Introducción
¿Cómo se redefine el conflicto capital-vida en contexto de pandemia? ¿Cuáles son los procesos y dinámicas que sostienen la vida y el mundo? ¿Quiénes los garantizan? ¿Qué correlato tiene todo esto en las vidas-cuerpos-territorios concretos y diversos? ¿Cómo se rearman los espacios de lo común? ¿Cómo implosionan los hogares en este contexto? ¿Cómo se profundizan las desigualdades derivadas de la división sexual del trabajo y de la omisión de los cuidados como una responsabilidad, una necesidad y un derecho colectivo? ¿Qué efectos desiguales tiene todo esto en la vida de las mujeres, lesbianas, travestis y trans?
Con estas preguntas y la complicidad por politizar juntas algunos elementos que la pandemia evidenció, creamos Destapar la crisis, un mapeo de la pandemia en clave feminista, en formato podcast. De la mano de las feministas populares que desde los márgenes sostienen y crean redes, construyen infraestructuras populares y pelean por visibilizar nuestra dependencia mutua y con nuestro entorno, nos propusimos analizar el impacto de la pandemia.
Este dossier es una sistematización de dicho trabajo. Desde múltiples y diversas realidades situadas indagamos en las resistencias que emergen frente a la profundización de la explotación, el saqueo y la violencia en un contexto de colapso económico, sanitario y alimenticio. Lo estructuramos en torno a tres ámbitos: la comunidad, las casas/hogares y el empleo de hogar y de cuidados. En todos ellos se materializan, aunque de diferentes formas, la mercantilización, privatización, precarización y feminización de los cuidados.
Las sospechas y pretensiones iniciales, que nos convocaron en este cometido, se enriquecieron de las miradas de las compañeras y de los diálogos que entre ellas se generaron al cruzar estos territorios y realidades aparentemente aisladas. Se trata de una apuesta de aprendizaje colaborativo desde el diálogo y la escucha, que no hubiese sido posible sin todas las guerreras que se animaron a compartir sus sentires y situaciones.
GUARDIANAS DE LA COMUNIDAD
Desde los territorios nace organización y se recrean procesos e infraestructuras para sostener comunitariamente la vida. Con la llegada de la pandemia las tensiones se agudizan y se transforman.
¿Cuál es el papel de las redes de cuidados comunitarios en los barrios populares? ¿Cuál es el reconocimiento social y económico de quienes las gestionan?
Janet Mendieta (Central de Trabajadores Argentinos), Lucero Ayala y Shirly Britchez, (Movimiento Popular La Dignidad), María Benitez (Federación de Organizaciones de Base), Lourdes Durán (Asamblea Feminista de Soldati), Analía Jara (La Enramada), Luz Bejerano (Movimiento Transexual Argentino) y Silvia Campo (Encuentro de Organizaciones) son las guardianas de la comunidad, con quienes reflexionamos sobre los trabajos de cuidado comunitarios y sus desafíos.
Nuevo mapa del trabajo, neoliberalismo y resistencias
Durante el paro internacional feminista del año 2017 en Argentina, las trabajadoras de la economía popular desplegaron la consigna: “Si nuestras vidas no valen, produzcan sin nosotras”. Con ello reeditaron aquel debate feminista de los años sesenta y setenta sobre el “trabajo invisible” de nuestras sociedades, en referencia a todas esas actividades que, aunque son fundamentales en la producción y reproducción de la vida, no siempre son reconocidas ni remuneradas (Federici y Austen, 2019; James y Dalla Costa, 1979; Larguía y Doumolin, 1976; Federici, 2013).
Pero desde los setenta hasta aquí muchas cosas cambiaron. El trabajo asalariado se contrajo y las mujeres, lesbianas, travestis y trans tuvieron un papel protagónico en la construcción de estrategias económicas de supervivencia para parar la olla. Muchas de estas estrategias se centraron en las necesidades de los barrios, vinculadas a la reproducción de la vida (Gago, 2019). Desde la dependencia inmediata de la infancia o la tercera edad, a todo un entramado que garantiza la alimentación, la vestimenta, la vivienda y/o hasta el agua, los servicios básicos para la subsistencia y la urbanización de las periferias rurales y urbanas.
Tuvimos que salir a trabajar con nuestres hijes a cuesta y bancarnos la mirada de indignación mientras rompíamos una bolsa de basura, tuvimos que abrir las puertas de nuestras casas para que les pibes del barrio tomen la merienda y levantar ollas populares (Deolinda Carrizo).[1]
Estas estrategias que nacen desde los propios procesos organizativos territoriales, tienen la particularidad de poner en el centro la construcción de infraestructura comunitaria.
Yo acá en el barrio estaba trabajando en una cooperativa de mantenimiento (…) hacía desmalezamiento, juntado de basura, limpieza de la zona todos los días. Y después dos veces por semana a la tarde iba a la parte del comedor (Silvia Campo).
Estas experiencias nacen como respuesta al despojo neoliberal, cuyas consecuencias implican una carga especialmente fuerte para las mujeres, que son quienes van a suplir la ausencia del Estado cuando se recortan los servicios y protecciones sociales. En suma, las redes de solidaridad comunitaria articulan las demandas de trabajo, derecho a un medioambiente limpio y sin violencia, salud, educación, vivienda, alimentación y tierra para producir.
