Quien los hubiera visto esa tarde del 25 de julio de 1953 en la Iglesia del Cobre, con esa alegría que los jóvenes emanan a su paso, seguramente pensó que pasarían días de parranda en los carnavales de Santiago de Cuba; o que era la primera vez que estaban ahí y por eso le pedían al fotógrafo de turno que dejara constancia de su visita a la Virgen de la Caridad. Nadie de los presentes imaginó quizá que apenas horas después, esos cinco jóvenes, junto a otros revolucionarios, protagonizarían el ataque al Cuartel Moncada y la toma del Hospital Civil y el Palacio de Justicia.
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Pedro Gerardo Gutiérrez Santos cumplirá en pocos meses 92 años, pero atesora una memoria sorprendente, llena de recuerdos y detalles que parecen habérsele escapado al tiempo. Él es uno de los jóvenes que posa en la fotografía, una instantánea que 67 años después lo sigue llenando de un orgullo único, ese que te hace sentir partícipe del inicio de algo mucho más grande. Nos la enseña. Junto a él están también Oscar Quintela, José Luis López, Julio Trigo y René Bidea.
Nos cuenta que ellos fueron sus compañeros de viaje. En la noche del 24 de julio se habían quedado en el apartamento de Abel Santamaría en el Vedado, en la calle 25, entre O e Infanta.
«Días antes, Fidel nos había dicho que íbamos a dar un viaje, que le inventáramos cualquier excusa a la familia para ausentarnos un par de jornadas. Solo eso. Fidel había planeado cada paso, cada movimiento cuidadosamente, de forma tal que solo unos pocos conocían el plan en sí.
«Era pura estrategia, en caso de que alguno de nosotros fuera capturado no podía decir, ni siquiera bajo tortura, nombres, direcciones, ningún detalle, porque realmente no conocíamos nada, solo la certeza de por qué estábamos ahí: por Cuba».
De casa de Abel, algunos salimos en ferrocarril, otros en ómnibus. Yo fui uno de los pocos que viajó en automóvil.
Cuando llegamos a Santiago de Cuba, solo teníamos un papelito con una dirección: calle Celda, número 8. Imagínate, nosotros no conocíamos Santiago y estábamos completamente perdidos, y tampoco queríamos levantar sospechas y preguntar a cualquier persona en la calle. Aprovechamos la algarabía de los carnavales y encontramos a un hombre, ya pasado un poco de tragos, que nos explicó cómo ir hasta ese lugar.
Cuando llegamos ya había otros compañeros instalados, y cerca de las 11 de la noche apareció Abel Santamaría junto al santiaguero Renato Guitart. Fue entonces cuando nos llevaron hasta la Granjita Siboney y supimos que íbamos a hacer historia.
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Pedro Gerardo nació en la Esquina de Tejas, en el Cerro habanero. Pero siendo casi un niño su familia se trasladó al reparto Las Cañas, un barrio pobre ubicado en la entrada de la localidad de Calabazar.
En este pueblito transcurrió toda su juventud. Con apenas 17 años, y haciéndose con un carné que lo acreditaba como mayor de edad, empezó a trabajar en una textilera.
«Ahí fue donde empecé a enrolarme en los problemas del sindicato. ¿Por qué razón? Porque siempre he creído necesario defender lo que es justo, lo que beneficia a todos, a los más necesitados.
«Trabajé 22 años en ese lugar y también ahí perdí parte de mi audición por el propio ruido de los equipos, ahora tengo que usar un aparatico en la oreja, porque estoy sordo de cañón», dice entre risas y de forma conciliadora.
«Como te decía, es en la fábrica que empiezo a vincularme en la defensa de los derechos de los trabajadores y también fui Presidente de la Juventud Ortodoxa en Calabazar, y en esos andares fue que conocí a Fidel».
Le pido más detalles y nos cuenta que había una especie de liceo en Calabazar, donde nos reuníamos, y a uno de esos encuentros fue el Comandante en Jefe.
En esa época, rememora, el presidente de la República era Carlos Prío Socarrás y Fidel se interesó mucho por las operaciones que estaba haciendo Prío para hacerse de la finca El Rocío, que abarca toda la zona del Parque Lenin hasta el Jardín Botánico. «Se estaba apoderando de esas tierras y expropiando a los guajiros de la zona».
«Fue con nuestro apoyo que se coló en la finca disfrazado de campesino y pudo tirar fotos y denunciar lo que estaba ocurriendo».
Pero realmente el detonante que forjó al Movimiento 26 de Julio fue el golpe de Estado de Fulgencio Batista, el 10 de marzo de 1952, asegura.
