Si a un contemporáneo nuestro le viene justa la caracterización de ser único e irrepetible, es a Fidel Castro. Mas ello no implica poner altares por distancia, sino por el contrario, asumir su legado para que este siga siendo cada vez más útil y fértil.
La cuestión está en no encasillarlo en un rosario de lugares comunes ni frases hechas. Tal como entendió a José Martí, debemos entenderlo a él. A Martí lo puso a vivir nuevamente cuando asaltó al Moncada, cuando ganó a los mejores hombres y mujeres de su generación y a los de otras generaciones para la causa revolucionaria, cuando abordó con sentido del deber, audacia y disciplina dialéctica la transformación de las bases que parecían eternizar la explotación y la injusticia.
Aprendió, llevó a la práctica y nos enseñó a concebir el socialismo como lo quería Mariátegui: ni calco ni copia, sino creación heroica, inventándose y reinventándose continuamente, pero siempre bajo principios inclaudicables.
No fue una respuesta coyuntural, sino de larga y honda proyección, la que dio en Baraguá en el año 2000, en medio de la batalla por el regreso del niño secuestrado en Estados Unidos. Entonces habló de cómo Cuba «se descubre a sí misma, su geografía, su historia, sus inteligencias cultivadas, sus niños, sus jóvenes, sus maestros, sus médicos, sus profesionales, su enorme obra humana producto de 40 años de lucha heroica frente a la potencia más poderosa que ha existido jamás; confía más que nunca en sí misma; comprende su modesto pero fructífero y prometedor papel en el mundo de hoy».
Y precisó: «Sus armas invencibles son sus ideas revolucionarias, humanistas y universales. Contra ellas nada pueden las armas nucleares, la tecnología militar o científica, el monopolio de los medios masivos de divulgación, el poder político y económico del imperio, ante un mundo cada vez más explotado, más insubordinado y más rebelde, que más que nunca pierde el miedo y se arma con ideas».
Estos tiempos son los de seguir descubriendo la Cuba profunda, la Cuba necesaria, la que nada ni nadie nos podrá disminuir y menos arrebatar. Tiempos de actualizar la experiencia acumulada para confirmar nuestro rumbo, y a la vez, decantar las nuevas experiencias en la continuidad de la obra.
Para ello nada más provechoso que entender el modo de actuar de Fidel, de reaccionar ante cada situación, de tomar el pulso a lo que hizo e incluso de lo que no pudo hacer. Porque hasta de las limitaciones y tropiezos tendríamos que extraer lecciones; de sus críticas y autocríticas, para curarnos radicalmente de estadíos por momentos recurrentes en nuestra cotidianidad: la inercia, la rutina, el inmovilismo, la irresponsabilidad, el triunfalismo y la improvisación.
Un hombre excepcional como nuestro inolvidable historiador Eusebio Leal, asimiló las enseñanzas del más excepcional de los cubanos de nuestra época: «El mejor regalo a Fidel es cumplir, que no haya reposo mientras haya que reparar una injusticia en cualquier parte del mundo o aquí mismo, mientras haya que enjugar una lágrima, un pan que llevar, alguien a quien adelantar en el camino; en ese sentido es como único admito la idea que se repite: yo soy Fidel. No, yo no soy Fidel, yo quisiera ser como él, la única manera de continuarlo es hacer eso».
Alguien que lo conoció bien y fue su amigo, Gabriel García Márquez, caló la dimensión de lo que Fidel representa con estas palabras: «Tiene la convicción de que el logro mayor del ser humano es la buena formación de su conciencia, y que los estímulos morales, más que los materiales, son capaces de cambiar el mundo y empujar la Historia».
He ahí una concepción raigalmente humanista de lo que se requiere para no detener a Fidel en el tiempo, para contar con él para los tiempos por venir. Para nacer con él cada día.