La necesidad las sacó del hogar, pero la politización de sus necesidades las llevó a recrear en la comunidad otros hogares. La comunidad es el territorio-hogar desde donde las estrategias económicas, políticas y afectivas se despliegan. En estas economías populares y feministas se producen alimentos, caminos, calles pavimentadas, alcantarillado y casas. Pero, por sobre todo, se producen luchas, sueños y redes afectivas para sobrevivir.
Somos nosotras, las mujeres, las que nos organizamos y llevamos adelante las tareas de cuidado, que contenemos a la familia en un montón de aspectos. No solamente en que damos de comer, cocinamos y servimos la comida, sino que muchas veces nos contenemos, contenemos a las personas, intentamos buscarle la vuelta a todos los problemas (Janet Mendieta).
Las redes que construye la comunidad trans, para enfrentar la discriminación y estigmatización a las que esta sociedad las somete, forman parte de estos trabajos comunitarios. La solidaridad las mantiene vivas:
Una compañera trans abrió su merendero en uno de los municipios (…) más conservadores, donde más violencia machista y de género hay. (…) Más allá de la discriminación y todo lo que tuvo que soportar, se instaló ahí para poder ayudar a los chicos y a las personas trans, darles de comer, una merienda (Luz Bejerano).
Feminización y esencialidad del trabajo comunitario
Estos nuevos mapas del trabajo que emergen como consecuencia, pero también como resistencia al neoliberalismo, reproducen las desigualdades inscritas en la división sexual del trabajo.
Por división sexual del trabajo nos referimos al proceso histórico, social y político mediante el cual se han atribuido habilidades, competencias, valores y/o responsabilidades a las personas de acuerdo con características biológicas asociadas a uno u otro sexo. Esto se traduce en una cierta distribución de las tareas fundamentales para la organización social de acuerdo a características biológicas. Además, en las sociedades modernas capitalistas, este proceso está acompañado por la jerarquización de unas tareas por sobre otras, con consecuencias concretas en la distribución desigual de poder entre los cuerpos. En este proceso los ámbitos de la producción de mercancías y de la reproducción de la vida fueron escindidos, con una jerarquización del primero por sobre el último. Las mujeres fueron “oficialmente” encargadas de todos los aspectos de la reproducción. Los hombres, al contrario, fueron encargados del “mundo exterior”, del trabajo productivo, del estudio, de la política y las leyes. En el camino se fue instalando en el sentido común que el trabajo se divide: “los hombres en la plaza y las mujeres en la casa”. Allí reside un nudo importante para comprender la subordinación del poder social de las mujeres en las sociedades modernas capitalistas.
La comunidad, como territorio doméstico ampliado, se sostiene con el trabajo de mujeres, lesbianas, travestis y trans.
La gran mayoría somos todas mujeres (…) y la mayoría de nosotras no teníamos un trabajo, amas de casa, como se dice, igual ese trabajo nunca fue reconocido porque también es un trabajo. Es decir, no teníamos un trabajo formal. Esa oportunidad tuvimos de poder formarnos, capacitarnos. Empezamos los fines de semana porque no teníamos mucho tiempo en la semana, porque hacíamos otras tareas, como vender en ferias o trabajos de limpieza o trabajos en la casa también. Nos fuimos formando año tras año. Ahora trabajamos en nuestro barrio, tenemos un trabajo y todas somos mujeres (Shirly Britchez).
En esas comunidades el trabajo reproductivo se resuelve colectivamente y en su politización logra resignificar esas tareas como un trabajo socialmente necesario. No obstante, se mantiene una desigual distribución de los mismos, que continúan recayendo sobre cuerpos feminizados.
Mayoritariamente es así porque vivimos en un sistema patriarcal y más en un barrio popular, el trabajo siempre lo hicieron las mujeres, siempre se nos delega esa responsabilidad de que tenemos que saber cocinar, cuidar (Janet Mendieta).
Las actividades, procesos y redes comunitarias son fundamentales para sostener las vidas en esos territorios marcados por el despojo.
[Nuestros trabajos] son primordiales porque somos nosotras las que vivimos acá en el barrio, las que conocemos las necesidades, las que conocemos las problemáticas, las que vivimos día a día junto a nuestros vecinos y vecinas y (…) estamos al cuidado de quienes más necesitan (Shirly Britchez).
Sin esas redes e infraestructuras populares no hay vida, ni feria, ni alimentos en las casas, ni vacuna, ni mascarilla, ni aislamiento.
Si nadie lo hiciera estaríamos desde cero, no habría limpieza en el barrio, los pastos hasta arriba, un montón de niños y vecinos sin su cena por la noche, ni vaso de leche por la tarde, sería una comida menos que tendrían por día (Silvia Campo).
Ese tejido implica un tránsito, un salto potente. Desde la gestión inmediata de la subsistencia se recrean estrategias de resistencia que cuestionan y transforman las premisas sobre las que este sistema se ha construido. Porque en esos procesos colectivos se produce algo más que cuidado, “son espacios donde problematizamos nuestras maneras de vivir (…). Donde también la gente y el grupo en el barrio se cuestiona el sistema de dominación, de opresión, el patriarcado, así que lo tenemos como un espacio muy amplio y abierto a la comunidad”, explicó Analia Jara de La Enramada.
Reconocimiento y remuneración
Estas economías populares y feministas no siempre reciben el reconocimiento que se merecen, aun cuando sabemos que son jornadas de “horario comunidad”, que implica estar siempre disponible. No siempre reciben justicia en la proporción en que la producen. Y desde hace muchos años vienen luchando por el reconocimiento social y económico de estos trabajos.
