Michael C. Behrent
A pocos días del escrutinio norteamericano y mientras el desenlace parece todavía muy por decidir, el historiador Michael C. Behrent repasa el duelo entre esas dos Américas, la de Donald Trump y la de Joe Biden.
Rara vez una elección se ha visto tan escudriñada hasta este punto en todo el mundo. Detrás del duelo entre Donald Trump, actual presidente de los Estados Unidos, y Joe Biden, antiguo vicepresidente de Barack Obama, está en juego el enfrentamiento entre dos Norteaméricas probablemente irreconciliables. Michael C. Behrent, historiador norteamericano que enseña actualmente en la Appalachian State University (Carolina del Norte), nos desvela su análisis de la situación. Recoge sus declaraciones el periodista Kévin Boucaud-Victoire para el semanario francés Marianne.
¿Qué balance hace usted del mandato de Donald Trump ?
«Balance» parece una palabra demasiado corriente para aplicarla a la insólita presidencia de Donald Trump. Pero si se acepta el ejercicio, habría que decir que su balance es el de la mofa constante de las normas de la política norteamericana. Al inicio de su mandato, nos preguntábamos si Trump se convertiría algún día en un presidente normal. No ha sido nada de eso. Resulta difícil elaborar una lista exhaustiva de las prácticas consideradas hasta hace poco inaceptables, pero que, con Trump, se han vuelto familiares. Creo que su desviación de la política normal la admiten tanto sus partidarios como sus detractores, aunque unos y otros aprecien este hecho de manera radicalmente diferente.
La denuncia sistemática contra aquellos periodistas y reportajes que no están de acuerdo con el presidente, el rechazo por parte de un candidato, y luego de un presidente, a publicar sus declaraciones de impuestos, la prosecución por parte de un presidente en ejercicio de sus intereses financieros personales, el reconocimiento, y por tanto la legitimación, de milicias y grupúsculos de extrema derecha y de supremacistas blanco, la negativa a aceptar la legitimidad de las elecciones y el principio democrático de traspaso de poderes, el elogio de dictadores reconocidos como una amenaza para los Estados Unidos, mientras se deja en mal lugar a democracias y aliados de larga data, la utilización del poder del Estado para amenazar a sus adversarios políticos. Antes de 2016, esas acciones pertenecían a la ficción política; con Trump, forman parte de la actualidad cotidiana.
No pretendo decir en modo alguno que Trump sea el primer individuo en la historia norteamericana en entregarse a esas prácticas. Está claro que no es el caso. Pero en el curso de casi cuatro años en la Casa Blanca, ha desempeñado un papel decisivo en su normalización.
Una vez dicho esto, Trump ha visto de todos modos cómo se le imponían ciertos límites por el hecho de formar parte del Partido Republicano. Es verdad que los republicanos se han dejado definir cada vez más por Trump, pero ha habido ciertos asuntos en los que Trump no tenía la opción de fracasar. Así, por ejemplo, ha designado tres jueces para el Tribunal Supremo (de un total de nueve) que son del agrado de los conservadores, ha aprobado una importante bajada de la fiscalidad a los americanos más ricos y a las empresas, ha suprimido numerosas regulaciones federales, sobre todo medioambientales. Esas opciones políticas remiten directamente a los presidentes republicanos; Jeb Bush o Marco Rubio habrían hecho otro tanto.
Sin duda es ahí donde hay que situar el insólito carácter de Trump: por un lado, un personaje que se sale de fuera de la norma; por otro, una presidencia preparada por la evolución de la derecha norteamericana en un sentido xenófobo, antiliberal (en todas las acepciones de la palabra), y presa de todos los resentimientos.
¿Han calibrado los demócratas el «fenómeno Trump»?
