Desde el inicio de su Gobierno, Donald Trump se ha caracterizado por una serie de elementos de inestabilidad e ingobernabilidad: no solo el impeachment, sino los permanentes cambios en su gabinete, su disputa con el deep state y varios medios de comunicación “liberales”, sumados a la polarización de la sociedad estadounidense con una retórica muy lejana a lo “políticamente correcto” que caracterizó a su antecesor, Barack Obama1. Sin embargo, iba primero en las encuestas para la próxima Presidencia2 hasta que irrumpió la pandemia, y las inconsistencias de la gestión de Trump quedaron cada vez más al descubierto3. En este contexto se produce el asesinato de George Floyd y se reactiva el movimiento #BlackLivesMatter, fundado en 2013 para organizar la respuesta por el asesinato de otro afroamericano, Trayvon Martin. Una vez más, la discriminación racial y la violencia policial son el motor de las protestas que se extienden por más de 30 ciudades de EE. UU., sumando otro asesinato de un afrodescendiente en Atlanta, a manos de la policía y más de10.000 personas arrestadas4, que ahora se une al descontento por el impacto del coronavirus en el mercado laboral (casi 40 millones de estadounidenses han perdido su empleo).
Como hizo el presidente George Bush durante las revueltas de Los Ángeles en 1992 tras la sentencia que absolvió a los policías que apalearon a Rodney King, Donald Trump ha decidido desplegar a la Guardia Nacional -en este caso, con 84.000 efectivos (de los 450.000 existentes)- por todo el país5, que se unen a las labores policiales en los estados. Además, 1.600 soldados de la Unidad de Reacción Rápida de la 82 división aerotransportada de Fort Bragg están en espera en las bases afuera de Washington6. La respuesta militarizada ha sido criticada por el exsecretario de Defensa James Mattis7 pero también por el actual jefe del Pentágono, Mike Esper. Detrás de las críticas al uso de las fuerzas federales está el miedo a perder apoyo dentro del Ejército, pues se calcula que el 40% del personal militar (en activo y reserva) es afroamericano8.Es significativo que, en medio de este ambiente, el Senado haya votado unánimemente la designación del general Charles Q. Brown Jr. como jefe de Personal de la Fuerza Aérea, convirtiéndose en el primer afroamericano en comandar una unidad del Ejército de EE. UU.9.Producto de las movilizaciones, Trump se ha visto obligado a firmar una orden ejecutiva para regular la actuación policial y prohibir maniobras como las que causaron la muerte a Floyd10.
En este caldeado escenario, se ha abierto un debate sobre si Trump violaría la Ley Posse Comitatus (1878) que prohíbe el despliegue de tropas militares en territorio estadounidense. Para evitarlo, debería invocar la Ley de Insurrección (1807), como se hizo en 1992, o la Ley Marcial, para la cual necesita del voto del Congreso11. Trump ya ha insinuado el posible uso de la Ley de Insurrección. Este escenario parecía reservado solo a actuaciones de la fuerza de seguridad de EE. UU. fuera de su país. Pero no es así.
El retorno a la Guerra Fría en el exterior y en territorio nacional
La retórica anticomunista tan útil para Trump, sobre todo en momentos de campaña electoral12, no se reduce a este Gobierno republicano. El anticomunismo, como “miedo y rechazo” a cualquier alternativa progresista o de izquierdas, es parte del Modo de Vida Americano exacerbado a partir de la Guerra Fría, y que todavía cala en la sociedad y las mentalidades de EE. UU., aunque no es uniforme y existan sectores, como los “millenials”, donde tiene cada vez menor efecto13. La represión a los manifestantes fuera de la Casa Blanca (y a lo largo y ancho del país) transportó directamente a la década de los ’60, a la represión contra el movimiento por los derechos civiles, económicos y políticos de los afrodescendientes y el multitudinario movimiento contra la guerra en Vietnam. En los ’60 y ‘70 el FBI no solo realizó operativos encubiertos con el objetivo de desarticular grupos políticos asociados a una potencial vía armada14, sino que desató una persecución sistemática (arrestos e incluso asesinatos) contra líderes políticos y sociales de organizaciones que eran concebidas como una amenaza para la seguridad nacional15. Como lo recordaban las Panteras Negras en su periódico, la represión era la cara interna del imperialismo desatado contra otros pueblos como Cuba y Vietnam16. El mismo imperialismo que condenó al sector popular afrodescendiente a la indignidad más absoluta, en sus propias ciudades, en sus propios barrios, como advertía Luther King en su último y más polémico discurso antes de ser asesinado17.
En la actualidad, la represión vuelve a las calles y pone en evidencia, una vez más, que lo que sucede en EE. UU. no es diametralmente opuesto a lo que EE. UU. hace en otros territorios: las libertades y los derechos no solo son avasallados en otros países; también se vulneran dentro, solo que el hecho adquiere visibilidad en la opinión pública mundial únicamente en momentos de un estallido social imposible de ocultar. La represión y desarticulación (desde el Gobierno) de cualquier movimiento político y social que cuestione el orden instituido es parte constitutiva de la historia de EE. UU.18. No existe una doble moral de la política de la élite estadounidense.