Primero tendrían que reconocer que somos trabajadoras esenciales y después que se nos reconozca con un salario también, porque trabajamos mucho más de lo que tendríamos que trabajar, hacemos muchísimo trabajo. Como promotoras de género, salud, cocineras de comedores, trabajamos en merenderos y todo eso no está reconocido ni visibilizado. Si no se visibiliza, muchos menos nos reconocen ni nos dan un salario (Janet Mendieta).
Ellas resignifican aquella consigna de “aquello que llaman amor es trabajo no pago” que se multiplicó en murales por toda la Argentina, durante los paros internacionales feministas. “Nosotras lo que damos es un trabajo no pago o sea que nadie valora como mujeres nuestro trabajo, pero para mí es muy importante, aunque digan que no hacemos nada, pero eso no es verdad” (María Benitez).
Las redes feministas y la redefinición de los trabajos comunitarios en pandemia
La irrupción de la pandemia mostró, como nunca antes, las desigualdades y la precariedad que es realidad para gran parte de la sociedad. En los barrios populares se declaró el aislamiento comunitario, porque el #QuedateEnCasa no se experimenta por fuera de la comunidad y de sus redes. En esa construcción colectiva de estrategias y redes, se busca saldar las desigualdades materiales y garantizar el acceso a derechos.
En la primera línea de la comunidad, las mujeres, lesbianas, travestis y trans llevan adelante comedores comunitarios y merenderos que no dan abasto porque deben atender a mucha más gente que antes de la pandemia. El hambre es una de las principales cuestiones que se profundiza en este contexto.
Si bien teníamos un registro de 200 compañeras trans, (…) con la pandemia, de repente, tenemos un registro de más de 500 compañeras en la provincia (…) que empezaron a llamarnos por la falta de alimento porque no tenían ningún ingreso, porque dentro de los municipios no querían darles módulos alimentarios y muchas de estas situaciones y problemáticas que destaparon la cuarentena y pandemia (Luz Bejerano).
Consiguen mercadería, preparan los alimentos, los distribuyen y se preocupan por la dificultad de cumplir con el aislamiento. Lucero cuenta cómo se vieron obligadas a diversificar sus tareas y a construir sus propios protocolos, poniendo en acto aquello de “nos cuidamos entre nosotras”: “Dentro del barrio estoy como promotora de salud, como limpieza del barrio y (…) también en los comedores ayudando a los compañeros en la manipulación de los tuppers, como que tenemos que ir poniendo los protocolos, dando mucha información” (Lucero Ayala).
Cientos de promotoras sanitarias a diario recorren las casas para detectar el virus, acompañan los aislamientos de personas mayores que viven solas, realizan campañas en los barrios sobre cómo cuidarse y articulan respuestas con hospitales y centros de salud.
También buscamos información de dónde hay casos de Covid, las zonas cercanas, (…) los cuidados que hay que tener para no contraer la enfermedad. Se activó mucho la parte de los dispensarios, qué días atienden al público, sobre distribución de la leche, días que vacunan a los niños, los lugares a donde ir si alguien tiene síntomas, puede llamar para que lo atienda o lo busquen, le den información (Silvia Campo).
Son ellas también quienes frenan los desalojos de vecinos y vecinas que, ante la falta de empleo y con nuevas dificultades para llevar adelante las economías de subsistencia previas, ya no pueden pagar el alquiler.
Como nosotras estamos acá en el barrio, nos contaban nuestras vecinas y vecinos que los quieren desalojar por el tema de los alquileres. Muy bien sabemos que no tenemos un trabajo, no estaban pudiendo pagar el alquiler y los dueños de casa exigían que paguen el alquiler o sino desalojen y busquen otro lugar. Entonces en esa cuestión nosotras fuimos articulando (…) para poder ir a la casa y hablar con los dueños, de que eso no se puede hacer en el transcurso de la pandemia, desalojar a una familia (Shirly Britchez).
Cientos de promotoras de género y las redes feministas garantizan los acompañamientos a mujeres, lesbianas, travestis y trans violentadas en un contexto de aislamiento, y recrean de mil maneras los encuentros y espacios de confianza. “Ahí la red feminista lo que fue ordenando es cómo hacer la intervención de casos de violencia de género, generar protocolo común en todo el barrio, generar red de contactos resguardando a la mujer que está siendo víctima de violencia de género, hay que hacer un trabajo integral” (Lourdes Durán).
Todas estas redes, trabajos y procesos organizativos hoy se muestran más esenciales que nunca para enfrentar la crisis que la pandemia profundiza. En estas redes de ayuda comunitaria, apoyándose en prácticas y tramas que históricamente han sabido construir desde abajo para la gestión de lo común, las guardianas de las comunidades muestran que, ahora más que nunca, sostener la vida implica interdependencia y solidaridad. Pero también ponen sobre aviso el trabajo, no siempre visible y casi nunca remunerado, que implica el cuidado comunitario, y el papel protagónico que en él tienen mujeres, lesbianas, travestis y trans.
LA CASA EN DISPUTA
Si miramos por las ventanas de las distintas casas, ¿qué dinámicas se intensificaron durante la pandemia? ¿Cuáles se modificaron? ¿Qué relaciones existen ahí dentro y cómo condicionaron el trabajo fuera? ¿Cuáles son los límites del trabajo dentro y fuera de las casas? ¿Qué ocurre con los hogares que no forman parte de lo que las estadísticas consideran un hogar “tipo”?