Si y no. Por un lado, desde hace cuatro años, los demócratas se han transformado de arriba abajo en partido anti-Trump. La contrapartida de la presidencia sin reglas de Trump es la oposición implacable de los demócratas, que va bastante más allá del género de oposición a la que están acostumbrados los demócratas. Muchos demócratas ven a Trump como un peligro existencial para las instituciones, para el país, incluso para el mundo. Desde finales de 2016, los demócratas empezaron a describirse como «resistencia». No han olvidado nunca que Hillary Clinton consiguió bastante cómodamente el voto popular. Durante las elecciones de mitad de mandato (que les han permitido hacerse con la Cámara de Representantes), con la investigación sobre la ingerencia electoral de los rusos, que culminó en el informe Mueller, y finalmente con el proceso de destitución dirigido contra Trump, los demócratas se han presentado como dique último contra la amenaza trumpiana. Si se les ocurre evocar sus asuntos predilectos – sobre todo la protección de derechos en materia de salud conseguida con Obama –, estos quedan en buena medida subordinados a la afirmación de una identidad anti-Trump. Los demócratas han recogido, así pues, el desafío del nuevo ciclo de guerras culturales norteamericanas inaugurado por Trump. Contra lo que perciben como la Norteamérica de Trump – racista, misógina, intolerante, pasadista, hostil a la ciencia, retraída sobre si misma –, los demócratas aspiran a encarnar otra Norteamérica, que descansa sobre la «diversidad» y «la inclusividad», de acuerdo con los cambios científicos, que reconoce la urgencia ecológica, abierta al porvenir.
Pero, ¿han tratado de verdad los demócratas de comprender las razones de la victoria de Trump en 2016? Estamos lejos de estar seguros. Con Obama, al fin y al cabo, la utopía demócrata iba por buen camino: ¿cómo es que el país ha girado tan bruscamente en otro sentido? Los demócratas quieren denunciar las inquietudes económicas y culturales que han impulsado a Trump y, hay que decirlo, han motivado el rechazo de Hillary Clinton; están mucho menos inclinados a comprenderlas, todavía menos a tratar de responder a ellas. Trump es sin duda un personaje repulsivo, pero su elección fue claramente una señal de alarma, una protesta contra un modelo – sobre todo económico – que numerosos norteamericanos consideraban insoportable. Aunque la política económica de Trump sea incoherente (mezclando proteccionismo y ultraliberalismo) y, pese a la mirada cada vez más benevolente con la que algunos demócratas contemplan el socialismo, un Biden presidente corre el riesgo de recaer en el mismo molde, sobre todo en el terreno económico, sin haber tomado nota del sentido de la revuelta populista de los últimos años.
¿Estamos frente a dos Norteaméricas totalmente irreconciliables, una progresista, favorable al multiculturalismo y a la globalización y otra más conservadora?
En cierto modo, sí. Pero evitemos las caracterizaciones demasiado fáciles. ¿Se pueden calificar verdaderamente de «conservadores» los riesgos que ciertos partidarios de Trump están dispuestos a correr ante los riesgos del coronavirus? A la inversa, ¿se puede calificar verdaderamente de «progresista» el entusiasmo de un cierto electorado demócrata por el capitalismo y los acuerdos de libre comercio?
Me sentiría tentado a decir que, en esos análisis, casi no es cuestión de ideología propiamente dicha, de «creencias» confirmadas o modificadas en función de los acontecimientos y de los debates. Es cuestión mucho más de lo que Pierre Bourdieu llamaba habitus – es decir, de un pasado, una realidad social, de perspectivas sobre el futuro que interiorizan los individuos y que modelan su cuerpo, su manera de comportarse, de hablar, de relacionarse con otros. Las «ideas» y las «creencias» no cuentan en todo eso más que accesoriamente, como efecto secundario. Es casi un retorno al principio de «partidos de clase», salvo que los partidos representan actualmente agrupamientos que van más allá de la simple referencia económica.
Me impresiona el hecho de que, en el momento actual, el físico y la forma de hablar de un norteamericano predigan bastante bien sus preferencias políticas. La filiación política se lee en la cabeza del cliente. Si se vive en una región rural y agrícola del sur, votar por los demócratas parece casi inconcebible. Si se trata de alguien sobrecualificado que trabaja en una de las grandes metrópolis de una de las dos costas, el atractivo de Trump resulta enigmático. Se presenta como un debate de ideas, pero es mucho más un choque de civilizaciones en un solo país.
