). Ello no me impidió en absoluto «convenir» con de Lubersac en cuanto a los servicios que los oficiales franceses especializados en voladuras estaban dispuestos a prestarnos para volar las vías férreas y obstaculizar así la invasión de los alemanes. Fue un modelo de «convenio» que aprobará todo obrero consciente, un convenio en provecho del socialismo. Un monárquico francés y yo nos estrechamos la mano sabiendo que cada cual colgaría gustoso a su «consocio»…empleábamos medios archilegítimos e imprescindibles en toda guerra: la maniobra, la estratagema, el repliegue en espera del momento en que sazone la revolución proletaria que va madurando rápidamente en varios países avanzados.
Y por mucho que vociferen de rabia los tiburones del imperialismo anglo-francés y norteamericano, por mucho que nos calumnien, por muchos millones que gasten en sobornar a los periódicos eseristas de derecha, mencheviques y demás socialpatrioteros, yo no dudaré un solo instante en concertar un «convenio» idéntico con las fieras voraces del imperialismo alemán, en el caso de que el ataque de las tropas anglo-francesas a Rusia lo haga necesario. Y yo sé muy bien que el proletariado consciente de Rusia, de Alemania, de Francia, de Inglaterra, de los Estados Unidos, en una palabra, de todo el mundo civilizado aprobará mi táctica. Semejante táctica facilitará la revolución socialista, acelerará su advenimiento, debilitará a la burguesía internacional, reforzará las posiciones de la clase obrera en su victoriosa lucha contra aquélla.” (Lenin. Carta a los obreros norteamericanos)
Así, con audacia, sin vacilaciones, alejado de toda ortodoxia, dirigió Lenin el triunfó de la Revolución Rusa el 7 de noviembre de 1917