No ha ocurrido en las cuatro elecciones generales celebradas desde 2015. Pensé durante mucho tiempo que nunca podría llegar a ocurrir. Hoy pienso que es posible. El PP y Vox podrían sumar más de 175 diputados. Más allá de la mayor o menor credibilidad de las encuestas que lo dicen, el hecho de que la derecha vaya a competir la próxima vez con solo dos candidaturas tras el hundimiento de Ciudadanos hace más factible que esa victoria de la derecha y la ultraderecha se produzca. Hay un tercer factor que, a mi juicio, es el crucial y el que ha modificado las bases ideológicas de buena parte de la sociedad española: la correlación mediática de fuerzas. Fuera de los ecosistemas mediáticos vasco y catalán, el dominio cultural de los medios de derechas, con sede en Madrid, es absoluto y tiene una enorme capacidad para determinar y condicionar lo que piensan millones de ciudadanos.
¿Vox entraría en el Consejo de Ministros? Les aseguro que sí. El partido de ultraderecha puede permitirse cuidarse del desgaste de participar en gobiernos locales o autonómicos, pero el gobierno de España es irresistible para una fuerza nacida del poder, financiada por grandes empresas y grupos extranjeros (entre ellos el brazo político de una organización terrorista iraní) y con muchos efectivos dentro de las estructuras del Estado. ¿Qué ocurriría entonces? La derecha y la ultraderecha conocen bien las reglas de la guerra cultural; probablemente no se dejarían arrastrar a la política social ni a la economía como marcos de combate. La condición de posibilidad de su ascenso ha sido el españolismo más reaccionario y esa misma sería la condición de posibilidad de su permanencia en el poder. El españolismo reaccionario buscará entonces a su enemigo ideológico natural: la plurinacionalidad. El asalto a las competencias autonómicas será, seguramente, la principal exigencia de Vox a la que el PP no podrá resistirse porque excitará los deseos de las bases culturales de toda la derecha, alimentados por los grandes medios conservadores que llevan años señalando a la escuela catalana como adoctrinadora y cómplice del independentismo. Hagan sus cábalas.
Ante una voluntad gubernamental de tomar, por ejemplo, las competencias educativas, los partidos que defienden la plurinacionalidad, los gobiernos catalán y vasco, las propias comunidades educativas así como amplios sectores ciudadanos, no tendrían más remedio que oponerse y movilizarse. Y ese sería precisamente el terreno elegido por el gobierno PP-Vox para aumentar la tensión y acabar ilegalizando a Bildu y a los independentistas catalanes (así lo afirmó con claridad cristalina Abascal en su moción de censura). A la ultraderecha no solo le sobran 26 millones de ciudadanos; también le sobran buena parte de sus opciones electorales. Esas medidas de excepcionalidad, que sorprenderían a algunos y que indignarían a cualquier demócrata, contarían con importantes apoyos en los sectores dominantes del poder judicial, en muchos sectores del poder económico y en los poderes mediáticos de Madrid. Lo que puedan decir en el futuro las instancias jurisdiccionales europeas no detendría, en ningún caso, la estrategia de involución democrática que conviene al bloque reaccionario. De hecho, esa misma dinámica de involución puede darse también en otros países europeos, empezando por Italia.
Aunque suene fuerte no es tan difícil de imaginar. La ilegalización de partidos ya es conocida en nuestro Estado y encontrar nuevos argumentos para llevarla a cabo (la unidad de España amenazada o el cuestionamiento de la monarquía, por ejemplo) es perfectamente viable y contaría con decenas de juristas importantes prestos a justificarlo. La experiencia del choque con los independentistas catalanes es positiva para la derecha y sería una referencia. Les dio un enemigo al que recurrir permanentemente en sus discursos, normalizó la presencia de presos políticos que no habían cometido, ni de lejos, ningún acto violento, politizó y comprometió políticamente a los sectores más reaccionarios de la judicatura e incluso colocó a la monarquía en un lugar inédito a partir de aquel 3 de octubre de 2017. Desde ese día, PP y Vox han reivindicado a Felipe VI como nunca, en claro contraste con su malogrado progenitor que supo cuidar su feeling con Felipe González y el PSOE. Si en el sistema político que dejó la Transición, la monarquía supo atraer al PSOE e incluso al PCE de Carrillo y a algunos sectores del nacionalismo catalán y vasco, en la perestroika conservadora de Felipe VI, la monarquía es solo una referencia política para las derechas españolistas.
