"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Nacer negro. Violencia institucionalizada

“He llorado tanto, no te imaginas” –confiesa Anthony. “¿Por qué?” –le pregunto. “Por todo: las protestas, las muertes, nuestra dignidad; porque nadie, ni un solo blanco a mi alrededor entiende lo que se siente al ir por la calle pensando que en cualquier momento te van pegar un tiro”. Está desesperado, lo estamos. Él desde Nueva York y yo desde Philadelphia llevamos días respirando cómo el país se levanta en un clamor ensordecedor tras la brutal muerte de George Floyd a manos de la policía. A pesar de la respuesta multitudinaria en las calles, no lo entienden –reitera Anthony–, y su crítica va orientada a la izquierda. Muchos demócratas blancos son incapaces de ponerse en la piel de quien ha estado siempre sometido a una violencia institucionalizada que atraviesa cada aspecto de la sociedad estadounidense, desde antes del nacimiento hasta la muerte prematura. De comienzo a fin: la mortalidad materna entre las mujeres negras, derivada de la gestación o el parto, es hasta cuatro veces superior a la de las mujeres blancas; la esperanza de vida de los negros es de 74 años, comparada con los 79 que viven de media los blancos. La complejidad de una nación completamente fracturada por la mirada racista, que establece una jerarquización del valor de la vida en la que también nos encontramos los inmigrantes, es tan inefable como abarcadora. El racismo, con su sistemático poder destructivo, nutre los cimientos de un país que nació como república esclavista y, lejos de conformar un ajedrez, muta en su capacidad de dar muerte según una gradación cromática socialmente construida. Debajo, en el nadir demográfico de esa potencia económica y militar que es Estados Unidos, yace la base sobre la que se eleva todo: el pueblo negro. Como clamaba James Baldwin: “La historia del negro en Estados Unidos es la historia de Estados Unidos”. George Floyd ha sido la chispa que ha desatado un incendio donde antes había vidas en estado de combustión latente.

Graben estos nombres: Eric Garner; asesinado por la policía por vender cigarrillos, fue el primero que pronunció la frase que ahora se ha vuelto una consigna mundial antirracista: I can’t breath. Breonna Taylor, a quien el plomo policial aniquiló durante una redada en su propia casa: buscaban drogas y sólo encontraron el cadáver que ellos crearon. Ahmaud Arbery: salió a correr por un camino y dos vecinos del barrio le dispararon a bocajarro. Philando Castile, víctima de un atentado policial en su propio coche, al que asistieron su mujer y su hija de cuatro años. Su delito fue decirle al oficial que poseía un arma –legal– pero que no pensaba utilizarla; las imágenes de la niña rogándole a su madre que no gritase o, de lo contrario, le dispararían, desencadenaron, no las de Anthony, sino mis lágrimas esta vez. La lista es interminable y éstos son solamente algunos casos recientes que dan cuenta de una violencia policial y ciudadana que se ceba repetidamente con los mismos. Si estas muertes fueron capaces de suscitar una rabia y desasosiego colectivos es porque las redes sociales amplificaron unas voces que han sido históricamente silenciadas. Pero, tras la viralidad de unos videos que crean conciencia social tanto como espectacularizan el sufrimiento ajeno, se esconde una trayectoria de maltrato constante, de derechos suprimidos y de privación sistemática de oportunidades en un país que se vanagloria de ofrecerlas, entretejidas en su tan manido American Dream. “Anthony –le digo–, quiero explicar el racismo estructural en Estados Unidos, que la gente lo entienda”. “Buena suerte. En mis cuarenta años de vida yo no lo he conseguido”.

