"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Pare de Sufrir: Creo en Aquiles Nazoa

Durante mucho tiempo tuvimos un imaginario agobiado de héroes. Por siglos nuestra modesta existencia amenazada no encontró otra manera de crecer que la batalla.

En medio de los estrépitos de la gloria casi olvidamos que no hay hazaña mayor que la idea. La ocurrencia, hija valiente de la realidad y madre fecunda del devenir, única chispa que ilumina nuestro presente y clarifica el mañana.

Toda ciencia, incluso la del vivir, es triste, y para soportarla requiere el paliativo de la sonrisa. Por espontánea, la sonrisa es el más difícil de los gestos. Nunca se la puede fingir bien, siempre necesitamos algo que legítimamente la provoque. Corresponde al humorista la dura tarea de enternecer la expresión a partir de la tristeza del mundo.

No importa cuán profundamente las maquinarias del dolor hayan trabajado la conciencia del sonreído: sólo abren el surco para la semilla que permite soportar la vida. Abrir el postigo de la alegría en las más tenebrosas estancias es un deber humano: la ciencia explica el mundo a partir de las ecuaciones y el humorista a partir del amor.

Es necesario un redentor que cumpla la hazaña de atribuir su justa proporción a las cosas y nos haga tomar en serio la levedad de los instantes. Así nace el humorista, peatón andante investido con las invencibles armas de la indefensión ante el mundo.

La demostración irrefutable de que no se puede estar con la derecha consiste en que durante más de un siglo ésta no ha producido un solo humorista que valga la pena. El risueño endominga la existencia reconociendo sus miserias como el abono de la flor misteriosa que brota en los intersticios del pensamiento. Graduado en la prestigiosa academia del autodidactismo, Aquiles Nazoa nos convida al pan de la sabiduría ahorrándonos las preceptivas enfadosas del escalafón y la academia.

Viene Aquiles al mundo real como hijo del panadero, como muchacho de los mandados, como barrendero que limpia las polvaredas del tedio, como botones que vigila los cuartos del hotel de los misterios, como guía turístico que explica las maravillas de lo que pudiera haber sido, como empaquetador de periódicos que traen las noticias imaginarias, como clasificador de clichés fotográficos y lingüísticos, como corrector de pruebas de textos escritos en los lenguajes del sueño.

Entre tantas profesiones de supervivencia debió Aquiles haber sido guardián de un zoológico franciscano, donde gozaran de libertad los humildes animales que él tanto amó: el can corriente y moliente, el burro, el modesto cochino, y también sus mascotas entrañables: el caballo que era bien bonito, la tortuguita que de tan fea parecía hermosa, el elefante del libro Mantilla.

De muchacho deserta Aquiles de la legión de los poetas que se han contentado con contemplar el mundo, sabiendo que su verdadera misión es crearlo.

Como escritor, como guionista, como dramaturgo, como crítico de arte, como historiador, como conferencista, como ñángara, como militante, como preso y exiliado político, como inventor y partícipe de tantos periódicos humorísticos a los cuales gobiernos patibularios allanaban las imprentas y mataban a tiros los pregoneros, enseñó Aquiles que la tarea no es tomar la realidad como tema sino hacer de la realidad la obra de arte.

Difícil de creer es hoy que estuviera proscrito el apellido de uno de los más excelsos poetas, al extremo de que tanto él como su hermano Aníbal tuvieran que publicar con seudónimos, y cuando arribaban a los grandes medios no tardaban las fuerzas de la amargura pedante en vetarlos.

Tras acceder a la televisión comercial con su Teatro para Leer, fue expulsado de ella por una jerarquía eclesiástica que no pudo tragar “La torta que puso Adán”. Tras destellar en la televisión pública con “Las cosas más sencillas”, fue borrado para siempre por una borrosa mano que sólo sabía eliminar cintas.

Pero ninguna garra podrá desvanecerlo de su Caracas física y espiritual, la ciudad a la cual amó tanto que debió exiliarse en Villa de Cura, lejos de los defectos que le impedían quererla mejor. En vano pretendieron los exquisitos categorizar como cultura todo lo que se hacía en otra parte. Aquiles edificó una poética a partir de los materiales humildes del acontecer aldeano, de la vasta odisea de los iletrados.

En lugar de encumbrarse en la torre de marfil, zanqueó Aquiles con pantalones arremangados las aguas donde beben los ruiseñores del Catuche, topografió la Caracas que era un océano de tejas donde pescaban ratones los gatos. ¿Qué quiere la ciudad? ¿Adónde va, desde que se echó en un sitio fijo, emprendiendo una misteriosa ruta en el tiempo?

Caracas pudo haber sido otra, nosotros debimos haber sido diferentes. Aquiles rescató para la memoria de esta representación lo menos imperdonable. La ciudad diariamente se remienda a sí misma con la paciencia de una vieja señora que sabe que ya pasó la edad de los estrenos.Por la urdimbre de sus pespuntes seguimos el tejido precario de la cotidianidad.

Allá avanza su aguja para coser retazos de pasado amarillento como el Pasaje Capitolio con futuros tan infortunados como el Cubo Negro. Una urbe es voz múltiple de espacios y de formas, concierto y desconcierto de disciplinas e indisciplinas, desorganizada improvisación colectiva que sólo por la armonización del amor puede dar por momentos la nota justa.

Vaga por ella desasosegado el habitante, y sólo la comprende el poeta que no es comprendido por nadie. De todo el tumulto metropolitano quedan unos cuantos fetiches a los cuales investimos de los mismos sentimientos que secretamente abrigamos hacia nosotros mismos: desdén, ternura, rechazo o aceptación.

Estas reliquias, como todas las del mundo, sólo valdrán por el fervor que les comuniquemos. Aquiles ya está en el pequeño Panteón del alma que alegramos con flores silvestres todos los venezolanos. Su sonrisa hace falta en el otro Panteón, donde entristecen tantos héroes ante las lluvias de amarguras que suelen azotarnos.

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