"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Crónica ucevista

Cuando empecé a estudiar en la Universidad Central de Venezuela (UCV), hace ya casi 40 años, caminar por los pasillos era un acontecimiento que iba más allá del hecho de caminar bajo techo. De lejos, la UCV le lleva una morena en cuanto a “personalidad” a cualquier otra institución educativa del país, al extremo de que es Patrimonio Cultural de la Humanidad. Como la gaita aquella, los recuerdos se agolpan como esperando que alguien diga “partida” para salir desbocados y que todos sepan cuánto nos importa el Alma Mater.

Dudábamos de si es la casa que vence la sombra (que si son sombras en plural o en singular y, sin internet, la cosa ameritaba investigar) y al mismo tiempo un recuerdo triste de un grupo de jóvenes del Orfeón nos erizaba el alma de solidaridad y ternura.

Nunca se olvida el año 1971, cuando un Presidente se atrevió a tanto. Y cómo olvidar que el Jardín Botánico estuvo décadas ahí, cual Guantánamo para los cubanos, hasta que otro Presidente dijo que ya basta. Cómo ignorar a tantos que han sido felices en el Aula Magna por las graduaciones, por la Cátedra del Humor Aquiles Nazoa, por los conciertos de música clásica y de salsa, de trova cubana y de rock en toque de queda.

Cómo no estar contentos sabiendo que la tierra de nadie terminó siendo la tierra de todos y que el edificio rojo de la Biblioteca Central (que se ve desde donde estés en la Ciudad Universitaria) sigue siendo una especie de guardián de los saberes que a cada rato te recuerda para qué llegaste allí. La plaza del Rectorado se hizo pequeña para Juan Luis Guerra pero también para las concentraciones de los años 80, década que mentaron perdida, tan perdida que la palabra imperialismo empezó a borrarse de los labios juveniles.

Cómo olvidar la militancia en el Movimiento 80 y sus colectivos de base y el “asambleísmo” que tanto criticábamos, pero cuyas decisiones acatábamos como cuando vivimos nuestra “fresita de la amargura” al lado de una cloaca. Cómo olvidar las protestas pacíficas y las violentas y los “jueves culturales” que fueron una equivocación estratégica. Cómo olvidar el 27F y la fría morgue del Hospital Universitario donde reposaba Yulimar Reyes y con ella uno de los tantos recuerdos que me dejó la solidaridad de mi hermano Pedro Chacín.

Cómo olvidar tantas pintas de pancartas, tantas reuniones, tantas discusiones para soñar con la utopía y convencernos de que ese otro mundo posible que a veces se atisba, aún necesita de nuestra rebeldía.

No puedo ignorar todo eso y tampoco la certeza del trabajo que hizo Cecilia García para acabar con “la Central”, para que nuestros hijos e hijas se creyeran que Venezuela no tiene futuro y que salieran desbocados (como mis recuerdos) del país, porque la “resistencia” de la oposición es un eterno saboteo a cualquier cosa que se haga Patria adentro. Prohibido olvidar. Ese pasillo caído es el corolario, la guinda que le faltaba a la rectora nada magnífica. Es su mejor obra y deploro que se haga la víctima cuando es la victimaria. Es como mucho. Sigamos.

 

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