La pandemia expuso desigualdades preexistentes: no todes tienen un techo, ni para todes la casa es un lugar seguro. Por otro lado, modificó las relaciones al interior de cada hogar. Se intensificó el trabajo de cuidados y las casas se convirtieron en escuelas, oficinas y lugares de aislamiento. Cambiaron los hábitos y hubo que adaptarse a una “nueva normalidad”.
Junto a Rita Cabrera (cuidadora de adultes mayores), Pamela Cutipa (trabajadora sexual), Mariana Rojas (enfermera y militante de Nuestramérica), Marta Dillon (periodista e integrante de Ni Una Menos), Estefi Barone (docente) y Sofia De Luca Bustos (trabajadora de la economía popular), reflexionamos sobre lo que pasa al interior de los hogares: la distribución de tareas, las convivencias, los trabajos a los que se les permitió salir desde un primer momento y aquellos a los que se insistió en llamar “no esenciales”, y las redes afectivas y de cuidados que recrearon para enfrentar la pandemia. Con Paula Aguilar (CONICET) indagamos en la creación de la “familia moderna”, en los roles de género estereotipados que aún funcionan como pilares del patriarcado, y en las disputas por redefinir sus fronteras y contornos.
Rocío Liébana (Mala Junta), Ileana Fusco (Casa Anfibia) y Rubi Fagioli (Colectiva Caracola) compartieron la experiencia de #CuarentenaFeminista, una estrategia que se activó para quienes el aislamiento implicó una exposición constante a la violencia y un peligro para su vida.
Todo hogar es político
A lo largo de la historia, los feminismos se encargaron de politizar aquello que pretendía ser naturalizado y se organizaron para cambiar la configuración de los hogares, las relaciones que allí se tejen y la división sexual del trabajo en su interior. Desde los años sesenta, la consigna “lo personal es político” funcionó como contraseña entre feministas para cuestionar todo lo que pretendía quedar resguardado en una supuesta “esfera privada”.
Las casas son, desde siempre, una unidad económica: en su interior hay producción e intercambio. Quién produce qué y cómo se intercambia el producto de ese trabajo fue modificándose a lo largo de la historia, junto con las ideas de esferas pública y privada, hasta llegar a la construcción actual del hogar tipo (Fraser, 2016).
Lo que se esperaba constituyera un hogar-familia ideal era un varón proveedor y un ama de casa dispuesta para la crianza y los quehaceres. En la noción de hogar funciona la utopía de la vida social. Sin embargo, las fronteras del hogar se trazaron con muchas críticas, resistencias, disputas y tensiones. ¿Era este el único modo posible de organizar la sostenibilidad de la vida? (Paula Aguilar, CONICET).
A pesar de esa imagen estereotipada que vemos repetirse en publicidades, en el diseño de políticas públicas y en todos los ámbitos, cada casa es un mundo.
El hogar se configuró históricamente como el núcleo material y simbólico de la domesticidad moderna. No es asimilable a la familia. Las cualidades y el modo de organización que adoptan los hogares va más allá de los lazos de parentesco. Un hogar puede estar conformado por una o por varias familias y eso también varía de acuerdo con las clases sociales, regiones y costumbres (Paula Aguilar, CONICET).
Para los distintos tipos de hogares, la carga de cuidados y trabajo doméstico es muy diferente. En la gran mayoría de los casos el aislamiento reforzó la carga familiarista de los cuidados y de los vínculos en general. Obligó a reducir al mínimo el contacto con otres y por ende, a limitar toda forma de gestión de los cuidados que exceda los límites físicos del hogar, es decir, a priorizar unas relaciones por sobre otras.
La división sexual del trabajo: de adentro hacia afuera
Antes de la pandemia mi vida era muy diferente. Muy diferente. Entraba los miércoles a la tarde, salía lunes a la tarde y volvía el miércoles. Me iba el lunes a mi casa y bueno, empezar de nuevo, porque como mi marido trabajaba, la casa estaba descuidada, él no podía hacer mucho tampoco porque entraba a las 4 de la mañana y salía a las 8 de la noche (Rita Cabrera).
Rita tiene 70 años y trabaja hace 40 años cuidando adultes mayores. Su trabajo fue considerado esencial desde el inicio de la pandemia. Por miedo a contagiar a su familia pasó los primeros dos meses sin volver a su casa. Aunque trabajó toda su vida, al igual que su esposo, siempre fue Rita la encargada de organizar y garantizar las tareas domésticas: “Él no hacía nada, no hacía nada. Ni clavar un clavo. Tuvo que aprender cuando yo salía a trabajar, tuve que enseñarle a hacer tuco, hacer la comida, atender a nuestro hijo” (Rita Cabrera).
En Argentina hay alrededor de un millón y medio de trabajadoras de casas particulares (MTEySS, 2020), entre las que se encuentran las cuidadoras, como Rita. Cuidados esenciales, dentro y fuera de la casa propia, recaen desproporcionadamente sobre los cuerpos de las mujeres, lesbianas, travestis y trans.