«Recuerdo, como ahora mismito, que Fidel se reunió con nosotros y nos dijo: ¿Ustedes no creen que si Batista entró y tomó el poder por las armas, esa tiene que ser la misma forma de sacarlo? Y nosotros estuvimos de acuerdo, y así fue que me vinculé a lo que luego sería el m-26-7».
En Prado 109 estaba el Liceo Nacional del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) y allí sostuvimos varias reuniones, dice. «Después, mediante la intervención de Álvaro Barba, que era entonces el presidente de la feu en la Universidad de La Habana, pudimos “colarnos” en unas aulas dentro de la Universidad y hacer ahí prácticas en el manejo de las armas con una o dos pistolas calibre 45, que Fidel consiguió, y también unos fusiles Winchester y Springfield».
Luego –continúa relatando– practicamos en la finca Santa Elena, en Nueva Paz.
«También en Artemisa otros jóvenes hicieron prácticas de tiro y guardaron armas. Pero realmente eso lo supimos después, lo cierto es que nadie sabía a ciencia cierta, a excepción de los principales jefes, para qué nos estábamos preparando».
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En la Granjita Siboney, Pedro estuvo la mayor parte del tiempo haciendo guardia en una esquina. Vigilando. «Cuando pude entrar y recoger mi uniforme, ya solo quedaban tallas grandes, y yo era flaco. Tuve que dejarme la ropa que traía y ponérmelo encima para que me entallara un poco».
Al final, cuenta, eso también jugó a su favor en el momento de la huida, y le permitió deshacerse fácilmente del uniforme.
«Ya cuando estábamos todos listos, Fidel nos organizó en tres grupos: el primero al mando de Fidel –y en el que yo estaba– atacaría el edificio principal: el Cuartel Moncada. El resto, encabezado por Abel Santamaría y Raúl Castro, intentaría tomar el Hospital Civil y el Palacio de Justicia, respectivamente.
«Lo que sucedió el 26, toda Cuba lo conoce. Nosotros que íbamos a atacar el Moncada vimos frustrado todo el plan por la confusión que causó la llegada inesperada de una patrulla de recorrido y que provocó un tiroteo que alertó a las tropas batistianas de nuestra presencia. En cuestiones de segundos se formó una balacera que para qué contarte. Todavía ni sé bien cómo pude salir y montarme en uno de los carros que nos había llevado hasta Santiago».
El lío fue entonces irnos de la ciudad, afirma. No conocíamos las calles y si nos equivocábamos en una dirección estaba el peligro de toparnos con el Ejército y sus barricadas y que nos descubrieran. Salimos vivos de milagro.
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«De regreso a Calabazar, supe que la policía se estaba llevando para el Cuartel a varios jóvenes que ellos sospechaban que podían haber participado en los asaltos a los cuarteles.
«Rápidamente, en complicidad con un amigo que era también de la Juventud Ortodoxa, fui para la casa que su familia tenía en Guanabo, con el pretexto de que iba a hacer allá un trabajo de carpintería», relata Pedro.
«Estuve como dos días solamente, pero cogí todo el sol que pude para que pareciera que había estado más tiempo. Y cuando regresé a Calabazar, yo mismo fui a ver a la policía y les dije: «Escuché que me estaban buscando». Imagínate, ellos se sorprendieron muchísimo, nunca les pasó por la cabeza que yo me les iba a presentar así».
Para no hacer largo el cuento –intenta resumir–, me llevaron para el Cuartel, y me interrogaron de a´lante pa´ atrás, pero no pudieron sacar nada. «Yo me había inventado una historia bien sólida y parece que se creyeron el cuento, porque a los dos días de estar preso, me llama el Teniente a su oficina y me dice que me puedo ir».
Cuando escuché que decía eso, el cuerpo entero se me heló, confiesa Pedro. Su primer pensamiento en ese instante fue que le iban a aplicar la ley de fuga y dar un tiro por la espalda. «Medio confuso, me levanté y salí de ese lugar con el corazón en la boca. Cuando llegué a la parada de la guagua, que estaba a unos escasos metros del Cuartel, fue que pude respirar y sentir que me había librado».
Luego, rememora, cuando soltaron a Melba y Haydée, los jóvenes de la Ortodoxia nos reunimos con ellas y brindamos nuestra ayuda. «Hicimos recolectas para comprar alimentos, aseo y otros artículos de necesidad para enviárselos a los asaltantes, que quedaron vivos y estaban en el Presidio Modelo.
«Uno de los que hizo el viaje a Santiago junto conmigo, José Luis López, nunca levantó sospechas. La policía ni lo investigó. Aprovechamos eso para mandarlo a la entonces Isla de Pinos y, que además de los víveres, le preguntara a Fidel qué quería que nosotros hiciéramos, a quién había que seguir.
«La respuesta de Fidel fue contundente: “No se preocupen, yo voy a salir de aquí y voy a tumbar a Batista”». Y así fue…