Ya no trabajaba en la redacción, después de tantos años. Pero cuando me llamaron y me propusieron viajar a Mar del Plata en el Tren del Alba, que iría a la contracumbre en la que Chávez y Néstor enterrarían el Alca con el mismísimo Bush en sus narices, dije que sí, qué claro que sí, y empecé a preparar mi mochila, por inercia. No necesitaba ni una muda de ropa, porque no me pedían que cubriera ni la Cumbre ni la Contracumbre: sólo el viaje en el tren. Tenía que llegar a la madrugada a Mar del Plata y tomarme primero un café y después otro micro que me devolviera a la Capital, para escribir la nota.
Fue en el mismo viaje, apenas empezó, o mejor dicho antes, en la conferencia de prensa que dio Maradona en la estación atestada de gente antes de la partida, que empecé a entender algo de lo que estaba pasando. Recién ahí lo quise a Maradona, después de mucho tiempo de relación conflictiva de la que él nunca se enteró. Porque allí, en ese tren, que estaba lleno de actrices, actores, cantantes, gente famosa, dirigentes como Evo, dirigentes sindicales, la verdad de la milanesa era Maradona. Era el motor, la tracción a sangre que le dio un volumen enorme a ese viaje de vigilia por la Patria Grande. Todo lo que significa Maradona, él lo puso al servicio de un proyecto, que en ese momento era arruinarle la fiesta a Bush.
Kusturica, que filmaba su documental, lo seguía por todas partes. Los primeros vagones, que era donde estaban los más importantes, eran inaccesibles para el resto de los pasajeros. Igual se podían hacer muchas notas en medio del apretujamiento general: si a uno le pegaban un codazo, se daba vuelta y seguro que era un “famoso pensante”, de esos que te dan buenas frases. Así transcurría la madrugada cuando la puerta del coche comedor se abrió y entró algo como una llamarada: era Maradona con Kusturika atrás y el séquito que lo seguía a todas partes.
Me achiqué en el asiento porque el clima en el coche comedor era de sofoco, pero de pronto una mano agarró la mía y era la de Maradona. Había ido a saludar a uno por uno de los atestábamos el tren. ¿Hace falta decir que desde entonces, yo, Marado Marado? Porque volví al toque y escribí la crónica que salió publicada al día siguiente, pero también vi y leí lo que había pasado en la Cumbre y en la Contracumbre, y la vibración inusual y magnífica del tren había tomado forma allí. Había encontrado su cauce.
Vi a Maradona apoyar su cabeza en el hombro de Chávez en el estadio. Vi y escuché el discurso de Néstor y la cara que iba poniendo Bush a medida que hablaba. Algo adormecido se desperezaba: un ciclo histórico regional y popular se ponía en marcha, y eso había sido posible esencialmente porque en Mar del Plata se había abortado la idea de la región eunuca y bananera dispuesta a las frígidas relaciones carnales.
¿Puede un viaje en tren cambiarte la vida? Sí. Cuando en un tren como en ése se concentra como un extracto de perfume la voluntad de ser libres, viajar en él y pasar una noche en vela absorbiendo esa esencia, puede cambiarte la vida.