Al decir de Silvia Federici (2018), el trabajo doméstico es mucho más que la limpieza de la casa. Es servir física, emocional y sexualmente a los que ganan el salario. Pamela Cutipa es trabajadora sexual. Las primeras semanas del aislamiento obligatorio se quedó sin posibilidad de salir a trabajar y la desalojaron de la habitación en la que vivía. Fue Margarita, trabajadora de casas particulares, quien le ofreció a Pamela lugar en su casa. La pandemia puso también de relieve más que nunca nuestra interdependencia, más allá de las paredes de las casas. Lo que llamamos familia se construye de muchos modos.
“Yo ya tomé una decisión, ahora depende de vos. Si podés estar ese tiempo con los chicos… Me dijo ‘sí, no hay ningún problema. Yo no voy a trabajar’” (Mariana Rojas). Mariana es trabajadora de la salud y decidió aumentar sus horas de trabajo porque así lo requería la pandemia. Pasó meses viendo a sus hijes solo a través de una ventana en sus caminos de vuelta a la casa:
Mi ex marido no tuvo ningún problema, estuvo todo bárbaro pero a la hora de afrontar colegio, horarios y todo lo demás no supo cómo. Él estuvo siempre abocado a su trabajo, a los recreos, a los permisos y de un momento a otro se encontró con otras cuestiones: ¿qué pasa con los horarios?, ¿las tareas?, ¿por qué me llaman las mamás del colegio? En un momento no pudimos porque todo esto nos colapsaba. Tuvo que intervenir mi madre y todo lo que tienen que ver con tareas del colegio lo lleva mi madre. Con horarios, con la carga del médico, las tareas cumplidas, las reuniones (Mariana Rojas).
Las divisiones de tareas arraigadas en el tiempo no cambian de un día para otro. Una vecina, una tía, una abuela son las que en general salen al rescate. Sin embargo, para Mariana y su familia, el cambio de roles les hizo cuestionar y hablar sobre lo que hasta hoy se había naturalizado: “Las uniones interfamiliares tendrían que haber sido de otro modo. No ‘yo me ocupo de esto y vos de esto otro’” (Mariana Rojas).
Marta Dillon, lesbiana, periodista y activista feminista cuenta que, a pesar de su facilidad para trabajar desde la casa y de contar con ingresos estables, el aislamiento le resultó complejo porque su espacio doméstico se transformó. Dejó de ser un lugar de encuentro, de fiesta, de mesas grandes para convertirse en una especie de loop, en el que hubo que limitar los vínculos afectivos. “Criar y cuidar es una tarea que se puede emprender de muchas maneras. Necesitamos poder pensar el cuidado de las personas de una manera más colectiva” (Marta Dillon).
Su hijo, Furio, lleva tres apellidos: el de su padre y el de sus dos madres.
Para mí la familia tiene que ver con vínculos de cuidado, de cariño y de afectación mutua. No es algo fijo, es algo que está en permanente movimiento. No es el amor que hace a una familia sino el amor y el cuidado mutuo, la responsabilidad compartida de unes por les otres. Es formar una comunidad de afectación y de responsabilidad mutua. (Marta Dillon)
Cuando los feminismos nos preguntamos por los vínculos que sostienen la vida, al mismo tiempo nos preguntamos ¿qué vidas? El desafío cotidiano es el de construir las relaciones sociales y afectivas que sostengan “otra vida”, no organizada alrededor de las necesidades de un mercado de trabajo ni de las ganancias de unos pocos. Este desafío se plasma en esa consigna que dice que queremos cambiarlo todo “en las calles, en las plazas y en las camas”.
Casa patriarcal, territorio inseguro
A pesar de los cambios en el último medio siglo, la configuración patriarcal del espacio doméstico persiste a lo largo y ancho del mundo. Silvia Federici (2018) utiliza el término “patriarcado del salario” para referirse a la arquitectura social creada con la imposición del salario como contraprestación al trabajo socialmente productivo y la exclusión del trabajo doméstico de dicha relación, y sus consecuencias en el disciplinamiento de las mujeres a la autoridad masculina. Aún cuando las mujeres hayan ingresado masivamente al mercado del trabajo, el salario continúa siendo un privilegio predominantemente masculino sobre el que se asienta la capacidad de mando sobre el resto de les integrantes del hogar que no tienen ingresos o que, si los tienen, son menores.
Esos hogares patriarcales siguen siendo los espacios privilegiados para que suceda la violencia contra mujeres, lesbianas, travestis y trans. En esos casos los lugares seguros se construyen más allá de las paredes de las casas. Se tejen redes que sostienen, acompañan y transforman. Las medidas de aislamiento social limitaron las posibilidades de buscar apoyo por fuera de sus casas cuando estas se revelaron como un territorio inseguro.
La dependencia económica y la falta de un techo propio son condiciones y motivos que resuenan en los relatos de miles de mujeres, lesbianas, travestis y trans. Por eso desde Casa Anfibia —una organización social que se dedica a la construcción de vivienda y de hábitat feminista, a la alimentación y a los cuidados— no dudaron en qué resolución dar a un caso de violencia que tuvieron que acompañar durante la pandemia.
No hay posibilidad de pensar una salida a la violencia de género sino pensamos en una casa, en un hogar, en cómo se constituye ese hogar, en quién me brinda la posibilidad de tener esa casa. En ese momento fuimos las compañeras las que nos organizamos y, con lo que teníamos –que era el capital técnico– y con compañeras del mismo barrio, decidimos montar una casa (Ileana Fusco).