Todo esto no quiere decir que los electorados sean inmóviles. Está claro que algunas poblaciones relativamente conservadoras han abandonado a Trump, sobre todo la gente de los barrios residenciales de las afueras, y en particular las mujeres. Pero creo que se trata más bien de un rechazo del habitus que encarnan Trump y sus partidarios que de una adhesión al «progresismo» en su conjunto. En efecto, lo que vuelve particularmente interesante estas elecciones (y la situación política desde hace cuatro años) es la forma en que ciertas ideas preconcebidas se encuentran en transición. Los estados industriales del Midwest y del noreste (Pensilvania, Wisconsin), tradicionalmente favorables a los demócratas, se han convertido en ganables [para los republicanos] (aunque Biden esté en buena posición para llevárselos). Algunos estados del sur que han sido durante mucho tiempo hiperrepublicanos y, por tanto, inaccesibles a los demócratas (Carolina del Norte, Georgia, hasta Tejas), son ahora campos de batalla. La razón estriba en la transición demográfica: esos estados tienen ahora más licenciados, zonas residenciales más importantes, más diversidad racial. La manera de vivir en una zona residencial acomodada de Atlanta o de Dallas no es tan diferente de la forma en que se vive en Nueva York o Seattle. Todo eso tiene consecuencias importantes.
¿Cómo ve usted la campaña de Joe Biden ?
Joe Biden no ha sido nunca un buen candidato, no hay que olvidarlo. En 1988, se retiró antes de las primarias debido a una historia de plagio; en 2008 fue un candidato menor, pese a la longevidad de su carrera política en el Senado. Sin embargo, para Barack Obama fue el vicepresidente ideal – un hombre que conocía bien Washington, al que le encantan las multitudes y hacer campaña, que es poco intelectual, pero que es agradable y abordable – lo contrario, en suma, de Obama, un personaje carismático, pero austero, y muy poco típico de la clase política norteamericana (a causa de sus origines raciales, desde luego, pero sólo en parte).
El sentido de la campaña de Biden es extremadamente claro: es el candidato de la legitimidad de Obama y el anti-Trump. Partiendo de esta postura, su programa es del todo secundario. Sus cualidades personales, su «decencia», su experiencia se ponen por delante para subrayar la manera en la que se diferencia de Trump. Pero las cuestiones de identidad también desempeñan su papel: la baza de Biden es que se trata de un hombre blanco que fue vicepresidente del primer presidente negro. De ese modo, puede hacer valer sus lazos privilegiados con Obama y beneficiarse así de la «prima de diversidad», sin hacerle el juego a Trump, que se basa en la estigmatización más o menos explícita de las mujeres y las minorías. El ascenso político de Trump en los últimos años es inseparable del hecho de que ha tenido como adversarios a Barack Obama y Hillary Clinton. Biden – que se adhiere al discurso de estos últimos sobre la «diversidad», aun siendo un hombre blanco de orígenes populares – desestabiliza la estrategia trumpiana.
Black Lives Matter y el movimiento antirracista, ¿han beneficiado a Biden?
Probablemente, pero no de manera decisiva. El electorado negro ya estaba con él antes de los sucesos de primavera y del verano pasado, tras el asesinato de George Floyd. La principal ventaja estratégica de Biden, y justificación de primer orden de su campaña, era un apoyo muy pronunciado entre el electorado negro, hasta el punto de haberle cerrado el paso a candidatos negros como Kamala Harris (candidata a la investidura demócrata antes de convertirse en compañera de candidatura de Biden) y Corey Booker. Este apoyo se explica sobre todo por lo que yo llamo su «legitimidad por Obama», pero también por sus posturas relativamente moderadas. En efecto, si el electorado negro (que vota masivamente demócrata) se preocupa mucho por la injusticia racial, sus inclinaciones políticas son, por lo general, centristas: aunque existe una izquierda negra, el electorado afroamericano desconfía de los candidatos a los que se juzga demasiado «a la izquierda», o de radicales, como, por ejemplo, Bernie Sanders o Elizabeth Warren, por razones que se debaten entre los politólogos (porque los negros no se creen «con permiso» para ser radicales por el hecho de la estigmatización del «negro encolerizado», porque un candidato radical se juzga demasiado arriesgado respecto a la amenaza encarnada por Trump, etc.).