El gasto en Defensa
Existe un importante presupuesto para librar esta Guerra “Fría” dentro y fuera. El gasto en defensa de 2019 fue de 676 mil millones de dólares (3,2% del PIB)19. En contraste, el presupuesto en Educación para 2019 fue de 59,9 mil millones de dólares, un 10,5% menos respecto a 2017, y el de Sanidad de 68,4 mil millones, un 21% menos respecto a 201720.
Este excesivo y creciente gasto en Defensa es lo que sostiene a los diferentes cuerpos de seguridad a nivel nacional y en el extranjero, que son los que están llevando a cabo la represión de las protestas en EE. UU. Y, como aclaran algunos think tanks, como la Rand Corporation, las bases militares de EE. UU. expandidas por todo el mundo podrían ser útiles para contribuir en esta situación de pandemia y, también, para mantener el orden21.
Hacia fuera, la guerra retórica es con Rusia y la guerra real es con China, visualizada en una guerra comercial, que tiene de fondo una competencia por el desarrollo científico22 y el poder militar23, acompañada por un significativo proceso de rearme.
En 2018, los principales think tanks de tecnología y defensa, advertían sobre la existencia de una crisis en STEM (ciencia tecnología, ingeniería y maquinaria) sin precedentes, que estaría beneficiando el desarrollo tecnológico en otros países a costa del rezago tecnológico en EE. UU. Esto podría dar paso a que China sobrepase a EE. UU. en desarrollo tecnológico, por la inversión en investigación y tecnología (incluida la formación de recursos humanos) y por el rápido avance materializado en la tecnología 5G24. Esta competencia define la “Estrategia de Seguridad Nacional para una Tecnología 5G Segura” publicada por el Gobierno de EE. UU. en marzo de 202025.
Es por ello que, en plena pandemia y crisis política, Trump fue hasta Florida a presenciar el lanzamiento del cohete tripulado SpaceX, el primer vuelo tripulado en 9 años (hasta entonces la NASA dependía de sistema de lanzamiento ruso, como el Soyuz) y advierten que esta misión abre el camino a la comercialización de la órbita terrestre26. El show del lanzamiento, con presencia del presidente, retrotrae a momentos clave de la carrera tecnológica durante la Guerra Fría: ante la decadencia de su hegemonía, EE. UU. se ve obligado a mostrar el alcance de su complejo industrial-militar como uno de los pilares que sostiene sus decisiones.
Lo cierto es que los principales think tanks también advierten sobre el impacto que la crisis económica impulsada por el Covid-19 tendrá para el sector Defensa: auguran una fuerte disminución (obligada) del gasto, coyuntura que le podría permitir a China ponerse por delante, si es que logra manejar la crisis mejor que EE. UU.27.
Las consecuencias en América Latina y el Caribe
En tiempos de la Guerra Fría, la confrontación entre las grandes potencias de la época, EE. UU. y la Unión Soviética, se expresaba de manera bastante caliente en las periferias del sistema. En la actualidad, estamos asistiendo a paralelismos similares cuando observamos la escalada bélica de EE. UU. contra Venezuela, así como el cerco económico contra este país y la República de Cuba. De manera sintomática, Donald Trump anunció el despliegue de una operación antinarcóticos contra Venezuela cuando en su país se empezaban a vislumbrar los efectos demoledores de la mala gestión del coronavirus.
La creciente inestabilidad en territorio estadounidense puede, de hecho, reforzar esa variable de tratar de enfocar la atención de la población en supuestas amenazas externas, algo ya ensayado por otras administraciones previas. Pero también puede debilitar la capacidad de EE. UU. para enfrentar de manera simultánea tantos focos de conflictividad abiertos, adentro y afuera, en un momento económico de recesión profunda, con grandes impactos en su población, un previsible crecimiento del descontento general por el aumento del desempleo y una confrontación creciente entre una derecha cada vez más inclinada a la ultraderecha y un movimiento de rechazo al establishment desde posicionamientos progresistas o de izquierdas, catalogado como “antifa”, y como “terrorista” por el presidente.
La conjugación de todos estos elementos es ciertamente explosiva y plantea un horizonte volátil de cara a las elecciones de noviembre. Si bien antes del coronavirus, Donald Trump parecía reforzado tras el impeachment y mejor colocado para derrotar a Joe Biden, en la actualidad el escenario ha cambiado: Biden puede capitalizar el descontento de las minorías, movilizando el voto afroamericano hacia su candidatura (siempre apoyado por los principales medios de comunicación concentrados), a la vez que se refuerzan las tensiones con parte del establishment republicano y, tal vez, con el deep state, como lo muestra el libro publicado recientemente por el exasesor en Seguridad, John Bolton, que se suma a otros dos libros críticos con Trump que aparecen justo en medio de la campaña electoral.
Es importante entender que la confrontación con Rusia y China, que rememora los tiempos de la Guerra Fría, se expresa en cómo EE. UU. visualiza la presencia de intereses chinos y rusos en el continente, a los que trata como competidores que se están inmiscuyendo en mercados y territorios que son parte de su “esfera de influencia”. Esto trasciende a cualquier Gobierno de turno (Biden ya tiene una preocupante trayectoria en la región)28. Por eso, una proyección distinta de la política exterior requiere que exista un cambio de sistema en EE. UU., no un simple cambio de Gobierno. Y esto es algo que, a pesar de las movilizaciones de estos días, aún no se visualiza en el horizonte político de ese país.