 

Racismo estructural

De niña aprendí que los seres vivos nacen, se alimentan, crecen, se desarrollan, se reproducen y mueren; de adolescente, que cuando esos seres vivos son humanos, además, tienen derechos. Sin embargo, el cuerpo negro en este país parece desafiar día tras día tan básico aprendizaje. Nacer negro; imaginar por un momento, movidos por un ejercicio de empatía, que uno ya viene al mundo desafiando las estadísticas, pues salir del útero implica un mayor riesgo que hacerlo si eres blanco. Según el Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC, en sus siglas en inglés), la mortalidad infantil de los negros se sitúa en un 11,4 por mil, la más alta del país, frente al 4.9 del colectivo blanco. Si se ha tenido la suerte de superar esa primera barrera, las otras no tardarán en aparecer, ligadas a una pobreza racializada, documentada hasta la saciedad, a la que se suman otros factores. Así, una alimentación sana y equilibrada parece casi imposible: más de dos millones de estadounidenses viven en lo que se conoce como “desiertos alimentarios”, áreas caracterizadas por su difícil acceso a comida de calidad. Si bien el problema afecta también a los blancos pobres, investigaciones recientes han demostrado que los barrios hispanos y negros tienen menos supermercados y más tiendas pequeñas de alimentación en las que abunda la comida basura y escasean los cereales, las frutas y las verduras.

El 75% de los niños negros asisten a colegios segregados donde las carencias educativas y la falta de recursos son notables

Pero pongamos que hemos logrado nacer, que nos nutrimos a base de lo disponible y, aún así, vamos creciendo, llegamos a la edad escolar y nos encontramos con el siguiente obstáculo: el 75% de los niños negros asisten a colegios segregados donde las carencias educativas y la falta de recursos son notables. Pese a que el Tribunal Supremo prohibió la segregación escolar en la sentencia histórica que dio comienzo al movimiento por los Derechos Civiles, Brown v. Board of Education (1954), dicha segregación se ha mantenido vigente. Si bien esto no explica necesariamente las deficiencias que se dan en las escuelas, sí lo hace su forma de financiación: el dinero proviene mayoritariamente del equivalente al Impuesto de Bienes Inmuebles recaudado en ese mismo barrio. Si se trata de un vecindario negro, la vivienda estará, a su vez, depreciada.

El acceso a la vivienda constituye otro de los impedimentos de una sociedad que está burocráticamente organizada, estructuralmente concebida para cerrarle todas las puertas al ser vivo imaginario que somos en estas líneas. Una de esas prácticas discriminatorias se denomina redlining, la demarcación de barriadas, mayoritariamente negras, que actúa como indicador de riesgo y, en la práctica, impide que los bancos concedan hipotecas o préstamos a sus residentes, o bien fomentan que éstos sean víctimas de intereses abusivos. Nacer negro. Hemos crecido, tal vez en una zona económicamente deprimida de la ciudad; con un esfuerzo sobrehumano nos desarrollamos, aterrizamos en la juventud y, a pesar de las anteriores carencias educativas, logramos ser aceptados en la universidad, cuyas matrículas son prohibitivas. Para cuando hayamos terminado los estudios de posgrado, nuestra deuda será de media de 53.000 dólares, casi el doble que la deuda estudiantil de un alumno blanco, como indica un estudio del centro de investigación Brookings. Muchos se quedan por el camino.

Tras finalizar el posgrado, la deuda de un estudiante negro será de media de 53.000 dólares, casi el doble que la deuda estudiantil de un alumno blanco

Me detengo en la advertencia de Anthony, la sopeso. No hay narrativa que pueda hacer justicia al odio racial sistemático, integrado en una serie de prácticas administrativas que gestionan la capacidad de dar muerte y que Foucault llamó gubernamentalidad. Aún no hemos logrado el ecuador de la autobiografía inventada y ya tiene carencias nuestro relato. Entre otras cosas, falta explicar que el derecho al voto de la comunidad negra ha sido fuertemente minado a lo largo del tiempo y cuenta hoy con múltiples vías de supresión, como el gerrymandering –el trazado de los distritos electorales–, la imposición de carnés y otros trámites racialmente motivados, o el simple hecho de que las elecciones no ocurran durante el fin de semana, lo que incrementaría la participación de quienes poseen trabajos precarios sin días libres. Por otra parte, la violencia policial reciente constituye sólo la punta del iceberg de un país que cuenta con la mayor población presidiaria del mundo. Los negros tienen cinco veces más probabilidad de acabar entre rejas y, no es casual, los presos no pueden votar –en algunos estados la prohibición se extiende después de haber cumplido condena–.

