Hay un cierto consenso en torno a que la pandemia actual permanecerá con nosotros durante mucho tiempo. Vamos a entrar en un periodo de pandemia intermitente cuyas características precisas todavía están por definirse. El juego entre nuestro sistema inmunitario y las mutaciones del virus no tiene reglas muy claras. Tendremos que vivir con la inseguridad, por dramáticos que sean los avances de las ciencias biomédicas contemporáneas. Sabemos pocas cosas con seguridad.
Sabemos que la recurrencia de pandemias está relacionada con el modelo de desarrollo y de consumo dominante, con los cambios climáticos asociados a éste, con la contaminación de los mares y los ríos y con la deforestación de los bosques. Sabemos que la fase aguda de esta pandemia solo terminará cuando entre el 60 y el 70 por ciento de la población mundial esté inmunizada. Sabemos que esta tarea se ve obstaculizada por el agravamiento de las desigualdades sociales dentro de cada país y entre los distintos países, combinado con el hecho de que la gran industria farmacéutica (Big Pharma) no quiere renunciar a los derechos de patente sobre las vacunas. Las vacunas ya se consideran el nuevo oro líquido, sucediendo al oro líquido del siglo XX, el petróleo.
Sabemos que las políticas de Estado, la cohesión política en torno a la pandemia y el comportamiento de la ciudadanía son decisivos. El mayor o menor éxito depende de la combinación entre vigilancia epidemiológica, reducción del contagio a través de confinamientos, eficacia de la retaguardia hospitalaria, mejor conocimiento público sobre la pandemia y atención de vulnerabilidades especiales. Los errores, las negligencias e incluso los propósitos necrófilos por parte de algunos líderes políticos han dado lugar a formas políticas de muerte por vía sanitaria que llamamos darwinismo social: la eliminación de grupos sociales desechables porque son viejos, porque son pobres o porque son discriminados por razones étnico-raciales o religiosas.
Por último, sabemos que el mundo europeo (y norteamericano) mostró en esta pandemia la misma arrogancia con la que ha tratado al mundo no europeo durante los últimos cinco siglos. Como cree que el mejor conocimiento técnico-científico proviene del mundo occidental, no ha querido aprender de la forma en que otros países del Sur Global han lidiado con epidemias y, específicamente, con este virus. Mucho antes de que los europeos se dieran cuenta de la importancia de la mascarilla, los chinos ya la consideraban de uso obligatorio. Por otro lado, debido a una mezcla tóxica de prejuicios y presiones de los lobbies al servicio de las grandes compañías farmacéuticas occidentales, la Unión Europea (UE), Estados Unidos y Canadá han recurrido exclusivamente a las vacunas producidas por estas empresas, con consecuencias por ahora impredecibles.
Además de todo esto, sabemos que existe una guerra geoestratégica vacunal muy mal disfrazada por llamamientos vacíos al bienestar y a la salud de la población mundial. Según la revista Nature del pasado 30 de marzo, el mundo necesita once mil millones de dosis de vacunas (sobre la base de dos
dosis por persona) para lograr la inmunidad de grupo a escala mundial. Hasta finales de febrero, se confirmaron pedidos de unos 8600 millones de dosis, de las cuales 6 mil millones estaban destinadas a los países ricos del Norte Global. Esto significa que los países empobrecidos, que representan el 80 por ciento de la población mundial, tendrán acceso a menos de una tercera parte de las vacunas disponibles. Esta injusticia vacunal es particularmente perversa porque, dada la comunicación global que caracteriza nuestro tiempo, nadie estará verdaderamente protegido hasta que el mundo entero esté protegido. Además, cuanto más se tarde en lograr la inmunidad de grupo a escala global, mayor será la probabilidad de que las mutaciones del virus se vuelvan más peligrosas para la salud y más resistentes a las vacunas disponibles.
Un estudio reciente, que reunió a 77 científicos de varios países del mundo, concluyó que dentro de un año o menos, las mutaciones del virus harán que la primera generación de vacunas sea ineficaz. Esto será tanto más probable cuanto más tiempo se tarde en vacunar a la población mundial.
Ahora, según los cálculos de la People’s Vaccine Alliance, al ritmo actual, solo el 10 por ciento de la población de los países más pobres se vacunará a finales del próximo año. Más retrasos se traducirán en una mayor proliferación de noticias falsas, la infodemia, como la llama la OMS, que ha sido particularmente destructiva en África.
Existe consenso hoy en que una de las medidas más eficaces será la suspensión temporal de los derechos de propiedad intelectual sobre las patentes de vacunas para la covid por parte de las grandes empresas farmacéuticas. Esta suspensión haría que la producción de vacunas fuera más global, más rápida y más barata. Y así, más rápidamente, se lograría la inmunidad de grupo global.
Además de la justicia sanitaria que permitiría esta suspensión, existen otras buenas razones para defenderla. Por un lado, los derechos de patente se crearon para estimular la competencia en tiempos normales. Los tiempos de pandemia son tiempos excepcionales que, en lugar de competencia y rivalidad, requieren convergencia y solidaridad. Por otro lado, las empresas farmacéuticas ya se han embolsado miles de millones de euros de dinero público a título de financiamiento para fomentar la investigación y el desarrollo más rápido de vacunas. Además, existen precedentes de suspensión de patentes, no solo en el caso de retrovirales para el control del VIH/Sida, sino también en el caso de la penicilina durante la Segunda Guerra Mundial. Si estuviéramos en una guerra convencional, la producción y distribución de armas ciertamente no quedarían bajo el control de las empresas privadas que las producen. El Estado ciertamente intervendría. No estamos en una guerra convencional, pero el daño que la pandemia hace a la vida y al bienestar de las poblaciones puede resultar similar (casi tres millones de muertos hasta la fecha).
No es de extrañar, por tanto, que ahora exista una vasta coalición mundial de organizaciones no gubernamentales, Estados y agencias de la ONU a favor del reconocimiento de la vacuna (y de la salud en general) como un bien público y no como un negocio, y la consecuente suspensión temporal de los derechos de patente. Mucho más allá de las vacunas, este movimiento global incide en la lucha por el acceso de todos a la salud y por la transparencia y el control público de los fondos públicos involucrados en la producción de medicamentos y de vacunas. A su vez, unos cien países, encabezados por India y Sudáfrica, ya han solicitado a la Organización Mundial del Comercio que suspenda los derechos de patente relacionados con las vacunas. Entre estos países no se encuentran los países del Norte Global. Por ello, la iniciativa de la Organización Mundial de la Salud de garantizar el acceso global a la vacuna (Covax) está destinada al fracaso.
No olvidemos que, según datos del Corporate Europe Observatory, la Big Pharma gasta entre 15 y 17 millones de euros al año para presionar las decisiones de la Unión Europea, y que la industria farmacéutica en su conjunto cuenta con 175 cabilderos en Bruselas trabajando para el mismo propósito. La escandalosa falta de transparencia en los contratos de vacunas es el resultado de esta presión. Si Portugal quisiera dar distinción y verdadera solidaridad cosmopolita a la actual presidencia del Consejo de la Unión Europea, tendría aquí un buen tema de protagonismo. Tanto más si otro portugués, el secretario general de la ONU, acaba de hacer un llamamiento para considerar la salud como un bien público mundial.
Todo apunta a que, en este ámbito como en otros, la UE seguirá renunciando a cualquier responsabilidad global. Con la intención de permanecer pegada a las políticas globales de Estados Unidos, en este caso puede ser superada por el propio EE. UU. La administración Biden está considerando suspender la patente de una tecnología relevante para las vacunas desarrollada en 2016 por el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas.