"...quizás el grito de un ciudadano puede advertir la presencia de un peligro encubierto o desconocido".

Simón Bolívar, Discurso de Angostura

Esta pandemia ha revelado la inutilidad de la economía ortodoxa

Antes incluso de que llegara la pandemia, la economía mundial se enfrentaba a un conjunto de crisis que van ahondándose: la emergencia climática, la desigualdad extrema y una ingente perturbación del mundo del trabajo, en el que robots y sistemas de Inteligencia Artificial substituyen a los seres humanos.

Las teorías económicas convencionales han tenido poco que ofrecer. Por el contrario, han actuado como una jaula alrededor de nuestro pensamiento, vetando un abanico de ideas por inasequibles, contraproducentes, incompatibles con el libre mercado, y así sucesivamente. Todavía peor que eso, la economía nos ha llevado de modo sutil e insidioso a introyectar un conjunto de valores y formas de ver el mundo que nos impide hasta imaginar formas diversas de cambio radical.

Puesto que la ortodoxia económica se encuentra tan completamente encastrada en nuestro pensamiento, escapar de ella exige algo más que un derroche de gasto a corto plazo para inpedir el derrumbe económico inmediato, aun siendo vital como es. Tenemos que profundizar para descubrir las raíces económicas del embrollo en el que estamos metidos. Dicho de modo más positivo, ¿qué queremos de la economía post-coronavirus?

La economía establecida dominante nos ha enseñado que la única forma racional de afrontar un futuro incierto consiste en cuantificarlo, asignando una probabilidad a cada posibilidad. Pero hasta con la mayor pericia del mundo, a menudo nuestro conocimiento se queda corto. Con frecuencia nos debatimos para predecir qué consecuencias son más probables. Todavía peor, puede que haya consecuencias que no hayamos considerado, futuros que nadie había imaginado, como tan vivazmente ha mostrado la pandemia.

Encuadrar el futuro en términos de probabilidades nos ofrece la ilusión del conocimiento y el control, lo cual resulta extraordinariamente tentador, pero eso es todo arrogancia. En el periodo que condujo a la crisis financiera de 2007, los banqueros se sentían orgullosos de sus modelos. Luego, ese agosto, el director ejecutivo de Goldman Sachs reconoció que el banco había localizado enormes movimientos de precios en algunos mercados financieros, varias veces en una semana. Pero de acuerdo con sus modelos, se suponía que la probabilidad de cada uno de estos movimientos era menor que la de ganar el premio gordo de la lotería nacional del Reino Unido 21 veces seguidas. Los acontecimientos mundiales exigen humildad.

Hay en esto lecciones claras respecto a cómo encarar la emergencia climática: en lugar de centrarnos en las repercusiones climáticas medias predichas por modelos matemáticos que dependen de un conocimiento probabilístico que ofrece poquísima confianza, tenemos que pensar en serio en la hipótesis del peor de los casos y tomar medidas para evitarlo. Pero la ortodoxia económica nos empuja lejos de la acción precautoria. Si la economía establecida dominante tiene un objetivo o principio abarcadores, es la eficiencia.

Eficiencia significa sacarle el máximo “partido a tu dinero”, el mayor beneficio a todo euro que se gasta. Cualquier otro procedimiento es un desperdicio, ¿no es verdad? Pero eliminar el desperdicio implica eliminar la sobrecapacidad, y ya vemos ahora las consecuencias de ello en los sistemas sanitarios de todo el mundo. Nuestra obsesión con la eficiencia, si viene a significar que no se logra planificar con vistas a una pandemia o una emergencia climática, costará vidas.

Nuestra proridad habría de ser la resiliencia, no la eficiencia. Tenemos que construir sistemas resilientes y economías que estén explícitamente diseñadas para aguantar las hipótesis de los peores casos, y disponer de una oportunidad de presentar batalla al vernóslas también con desastres imprevistos.

En última instancia, el problema de la ortodoxia económica reside en el modo de encuadrar nuestros valores y proridades. Las decisiones siempre han de referirse a soluciones intermedias: sopesar costes y beneficios, idealmente estimados mediante los precios de mercado. Si nos tomamos en serio nuestra ignorancia del futuro, este cálculo no tendría ni que empezarse. Porque el que los costes sobrepasen los beneficios es la excusa más vieja para no tomar precauciones y constituye una receta para el desastre cuando los beneficios, o el precio de no actuar, se inrravaloran.

El modo de pensar del coste-beneficio nos lleva también a asumir que todos los valores se pueden expresar en términos monetarios. Muchos políticos y líderes empresariales se obsesionan con declaraciones como que “un aumento de 2° en la temperatura media global reduciría el PIB hasta un 2%”, como si una caída del PIB midiera los verdades costes de la emergencia climática.

En la práctica, este modo de pensar significa que el valor de todo se mide por cuánta gente se ofrece a pagar por ello. Puesto que los ricos siempre pueden pagar más que los pobres, las prioridades terminan sesgándose del lado de los ricos, lejos de las necesidades de los pobres. De manera que se gasta más dinero en I+D para cremas antiarrugas que en tratamientos para la malaria. Las grandes farmacéuticas han tenido poco interés relativamente en desarrollar vacunas, porque un programa de vacunación sólo funciona si las pobres se vacunan también, lo que limita el precio que pueden fijar los fabricantes.

Podría parecernos que hemos rebasado hoy eso, que el mundo ha despertado y los países ricos van a gastar “lo que haga falta” para abordar la pandemia. Pero la investigación de la vacuna de la Covid 19 – y de otros innumerables campos de investigación médica con el potencial de salvar otras tantas vidas a largo plazo– necesita financiación continua, fiable durante muchos años. Una vez que el mercado ve mejores réditos en otra parte, se acaba recortando la financiación, y los investigadores se retiran o se marchan, perdiéndose su experiencia.

La ortodoxia económica respalda ese cuento según el cual esta pandemia es un desastre para el que nadie podía haber estado preparado, y con lecciones no menos amplias para la economía y la política. Esta historia le viene bien a algunos de los multimillonarios del mundo, sólo que no es verdad. Existe una alternativa: la pandemia proporciona más pruebas de que para habérselas con la emergencia climática, la desigualdad y con cualquier crisis que aparezca, tenemos que repensar nuestra economía de arriba abajo.

 

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