Lo que está claro es que la diversidad racial se ha convertido desde ahora en uno de los valores esenciales de los demócratas, tal vez incluso en su valor primordial. Black Lives Matter y el movimiento antirracista han desempeñado un papel importante al obligar a la sociedad norteamericana a tomar postura en esas cuestiones, de una forma que ha permitido a los demócratas definirse por relación a los republicanos, menos dispuestos a reconocer la existencia del «racismo sistémico». Yo diría que lo que ha contado para Biden es el lema «Black Lives Matter», más que el movimiento que ostenta este nombre. Black Lives Matter representa un verdadero movimiento social, llevado por una reflexión profunda y contestataria sobre el racismo, la interseccionalidad, las cuestiones de género, la economía, etc. Este pensamiento de vanguardia incide bastante poco en la campaña de Biden, pese al lugar esencial que ocupan las cuestiones ligadas a la diversidad en el habitus demócrata.
¿A qué se asemejaría, en su opinión, un mandato de Biden ?
A algo extremadamente, incluso penosamente familiar; en resumen, a un dirigente occidental genérico de los últimos veinte años. No hay que esperar demasiado de Biden. Ha hecho la campaña del anti-Trump, y sobre este punto se puede esperar que mantenga su palabra.
Es verdad que asistimos a una izquierdización del Partido Demócrata, como lo testimonia el interés por las campañas de 2016 y 2020 de Bernie Sanders, o el atractivo de personalidades como Elizabeth Warren o Alexandria Ocasio-Cortez. Los jóvenes norteamericanos redescubren el socialismo en los campus. Pero Biden no será el presidente de un giro a la izquierda. Sus instintos más profundos, en el curso de una carrera que se extiende a lo largo de casi cinco décadas, consisten en alinearse en el centro de gravedad de sus partidarios, incluso del país. No hay por lo tanto que esperar, como hacen algunos jóvenes izquierdistas, un retorno de Franklin Roosevelt, un New Deal bis. Biden tiene sensibilidad popular – es una de sus cualidades–, pero eso le impulsa hacia el centro, no hacia la izquierda. Biden abandonará la desastrosa política de Trump en materia de medio ambiente. Y no es poca cosa tener (de nuevo) a un presidente que condene sin ambigüedades el racismo y la xenofobia. Pero, en mi opinión, los que creen que Joe Biden ha esperado a su 78 cumpleaños para convertirse en un visionario se entregan a la más pura fantasía.
Si gana Biden y su victoria no resulta en exceso impugnada, muchos norteamericanos suspirarán con un gran «uf» colectivo. Pero la política norteamericana no cambiará, a pesar de eso: la polarización, de carácter enormemente conflictivo, persistirá a buen seguro. Mucho dependerá de la importancia de la victoria de Biden y, sobre todo, de la cuestión decisiva de saber si los demócratas ganarán en el Senado. Si bien los demócratas han logrado la mayoría de los votos en todos los escrutinios presidenciales desde 1992, salvo uno – 2004 –, no han controlado, en el curso del mismo periodo, la Casa Blanca y las dos cámaras del legislativo más que durante cuatro años – entre 1993 y 1995, y entre 2009 y 2011. La edad de Biden hace poco probable un segundo mandato, de modo que asistiremos verosímilmente a una carrera por la sucesión anticipada, que opondrá eventualmente al centro y a una izquierda revitalizada.
Por encima de todo, si deja Trump la Casa Blanca, se corre el riesgo de que su espectro hechice el paisaje político contemporáneo durante un tiempo. Dudo de que Biden logre enterrar las angustias y resentimientos que su predecesor ha sabido encarnar. En esta gran epopeya de polarización política que viven los Estados Unidos desde hace varios decenios, la presidencia será un nuevo acto, no la última escena.
Fuente: Marianne, 26 de octubre de 2020
¿Hasta dónde llegarán los medios conservadores para ayudar a Trump la noche de las elecciones?
Brian Rosenwald
Esta semana hemos estado analizando en The Gist [“El meollo”, sección de la revista digital Slate] la cuestión de lo que sucederá si la noche electoral se convierte en quincena electoral. Pero una buena parte de ello se cifra en quiénes estarán tratando de lograr que no te creas los resultados de las elecciones. Para proporcionarles una guía como espectadores y oyentes de lo que pudiera ocurrir, hemos hablado con Brian Rosenwald, autor de Talk Radio’s America: How an Industry Took Over a Political Party That Took Over the United States [“La radio de tertulias: como un sector económico se apoderó de un partido político que se apoderó de los Estados Unidos”]. Una parte de esa entrevista es la que figura transcrita a continuación, editada y condensada por razones de extensión y claridad. – Mike Pesca, Slate.