Nacer negro. Somos un ser vivo entrado en años y hasta ahora la supervivencia nos ha acompañado. Creemos estar bien pero pronto comienzan a surgir una serie de patologías ligadas a las circunstancias anteriores. En la trayectoria biopolítica esbozada hasta ahora destacan los múltiples problemas de salud que afectan a los cuerpos negros, cuya tasa de obesidad es la mayor del país, cuyo riesgo de amputación es tres veces superior a la media, por citar sólo algunos ejemplos. En tiempos pandémicos, no sorprende comprobar cómo este grupo demográfico, el 13% de la población estadounidense, ha sido el más diezmado. Las injusticias inherentes a un sistema sanitario cuyo motor principal es el beneficio económico y que niega el seguro médico a más de 28 millones de personas acabarán por materializarse.

Racismo histórico

No obstante, sería simplista afirmar únicamente que a los cuerpos negros les está vedado el acceso a las exiguas oportunidades disponibles, cuando lo cierto es que su presencia ha determinado la desigualdad social reinante y ambos hechos se retroalimentan. Dicho de otro modo: el racismo ha obstruido tradicionalmente la posibilidad de construir una sociedad más igualitaria. Según una investigación del New York Times, la principal causa de que no exista una sanidad universal en Estados Unidos es el odio racial. Confirma esta teoría el Nobel de Economía Paul Krugman, quien en una conferencia reciente aseveró: “La raza es la razón por la que Estados Unidos no se parece a ningún otro país avanzado en términos de seguridad social”. En el racismo se hallan así las respuestas a una carencia sistémica de prestaciones sociales como son las bajas parentales o las vacaciones pagadas, o el hecho de que la mayoría de los seguros médicos estén vinculados a trabajos que históricamente los negros no han podido ejercer. Tan profundo es el desprecio al Otro, que éste se extiende a uno mismo: por dinamitar la dignidad de tantos, el país cuenta con el estado del bienestar más débil de la OCDE. Quizá eso sea lo más difícil de entender: que se ha perdido una oportunidad de oro para construir una nación donde la abundante riqueza cristalice en una mejora de las condiciones de vida para todos; que la configuración estatal vigente actúa como mecanismo de legitimación del racismo, puesto que éste permanece acuñado en las normas, los principios, los reglamentos… y no se puede desmantelar a menos que se efectúen reformas radicales.

Las protestas masivas que hemos vivido rebasan la petición de justicia por la muerte de George Floyd, superan el mero fin de la brutalidad policial. Más bien exigen la revisión exhaustiva de la historia nacional así como una actualización de los Derechos Civiles, que se han quedado obsoletos, inservibles, frente a la estructura  racista sobre la que se erige todo. Por eso hemos visto a muchos manifestantes demandar que se retiren las estatuas de los líderes confederados, lo cual ya ha ocurrido en estados como Virginia, Carolina del Norte y Alabama. Por eso, también, la Guardia Nacional custodiaba estos días el Monumento a Lincoln, el presidente que abolió la esclavitud, como si confirmasen con su presencia la militarización de un Orden que no permite interpretar el pasado ni reclamar reparaciones. Pero la historia, a manos de las biografías que la crean, es moldeable. Nosotros hemos llegado ahora al final de esa vida imaginaria que para Anthony es real. Nacer negro. Él desde Nueva York y yo desde Philadelphia, en nuestros respectivos toques de queda, esperamos que se entienda.

 

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