DETRÁS DE LA “CHICA ROBOT”
Uno de los espacios invisibilizados y feminizados sobre los que ha operado la acumulación del capital, es el ámbito del empleo de hogar y de cuidados. Lejos de asumirse como necesidad, responsabilidad y derecho colectivo, ha sido escondido debajo de la alfombra (Roco, 2018). Considerándose como un déficit, problema y/o gasto, ha sido evadido tanto por los hombres como por los Estados. ¿Quién realiza estos trabajos? ¿En qué condiciones? ¿Nos hemos puesto a pensar por qué?
Más allá de las geografías y de los lugares del mundo que se habiten, el empleo de hogar y de cuidados se caracteriza por ser violento y desigual. Esto no es casual ni natural, es un constructo social, derivado de un modelo sostenido sobre un falso ideal de autosuficiencia, que niega la vulnerabilidad y la interdependencia como condiciones innatas a la vida, en todas sus formas y colores (Gutierrez y Navarro, 2018; Gonzalez Reyes, Gastó y Herrero, 2019). Este es el “lado oculto” que sostiene el conjunto del sistema socioeconómico (Carrasco, 2014).
Experimentar cómo los trabajos y las trabajadoras más indispensables para que “la rueda siga girando” son las menos valoradas genera indignación: “…todas esas tareas, como tener la ropa limpia, la comida lista y la crianza de los hijos, son necesarias para ir a trabajar todos los días, son necesarias para vivir y en la pandemia también quedó eso demostrado” (Evelyn Cano).
Detrás de la “chica robot” (Quintana y Roco, 2019) hay mujeres, lesbianas, travestis y trans de carne y hueso, con vida propia, afectos y proyectos. Junto a Evelyn Cano y Mercedes (Colectivo de Trabajadoras de Nordelta, Argentina); Delia Colque (Ni Una Migrante Menos, Bolivia); Pilar Gil Pascual y Liz Quintana (Tabajadoras No Domesticadas, Euskal Herría) y Rafaela Pimentel Lara (Territorio Doméstico-Madrid), reconstruimos diversas situaciones, vivencias y sentires de empleadas de hogar y de cuidado en diferentes geografías de Argentina, Bolivia y el Estado español.
Lo que no se nombra no se ve
Producto de la división sexual del trabajo que mencionamos anteriormente, el trabajo de hogar y de cuidados siempre ha estado marcado por la infravaloración, privatización e informalidad (Carrasco, Borderías y Torns, 2011). Incluso cuando se realiza de manera remunerada, continúa manteniendo estos elementos que se acentúan con regulaciones desiguales en términos de vulneración de derechos fundamentales.
El mínimo reconocimiento social, cultural, económico, político e institucional de este empleo opera generando impactos desiguales en este sector. Según datos de la OIT (2016), el 80 % de las personas trabajadoras de hogar y de cuidados a nivel mundial son mujeres —la mayoría perteneciente a países de Asia, África y Latinoamérica— y cerca del 90 % se encuentran en la economía sumergida, sin ningún tipo de protección social.
Esta desigualdad primaria ha marcado el curso de la historia de estos trabajos.
El prejuicio de que es natural la relación entre las tareas domésticas y el ser mujeres, hace que hoy en esta rama el 97 % seamos mujeres, es contundente. No tenemos derechos sindicales, 75 % trabajamos de forma no registrada, sin ninguna protección legal ante emergencia, ante algún accidente laboral, ante cualquier cosa que nos pase (Evelyn Cano).
Vacíos, omisiones e indefiniciones legales son parte y efecto de esta ceguera, que permite por acción u omisión un cúmulo de vulneraciones y abusos de derechos fundamentales.
Las trabajadoras de hogar somos como la última pescadilla que se muerde la cola, no se sabe dónde empieza nuestro trabajo, no se sabe dónde termina (…) porque no está escrito en la ley cómo se tiene que realizar. Hay muchas cosas que se han olvidado (…) se olvidan de regularnos la jornada nocturna, la regularización es por muy debajo del resto de trabajadores, encima no hay ningún sistema de control. Estamos dependiendo continuamente de la buena voluntad que tengan las personas que nos contratan (Pilar Gil Pascual).
A esta lista de olvidos, Rafa, desde Madrid, añade:
Nosotras, hace muchísimos años que andamos reivindicando y sí que ganamos que una trabajadora de hogar pudiera tener un contrato por escrito, pudiera tener sus vacaciones o pudiera tener una baja laboral al tercer día que antes tenía que esperar 29 días. Es importante eso, pero sabemos que hay derechos muy básicos que todavía no los tenemos (Rafaela Pimentel Lara).
El empleo de hogar y de cuidados desde una perspectiva interseccional
El racismo presente en nuestras sociedades queda expuesto en su brutalidad en los trabajos de hogar y de cuidados (Moscoso, 2020; Parello Rubio, 2003 y Colectivo IOÉ, 2001). Mujeres, lesbianas, travestis y trans, trabajadoras empobrecidas y racializadas son las que sostienen este andamiaje perverso. En la crisis sistémica actual, vemos cómo el capital está logrando —una vez más— reforzar sus lugares de dominio y explotación. Machismos, fascismos y racismos se relanzan complejizando sus dispositivos y tecnologías. Opresiones múltiples son moneda corriente y producto de una deuda histórica que la pandemia profundizó: aislando, cosificando, discriminando y abusando vidas, cuerpos y derechos fundamentales.
Las violencias se cruzan, se superponen, dejan huellas que quedan en la piel.