Mike Pesca: Hemos oído hablar de la idea de un espejismo rojo [el rojo es el color de los republicanos norteamericanos], y el espejismo rojo es una especie quizás, dependiendo de cómo lo mires, de forma escalofriante o fantasiosa de hablar de los resultados la noche de las elecciones. ¿Se desbaratará todo esto, aunque los resultados de las noches electorales no muestren a los republicanos en cabeza, con una ventaja bastante pronunciada?
Brian Rosenwald: Sí. Creo que si hay una gran victoria de Joe Biden, todo esto se viene abajo, si Biden va ganando en Tejas o Florida al término de la noche electoral. Para mí, esos dos son los estados claves. Trump puede seguir intentándolo, porque sabe Dios que no le disuade ni la razón ni la lógica, pero en su mayor parte será él que tuitea con rabia hacia el abismo, por oposición a un verdadero esfuerzo concertado que diga: “Vaya, aquí hay algo que va mal”.
¿Y qué pasa si Trump hace las afirmaciones que hace y su gente repite esas afirmaciones y los medios amigos se hacen eco quizás de ellas? Pero ¿qué pasa si los funcionarios de los estados de los que estamos hablando no siguen la corriente? ¿Puede eso servir de barricada?
Bueno yo creo que sí. Quiero decir que ya lo vimos en 2018. Arizona es uno de esos estados que recoge mayormente votos por correo y lo ha sido desde hace tiempo. En la noche electoral de 2018, Martha McSally, que era candidata republicana al Senado, y ha sido ahora designada para presentarse a senadora, pues, iba por delante la noche de las elecciones y empezó después a perder poco a poco terreno en cuanto empezó el recuento. En el condado de Maricopa, que incluye Phoenix y que es un condado enorme, en cuanto empezaron a contar los votos por correo, empezó a ver cómo su ventaja se recortaba y se recortaba cada vez más.
Acabó en una victoria de los demócratas, y aparecieron todas esas voces de la derecha dando gritos de que estaba pasando algo malo y “nos lo están robando”. El gobernador republicano, Doug Ducey, declaró que “No, no, esto es así. No hay nada erróneo, es algo totalmente legítimo”. Y creo que si hablamos de los funcionarios electos republicanos, ellos podrían reventar la burbuja y hacer que las cosas se calmaran. No hay garantías de que vayan a hacerlo, pero en el caso de algunos de ellos, sobre todo si parece que Trump va a perder por mucho, entonces empezarán a pensar en su reputación, en su futuro, y en que puede que no tenga sentido engancharse a una teoría conspirativa.
He estado viendo la Fox y escuchando algunas tertulias de radio. Hasta cierto punto le están dando difusión a los temas de discusión del presidente: “Ay, no puedes confiar en el voto por correo”. Pero, ¿le da la impresión de que cuando las cosas se pongan difíciles y la democracia pueda llegar a la insurrección armada, se puedan echar atrás? No sé si lo harían, no creo que sea el caso de Mark Levin, pero, ya sabes, quizás sí el de Glenn Beck.
Bueno, yo creo que diferenciaría entre la radio de tertulias y la Fox. Me parece que los ejecutivos de la Fox, por lo menos, tienen un negocio más grande del que preocuparse, y han de fingir, como mínimo, que tienen una cadena de noticias. De manera que creo que Fox podría comportarse con alguna diferencia respecto a, por ejemplo, OANN (One America News Network) o Newsmax, las otras cadenas por cable conservadoras.
Pero no tienen —sé que las redes sociales pueden amplificar esas voces—, pero no tienen el alcance de Fox.
No.
Pero, una vez más, Rush Limbaugh tiene en su programa más oyentes de los espectadores que tiene Fox o más público de media en una hora.
Eso es totalmente cierto. Y Rush Limbaugh es en esto el gran comodín. Nunca se ha mostrado contrario a una buena teoría conspirativa. A menudo la deja pasar muy sibilinamente. Te dirá: “He leído esto en este sitio”, o bien: “Me ha enviado esto alguien”. Nunca es: “Te lo digo yo, es un hecho”. Porque luego, cuando los medios se irritan todos, tiene cierto margen de negación plausible para decir: “Yo nunca dije eso”. Pero desde luego le dijo hace unas semanas a un oyente que llamaba, que hablaba de que hacía falta algún tipo de Plan B, algo así como: “No, no hay Plan B. No vamos a perder. No hable asi, no quiero oír eso”.
