¿Posmos o rojipardos? ¿Qué hay en este debate que se amplifica a través de las redes sociales y atraviesa a gran parte de la izquierda? Se podría abordar desde muchos ángulos, pero aquí argumentaré sobre dos cuestiones sencillas: que no todos los que cuestionamos a los rojipardos somos posmodernos y que el marxismo no tiene nada de rojipardismo. Para eso, rebatiré esa absurda idea de que el marxismo se opone al feminismo o al antirracismo, un presupuesto que comparten –no es casual– tanto posmodernos como rojipardos. Esto permitirá, también, una aproximación más concreta a la relación entre clase, género, racismo y otras opresiones.
Comencemos por la cuestión de género. Según un youtuber rojipardo, las mujeres ya han igualado a los hombres en muchos aspectos, o, incluso, se han “puesto por encima suyo en algunas cuestiones en los países desarrollados” (¡sic!). Con afirmaciones como esta, los muchachos rojipardos no solo impugnan la lucha del movimiento de mujeres, que pelea por numerosos derechos pendientes en todo el planeta. Arremeten en particular contra el feminismo marxista, algo que, desde su punto de vista, sería un oxímoron, una inaceptable contradicción. Para ellos, todo se resume en una premisa: “El feminismo divide a la clase”. Feminismo y antirracismo serían cuestiones “identitarias” que responden a intereses de “sectores aburguesados”. Porque, siempre según su libre interpretación de Marx, el capital ya destruyó las relaciones patriarcales y homogeneizó a todos los explotados en la clase obrera.
La verdad es que el argumento no es nada original. El debate en el movimiento socialista se remonta al siglo XIX, cuando algunos sectores conservadores negaban que la cuestión de las mujeres debiera tener algún peso específico en el programa de los partidos socialdemócratas. O cuando la burocracia de los sindicatos se oponía a la afiliación de las mujeres trabajadoras, asegurando que su lugar estaba en el hogar y que su presencia en el mercado laboral iba a hundir los salarios. Contra ese tipo de posiciones batallaron Flora Tristán, Marx y Engels, Clara Zetkin, Eleanor Marx, Aleksandra Kollontai, Rosa Luxemburgo, Lenin y Trotsky, entre otres. También podríamos recomendar a los rojipardos del siglo XXI que leyeran un poco a Engels, quien escribió El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado retomando los estudios etnológicos de Marx. Claro que estas polémicas continuaron en el siglo XX. Y es probable que algunos se escandalizaran si supieran que Lenin, en plena Revolución rusa, decía lo siguiente: “La democracia burguesa promete de palabra la libertad y la igualdad. Pero en la práctica ni una sola república burguesa, ni la más avanzada, ha otorgado a la mujer (la mitad del género humano) plena igualdad de derechos con los hombres ante la ley, ni ha liberado a la mujer de la dependencia y opresión de los hombres.”
Lo cierto es que la generalización de las relaciones sociales capitalistas no liquida la opresión patriarcal, sino que la reconfigura. Habría que preguntarse, de no ser así, por la persistencia de fenómenos aberrantes como los feminicidios o el control del Estado sobre el cuerpo de las mujeres. Sin mencionar los pactos estatales que mantienen las democracias occidentales más “avanzadas” con instituciones patriarcales reaccionarias como la Iglesia.
Con la entrada masiva de las mujeres en el mundo laboral, el capitalismo aprovecha a su favor la opresión de género. Las mujeres de la clase trabajadora y los sectores populares se ocupan mayoritariamente del trabajo de reproducción en el hogar (un trabajo fundamental para la reproducción de la fuerza de trabajo) en una “segunda jornada laboral” no pagada. Y las mujeres migrantes son aquellas que realizan esos trabajos de forma remunerada, en condiciones de “esclavitud moderna” como trabajadoras del hogar o cuidadoras.
Pero, además, las mujeres trabajadoras, junto con jóvenes precarias y migrantes, son quienes forman la mayor parte del “ejército industrial de reserva”, fundamental para la acumulación capitalista, tal como explica Marx en El Capital. Finalmente, en los lugares de trabajo también existe una división sexual y jerarquización racial del trabajo, estando las posiciones más precarias ocupadas por mujeres, migrantes y personas racializadas.
La afirmación de que el feminismo o el antirracismo “dividen a la clase” demuestra una ceguera total respecto a la clase obrera real, que a nivel mundial se ha extendido, feminizado y racializado como nunca. Pero, además, implica posiciones profundamente reaccionarias. Lo mismo cuando se proclama que los debates del antirracismo serían “importados” del mundo anglosajón. Se ve que los muchachos rojipardos no se enteran de la triple opresión de las jornaleras marroquíes en el campo andaluz, de las migrantes que trabajan como internas sin derechos elementales o las trabajadoras y trabajadores migrantes que curran en la hostelería, como camareras de piso, o en la construcción. El racismo no es simbólico, sino un entramado material e institucional, con cárceles para extranjeros, leyes de extranjería y persecuciones policiales, que se mantienen bajo el gobierno “progresista”.
El posmodernismo supuso un “giro cultural” que sobredimensionó la capacidad de los discursos para transformar la realidad, dejando en segundo plano las determinaciones materiales en la historia. Este giro neoidealista forjó una complicidad nada fortuita con la hegemonía neoliberal y el capital financiero, ya que naturalizaba las relaciones sociales capitalistas como algo dado para siempre. Desde estas posiciones se impugnó al marxismo como un “esencialismo de clase”, proponiendo políticas multiculturales en los marcos de las democracias liberales. Pero tratar de responder al neoliberalismo posmoderno desde un obtuso corporativismo o con discursos economicistas sobre una clase obrera abstracta no lleva a ningún lado. En todo caso, eso ya lo han practicado con resultados calamitosos las burocracias sindicales –y en especial el estalinismo como burocracia de Estado– a lo largo del siglo XX, marginando a los sectores más oprimidos y explotados de las clases trabajadoras.
Frente a la barbarie capitalista, el desafío es retomar los ricos debates estratégicos del marxismo acerca de la necesidad de articular la lucha de la clase trabajadora y sus posiciones en la producción, la circulación y la reproducción, con la lucha de todas las personas oprimidas contra el capitalismo.