Ya no me importaba más nada, no me importaba si me iban a despedir del trabajo, (…) no se podía soportar más la humillación y discriminación que ellos hacían, cuando nosotras vamos y hacemos el trabajo que le llaman ‘esencial’ ahora en la pandemia (Mercedes).
Las trenzas de la colonialidad se tensan de múltiples modos según cada cuerpo, rostro e historia. Y se acentúan exponiendo —si cabe— aún más a las mujeres migrantes y racializadas a violentos circuitos de esclavitud moderna.
Las mujeres migrantes llevamos como un peso de todo ese racismo que hay (…) mujer negra, mujer indígena, todavía es mucho más complicado en este tema porque realmente es como (…) una manera esclavizante de realizar este trabajo. Cuando es una persona migrante, no se reconoce el trabajo (Rafaela Pimentel Lara).
Finalmente, Mercedes nos recuerda el modo en que opera el entronque entre la falta de regulación y derechos laborales y sociales, y la exposición a la violencia de las migrantes a la voluntad de los empleadores:
Trabajé con compañeras que están con cama que son inmigrantes y la discriminación que ellas sufren es el doble que la de nosotras. No las dejan descansar, aprovechan su situación porque están solas (…) a mí miles de veces me han pedido chicas y cuando te piden chicas te dicen ‘si son de Paraguay o de Perú mejor’ y yo por dentro digo ‘…claro, porque si son migrantes las podes explotar más’ (Mercedes).
La crisis de la pandemia ha profundizado una desigualdad histórica
Paradójicamente, primera línea del cuidado y último eslabón de una cadena de vulneraciones, violencias y abusos, es el doble lugar en que se ha ubicado en simultáneo a estas trabajadoras. “Yo me contagie de coronavirus limpiando casa ajena, (…) la situación nuestra se agudizó y eso pasa porque veníamos de la informalidad absoluta. Y en la pandemia hicieron lo que quisieron con nosotras” (Evelyn Cano).
Al mismo tiempo, como ocurre para las personas trabajadoras migrantes en diferentes sectores de la economía, la crisis de la pandemia implicó una mayor exposición a violencias laborales, sociales y económicas. Delia, observando esta realidad desde la lente migrante y feminista, como integrante del colectivo Ni Una Migrante Menos, sintetiza:
(…) va a empezar a profundizarse mucho más esta explotación que se está dando a estas personas. Si ahora no tenemos trabajo, después no vamos a tener. Obviamente, después vamos a terminar aceptando lo que nos venga: los precios que se nos den, las condiciones que ellos nos pongan. Las vamos a terminar aceptando porque necesitamos llevar algo de dinero a nuestras familias. Y las personas que migramos vamos a necesitar de alguna manera tratar de buscar ese dinero para mandarles a nuestras familias para que nuestras familias puedan sobrevivir (…). Definitivamente muchos de los que están volviendo de otros países (….) van a volver a migrar. Pero van a migrar en peores condiciones de las que ya han migrado anteriormente (Delia Colque).
Migrar en peores condiciones, porque se deben reactivar las economías locales y para eso se precariza la vida, se recortan derechos y se emplea a quienes más desprotegides están. El avance del capital en la profundización de todas las crisis es contundente. Sin embargo, la organización de les trabajadores continúa haciendo frente y frenando su lógica perversa.
La migración es una estrategia de supervivencia, pero también un camino —no lineal y multidimensional— que se abre para quienes deciden alejarse de la violencia sexual, económica, institucional y familiar. Como parte de estos itinerarios precarios, el empleo de hogar es casi la única salida. Pero también la condición de posibilidad para ir teniendo autonomía económica, para acceder a los papeles, para recuperar autoestima y capacidad de agencia por sí mismas y junto a otres. En los espacios colectivos de trabajadoras se encuentra acuerpamiento[2], hermanas y amigas; más allá del sacrificio y del deber ser, se aprende, se disfruta y se comparte.
A pesar de los múltiples procesos de anulación y explotación a los que se expone a estas trabajadoras, son miles las compañeras que despliegan potencia y resistencia creativa que disputa y construye rebeldías emancipadoras. “Que tiemble el patriarcado. Ni domésticas, ni domesticadas. Ni sumisas, ni devotas. Indomésticas.” se nombran las trabajadoras de casas particulares en Buenos Aires. “Nosotras movemos el mundo y este mundo lo vamos a cambiar”, dicen las compañeras de Territorio Doméstico, porque “cambiar el trabajo de hogar y de cuidados sería revolucionarlo todo de raíz”, como dicen las trabajadoras no domesticadas desde Bilbao. Las mujeres trabajadoras de hogar y de cuidados no solo alzan la voz y gritan “ya basta”: se mueven, organizan y enredan para “ponerlo todo patas arriba”.
CONTINUAMOS SACUDIENDO EL AVISPERO
Décadas de neoliberalismo parecen estallar siempre sobre los mismos cuerpos. La crisis de la sociedad salarial no modificó la desigual distribución del trabajo de cuidados, ni su reconocimiento en tanto elemento constitutivo de todas las vidas, a pesar de la politización que los feminismos recreamos en torno a esta discusión desde los años setenta hasta nuestros días.