De manera que con Trump va a por todas, y hay que preocuparse de gente como Rush y [Sean] Hannity. Pero una vez más, estos tipos no son idiotas. Si Biden logra más del 55 % del voto popular, si es una paliza, se vuelve difícil hasta para Rush Limbaugh o Sean Hannity actuar así, y lo probable es que no desperdicien su credibilidad en ese tipo de escenario. Pero si la cosa está realmente apretada en muchos lugares, sí, van a informar de cualquier ejemplo de lo que sea [sobre fraudes] que salga en cualquier diario, de esos de los que, cuando profundizas y lo desenmarañas, se quedan de veras en nada.
Tengo la impresión de que hay fuerzas, gente que trabaja en política, o sitios como Gateway Pundit, o probablemente algunos como OANN, a los que no les importa. Me pregunto sobre ciertos aspectos de las tertulias radiofónicas. Y luego tenemos otros presentadores de tertulias radiofónicas de derechas que quizás tienen más de “showman” que de “vamos a abanderar esta sangrienta enseña”. ¿Qué piensa usted?
Creo que es 100 % correcto establecer esas distinciones. Tenemos una ultraderecha emloquecida. Ya sabes, grupos de supremacistas blancos y otras cosas parecidas que tratan de atizar una guerra civil, que tratan de atizar la insurrección. Esta es gente que está abolutamente loca, que son unos racistas. Son peligrosos, deberíamos clasificarlos como terroristas. Y tenemos gente de la teoría conspirativa en los medios, como Alex Jones, por ejemplo, que constituyen su propia esfera, en la que se preocupa de vender supervivencia, el Kit de Supervivencia de Alex Jones, por un precio de 79.99 dólares o algo así.
Sí, tres plazos de 79.99 dólares.
Donde todo es una especie de timo en cierta medida, donde de lo que se trata es de hacer dinero. Y luego tienes los medios conservadores más convencionales, una cuestión que nos devuelve a Rush Limbaugh. Estos son tipos que son republicanos, que son conservadores, pero que son entretenedores. Su objetivo número 1 es conseguir que la gente les sintonice para poder cobrar, en palabras de Rush, “tarifas de publicidad confiscatorias”. De manera que les gustan las dudas y el caos, porque si no te fías de los medios convencionales y lo que hay son dudas y caos, vas a sintonizarte todos los días. Hay un límite con respecto adónde vas a llegar, puesto que, si eres una empresa, no te quieres anunciar con alguien que parece un demente, porque lo que vas a tener entonces es un boicot a tu propia empresa.
De modo que vale la pena recordar que esta gente lleva, a fin de cuentas, un negocio y que van a hacer lo que crean que es bueno para el negocio. Si eso significa en un momento dado cortar con Donald Trump, pues sí, en ese caso podrían hacer eso. Si eso significa sembrar dudas y caos, porque va a suponer un exitazo en los índices de audiencia durante dos meses, podrían hacer eso. Pero se dan también cuenta de que la mejor época para Rush Limbaugh fue la presidencia de Clinton, de modo que entienden que tener un contrapunto en la Casa Blanca es a menudo una buena cosa. De manera que yo no agruparía al conjunto de los medios conservadores en esto, sobre todo en los últimos diez años. Está cada vez más fragmentado y hay presiones hasta en el caso de las personas más asentadas para que se muevan cada vez más a la derecha y suenen cada vez más chiflados, porque no quien verse desbordados. Creo que fue John Boehner el que dijo en una entrevista, después de retirarse como portavoz, dijo: “Miren, yo solía hablar con Rush y con Hannity continuamente, solía jugar al golf con ellos. Mantenía una buena relación, y de pronto llegó ese tipo, Levin, y ahora se han vuelto locos”.
Pero hay algunas voces, como, por ejemplo, Ben Shapiro, que quizás sea la voz joven más importante de los medios conservadores, que creo que si está claro o razonablemente claro que ha perdido Trump, no van a sembrar dudas. Va a decir: “Mirad, tíos, ya os dije que aquí el problema era Donald Trump. El problema no es nuestro mensaje. El problema no es la coalición. Ha sido sólo él. Necesitamos un mensajero nuevo. Dejadlo correr, ya tendremos a alguien que sea mejor”.