Creo que, a estas alturas, nadie duda de cuál sería el comportamiento de las piezas que la derecha ha sabido situar en el Tribunal Constitucional y en el poder judicial. Ilegalizar a Bildu y a los independentistas catalanes sería además una manera de asegurarse victorias electorales permanentes. Con Bildu, Junts y ERC fuera del juego electoral, la derecha podría asegurarse ganar al PSOE e incluso mantener sobre Unidas Podemos la presión habitual vía cloacas mediáticas y jueces motivados, sin necesidad de buscar excusas para su ilegalización.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? De la transición española que cerraron el 23F y la abrumadora victoria de Felipe González en el 82, surgió un sistema de partidos determinante para asegurar la estabilidad de nuestro sistema político, pacificar los conflictos derivados de la plurinacionalidad y organizar la modernización económica española en el marco de la división europea del trabajo. Dos grandes partidos estatales; un PSOE alineado con el SPD que pronto abandonó su radicalismo verbal, su marxismo estatutario y, sobre todo, cualquier aspiración de encabezar un proyecto socialista del sur de Europa junto a los socialistas portugueses; y por otro lado, Alianza Popular, una vez absorbida la UCD, no tuvo problema en alejarse de sus orígenes franquistas y alinearse con las tradiciones democristianas de los partidos populares europeos. Aznar, no lo olvidemos, llegó a reivindicar a Azaña. A los dos grandes partidos del sistema español se les añadieron los dos grandes partidos alfa dominantes en los subsistemas políticos catalán y vasco. El PNV, reforzado por la acción de ETA como única opción vasca reconocida para gestionar su particular camino de autogobierno; y la CiU de Pujol como fuerza hegemónica en Catalunya, donde el PSC pronto acabó con las enormes expectativas iniciales del PSUC. Es evidente que el “café para todos” fue una solución cuya simetría era poco coherente con la realidad plurinacional para afrontar el ambiguo título octavo, pero es innegable que funcionó para dar estabilidad, organizar una descentralización administrativa notable y dar espacio a catalanes y vascos para negociar competencias propias, como las policías autonómicas.
Lo fundamental de ese sistema de partidos de 2+2 es que los cuatro compartían los ejes principales de la política económica que debía emprender España en el marco europeo, los cuatro asumían el paraguas de la OTAN como la mejor opción posible y los cuatro aceptaban, si bien con diferente entusiasmo, la forma monárquica. Esos consensos de régimen permitieron, durante más de tres décadas, que los poderes paralelos al sistema de partidos (las oligarquías económicas, los poderes mediáticos, el siempre muy conservador poder judicial y los sectores más ultramontanos de los viejos aparatos represivos que fueron reciclados con la excusa de la lucha antiterrorista) no se hicieran tan visibles en la política como lo son ahora.
¿Qué ha pasado en los últimos 10 años para que estemos en una situación tan peligrosa si la derecha vuelve junto con la ultraderecha al Consejo de Ministros? Ha pasado el independentismo catalán y Podemos. Esos dos actores hicieron saltar por los aires el sistema de partidos en España; la única estructura de poder que los ciudadanos pueden cambiar votando. Para comprobar que esto es así basta asomarse a una sesión de control: un inédito Gobierno de coalición con ministros de Podemos y del PCE sostenido por fuerzas independentistas vascas y catalanas que tiene enfrente al PP más Vox como alternativa de gobierno.
Lo que se juega ahora en España es quién dirigirá la reforma del Estado. Los poderes no sometidos a controles democráticos –y esto incluye a las élites de un poder judicial que llevan ya más de 1.000 días facilitando al PP el bloqueo de la renovación del CGPJ– son conscientes de ese conflicto y han tomado posiciones. Y ahí también está una monarquía que ha dado por perdida a la España progresista y plurinacional y no ha parado de hacer gestos a la España oscura (la ostentación con la que se ha presentado el traslado de la heredera al trono a un carísimo colegio privado británico es el último ejemplo). Ese bloque de poderes representa la reacción al impulso democrático que siguió a la gran crisis de 2008.
¿Qué hacer? A mi juicio, las izquierdas diferentes al PSOE en todo el Estado deben aumentar su colaboración y compartir espacios de reflexión estratégica. Creo que deben asumir que la alianza de gobierno con el PSOE es, en esta coyuntura, necesaria para proteger la democracia e implementar la justicia social mediante políticas públicas. La pandemia ha reforzado un sentimiento transversal de orgullo por lo público y el, hasta cierto punto, giro keynesiano al que se ha visto obligada la Unión Europea, es una oportunidad con pocos precedentes. Al mismo tiempo, frente al proyecto reaccionario que, de llegar al gobierno, combinará el más feroz neoliberalismo con el asalto a las competencias autonómicas y la persecución de los independentistas, la izquierda debe explorar vías confederales para la re-organización de un Estado compartido, más acordes con la plurinacionalidad y la voluntad de los distintos pueblos del Estado. Aunque algunas de estas fuerzas políticas puedan competir electoralmente, pienso que deberían acordar una hoja de ruta común en la negociación con los socialistas. El hundimiento de Ciudadanos mató la ensoñación de una tercera vía a la española y la inviabilidad de la gran coalición, que asegura la fuerza de Vox, no ha dejado al PSOE más opción que negociar y acordar la dirección del Estado con Unidas Podemos y con el conjunto del bloque que ha garantizado la viabilidad de la legislatura. La posición táctica de ese bloque es un asunto de primer orden desde una dura certeza que se ha hecho evidente estos años: es altamente improbable que el PSOE hubiera facilitado un gobierno encabezado por UP si hubiese sido superado, como apuntaban todas las encuestas, en 2016 y, en caso de haberlo hecho, es obvio que se habría articulado una reacción concertada de los grandes poderes para hacer caer a ese hipotético gobierno en días. La historia ha demostrado que para gobernar no basta ganar en votos, sino ganar también en unas cuantas correlaciones de poder más.
Además, creo que la izquierda debe asumir que el terreno de la cultura y la ideología es tan decisivo como el institucional y el de la movilización social. Para comprobar lo bien que la derecha ha entendido esto basta encender la televisión o leer los editoriales de la mayor parte de periódicos editados en Madrid. La lección de mayo en Madrid, con la victoria del PP más ultra jamás visto, debe poner en alerta a todos los demócratas y a toda la izquierda por su capacidad de irradiación. Lo que llevamos perdiendo tantos años en Madrid no son solo elecciones, sino una batalla cultural e ideológica.