Nos preceden grandes experiencias de resistencia de compañeras decididas a mover el avispero para relevar el papel fundamental del trabajo doméstico, de hogar y de cuidados en el sostenimiento y reproducción de nuestras sociedades. Las luchas de los años setenta por el reconocimiento del trabajo doméstico y la creación de la Campaña Internacional por el Salario del Trabajo Doméstico (WfH) son un punto de referencia para quienes nos proponemos recuperar estas discusiones en el presente. Actualmente lo vemos también en las luchas de las Activistas Sociales Sanitarias Acreditadas (ASHA por su sigla en inglés) de la India por equipos de protección individual (EPI), reconocimiento y remuneración, y en las luchas de las enfermeras sudafricanas por kits de pruebas, EPI y un mejor manejo del sistema sanitario (Instituto Tricontinental: Coronashock y patriarcado y La salud es una elección política), que han estado agitando el avispero durante este año de crisis y pandemia. Son estas luchas que se vienen desplegando las que empujaron a Thomas Sankara, en Burkina Faso, a crear un día de solidaridad en el que los hombres tenían que realizar trabajos de cuidados domésticos, como una forma de politizar las dinámicas y trabajos que se producen al interior de los hogares, las violencias y desigualdades sobre los que se sostienen. Son estas luchas también las que consiguieron que las Constituciones de Venezuela y Ecuador, por ejemplo, reconocieran el trabajo en el hogar como parte de la actividad económica.
La pandemia destapó una olla en la que se venían guisando las desigualdades, injusticias y asimetrías que ordenan el mundo de manera violenta. Se profundizaron dinámicas de opresión de cuerpos expuestos a jornadas de trabajo eternas, remuneradas y no remuneradas, dentro y fuera del hogar. El aislamiento y la restricción de circulación resultaron una combinación explosiva para quienes se inventan el trabajo a diario, para aquelles a quienes no se les reconocen sus derechos laborales, quienes se ven afectades por la falta de vivienda o por la precariedad territorial. La premisa del confinamiento, como respuesta mundial a la crisis sanitaria, reforzó una lógica “familiarista” en la que se repusieron tramas de violencia, opresión y explotación.
¿Quiénes cuidan, cómo y a qué costo? ¿Para quién trabajamos, dentro y fuera de las casas? ¿Cómo se reparten esos trabajos? ¿Quién dispone de ingresos y quién de tiempo para cubrir las tareas domésticas? La pandemia destapó preguntas y las hizo llegar a nuevos rincones.
Sin embargo, en tiempos difíciles también se fortalecen las redes que sostienen la vida, se actualizan resistencias y se activan solidaridades. Se vuelven audibles los conflictos, se visibilizan las tramas comunitarias, se inventan otras formas de familiaridad, no sanguíneas, sino políticas y territoriales.
Frente a este sistema que aísla, muchas mujeres, lesbianas, travestis y trans se enredan en diferentes espacios y los resignifican como lugares de lucha. Un parque donde llevan a la persona que cuidan, un comedor comunitario, una esquina de un barrio, una parada de autobús, la verdulería o la salida del colegio se convierten en trincheras de construcción de lo común.
Como parte de este proceso, aquello que llamamos hogar se politiza, sus fronteras se tornan difusas y móviles. La imagen hegemónica de “hogar feliz” se devela como territorio nodal en el que opera la violencia patriarcal. La injusta división sexual del trabajo al interior de los hogares se replica fuera de ellos. Para modificarla habrá que revisar los cimientos, fortalecer las redes de afecto y desandar los mandatos de la familia patriarcal. Disputar los contornos de lo que llamamos hogar implica problematizar los procesos y dinámicas que se dan en su interior. Se trata de ampliar sus límites, cuestionar los roles, recrear otro tipo de responsabilidades y parentescos.
A lo largo de este mapeo, hemos identificado ciertos puentes en común. Por un lado, la feminización y el aumento de la carga de cuidados para sostener lo que nadie más sostiene, en las casas, en los barrios y en el empleo de hogar. Pero, por el otro lado, también las rebeldías cotidianas que resignifican condiciones y situaciones desde la inteligencia colectiva. Rutinas, silencios y crueldad se enfrentan con risas, abrazos y hasta bailes y cantos. En los intersticios de las formas de resistencia se recrean y se prefiguran otros mundos posibles. El diagnóstico feminista y colectivo sobre la dimensión de esta crisis brinda herramientas, tonos y material para la construcción de esa nueva vida que deseamos.
Notas
Este dossier fue realizado por el colectivo Mapeos Feministas junto a la Oficina Buenos Aires del Instituto Tricontinental de Investigación Social.
Ana Julia Bustos es filósofa, docente e investigadora. Camila Baron es economista y colaboradora en el suplemento feminista de Página12. Magdalena Roggi es socióloga, docente y educadora popular. Josefina Roco es Doctora en Estudios Internacionales e Interculturales. Maisa Bascuas es politóloga, docente e investigadora del Instituto Tricontinental de Investigación Social. Todas son militantes populares feministas.
[1] Extracto del discurso de Deolinda Carrizo, del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), en el lanzamiento de la Secretaría de las Mujeres y Diversidad, de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), 8 de marzo de 2020.
[2] Se refiere al ejercicio político de concebir al cuerpo como un territorio de lucha que se convoca y se enreda junto a otros cuerpos para sostener colectivamente resistencias a los despojos y violencias desde la centralidad de la vida y los cuidados, no como un ejercicio de un deber o sacrificio sino del deseo, del reconocimiento de sabernos vulnerables, interdependientes y corresponsables de contribuir a la emancipación de los territorios que habitamos.
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