Fuente: Slate, 21 de octubre de 2020
Depresión del votante, depresión del voto. Entrevista
Jiore Craig
Jiore Craig es vicepresidenta y directora de prácticas digitales de la empresa de sondeos políticos Greenberg, Quinlan, Rosnera. Se ha especializado en diferenciar entre el sentimiento expresado en el mundo digital y la opinión pública más general. La entrevista, realizada por Molly Boigon, periodista de investigación de la revista judía norteamericana Forward, se ha editado por mor de la extensión y claridad.
La mayoría de los lectores han oído hablar de la supresión del voto. Pero su empresa ha trabajado sobre otra cuestión electoral, la depresión del voto. ¿Cuál es la diferencia?
Con frecuencia oímos hablar de la supresión del voto, que se cifra en los esfuerzos por impedir que la gente vote.
La depresión del voto estriba más en un esfuerzo por abrir una grieta en el entusiasmo, por minimizar el entusiasmo. Si la gente se siente animada por un candidato, si está persuadida de una determinada medida política, se trata de poner preguntas en su cabeza para lograr que tengan la impresión de que no pueden ser así de entusiastas, o de que acaso no tengan la posibilidad de influir con su voto. Tiene más que ver con la actitud y con debilitar las energías o las intenciones respecto a un candidato.
Boigon: ¿Quién es, por lo general, blanco de esta depresión del voto?
Los norteamericanos negros son diana, desproporcionadamente, de operadores de estados extranjeros y operadores internos. Pero también hay otros grupos a los que también se toma como objetivo: los jóvenes y las comunidades inmigrantes.
Sabemos que la mayoría de las campañas de desinformación o de las operaciones de influencia tratan de destruir de algún modo la confianza. Cuando vas destruyendo la confianza, a menudo el primer sitio al que te diriges es aquel en el que la confianza puede estar ya un poco quebrantada, de manera que te aproveches de los votantes que ya se sienten un tanto desligados del sistema. Ahí donde existe ese vacío, resulta fácil impulsar contenidos para deprimir el voto, contenidos para suprimir el voto, y campañas de desinformación que ensanchen todavía más esa brecha.
Muchos de los esfuerzos para contrarrestar esto no tienen que ver necesariamente con desmentir la información, tienen más que ver con devolver la confianza.
¿Cómo suenan los mensajes de la depresión del voto?
A menudo empiezan planteando una pregunta que empieza lentamente a corroer el entusiasmo o la confianza con el tiempo: ¿importa de verdad que votes? ¿De verdad importa que apoyes a este candidato? ¿De verdad importa que este candidato diga esas cosas cuando este candidato es esa clase de persona?
Concretamente, en el caso de la senadora Kamala Harris, la candidata demócrata a la vicepresidencia, hemos visto tácticas de depresión del voto que giraban en torno a su identidad: “No es tan negra como dice”, “No es tan norteamericana como dice”. Hay agentes nocivos que ponen en cuestión su identidad sin fundamento alguno.
Cuando Joe Biden se convirtió en el presunto candidato demócrata, hubo envíos de mensajes que le sugerían a la gente que los dos candidatos, Biden y el presidente Trump, eran lo mismo, que no tenía sentido votar y que sería traicionarse a uno mismo votar por uno cualquiera de los dos candidatos.
¿Cree usted que la supresión del voto, la depresión del voto y los esfuerzos desinformación son hoy más fuertes de lo que eran en 2018 o 2016?
Creo que el volumen es más elevado. Hay más agentes nefastos en juego, pero creo asimismo que están más familiarizados con la tecnología. También ha aumentado nuestra capacidad de detectarlos.
Fuente: Forward, 27 de octubre de 2020
Así favorece Facebook a la derecha
Tommasso Grossi, Giacomo Antonelli
Según un análisis realizado en los Estados Unidos, el algoritmo de Menlo Park [localidad californiana donde se encuentran las oficinas centrales de Facebook]hace resaltar más los mensajes de los republicanos. Y no es un error tecnológico, sino una elección política.
Se acercan las elecciones norteamericanas y está claro a favor de quién se alineará Facebook. En los pisos altos de Menlo Park, las relaciones políticas y personales con los republicanos parecen confirmar la intención de Facebook de promover no sólo la victoria de Donald Trump, sino de toda la derecha norteamericana. El “prejuicio conservador” de Facebook denunciado por los demócratas está dando ventaja a las burbujas de información de derechas, permitiéndoles incluso actividades consideradas ilícitas por la misma plataforma. Lo sugiere el análisis de los mensajes que han recibido más interacción en Facebook en los Estados Unidos: calculando la frecuencia con la cual las páginas de derechas acaban en lo más alto de la clasificación se puede tener una idea de quién domina la plataforma. La página del comentarista político Ben Shapiro ha estado entre las primeras diez en 110 ocasiones, mientras que la CNN, la página no conservadora que ha tenido más éxito, sólo en 22 ocasiones. Existe una explicación del resultado de Shapiro. Su sitio digital, antaño responsable de contenidos racistas, recibe apoyo y patrocinio de páginas extremistas que Facebook debería controlar, por no decir eliminar.
Se trata de una densa red de páginas ligadas al mismo diario, que a la misma hora y con el mismo contenido comparte los mensajes en ellas, aumentando su viralidad. A pesar de que el patrocinio coordinado esté prohibido por la plataforma, Facebook ha decidido hacer la vista gorda en lo que respecta a las informaciones favorables a Trump.
Y no se trata de un caso aislado: son de hecho diversas las páginas conservadoras que gozan de mayor visibilidad que otras en la red social californiana. Tras haberse negado a eliminar los mensajes de Trump que incitaban a la violencia contra los manifestantes, Zuckerberg ha permitido publicar anuncios políticos e informaciones no verificables, que continúan legitimando contenidos de extrema derecha y reaccionarios. De los grupos de los Proud Boys a las páginas de QAnon, Facebook sigue haciendo de caja de resonancia de la causa de Trump, definido por el mismo Zuckerberger como su “mejor cliente”. Facebook ha defendido la neutralidad de sus algoritmos, que dan lugar al éxito del populismo de derechas, con el hecho de que esos contenidos “son capaces de transmitir emociones fuertes y viscerales”.
Sin embargo, repitiendo el mismo análisis en las primeras diez páginas digitales por interacción en Italia, el cuadro es distinto: a pesar del hecho de que Salvini y Meloni figuren a menudo en el “top ten” con una veintena de apariciones en cabeza, son las cabeceras periodísticas las que dominan las redes sociales, merced a La Repubblica, que aparece 90 veces en la clasificación, si bien los contenidos de los soberanistas italianos no son menos “emotivos y viscerales” que los que cuelgan sus homólogos de los EE.UU.
La sospecha de que Facebook reserva un tratamiento de favor en lo que se refiere a la zona Trump es, dicho de otro modo, más que fundada. Por otro lado, la relación entre Facebook y la derecha es profunda. En noviembre de 2019, Zuckerberg tuvo una serie de cenas con personalidades del ala radical, entre ellas Shapiro y Tucker Carlson, para defender la primera enmienda en las redes sociales. Pero, sobre todo, es Joel Kaplan el vínculo entre Facebook y los republicanos: hoy director de políticas públicas de Facebook y brazo derecho de Zuckerberg, Kaplan estuvo durante ocho años en la administración de Bush Jr. y sigue siendo amigo íntimo de Brett Kavanaugh, el juez antiabortista y homófobo designado por Trump. Habría sido Kaplan el que modificó los algoritmos de Facebook para favorecer páginas y contenidos conservadores, según han revelado sus empleados de forma anónima.
Las relaciones entre Facebook y la derecha norteamericana no acaban, por lo demás, aquí. Ya desde la creación de Facebook, Zuckerberg captó el interés de muchos inversores cercanos a la derecha. Entre las diversas figuras que lo han financiado destaca Peter Thiel, socio fundador de PayPal y Palantir, frecuentador de la galaxia supremacista blanca y que todavía hoy se sienta en el consejo de administración de Facebook. Por ende, Zuckerberg saca inmensos réditos de la alianza con Trump, que se opone al proyecto del Partido Demócrata de regular e incluso desmembrar Facebook. Y es conocida, por contra, la antipatía que existe entre Zuckerberg y Joe Biden, que lo ha definido como “un serio problema”.
Fuente: L´Espresso, 14 de octubre de 2020