Por Antonio Rodríguez Salvador
En 1661, tras la restauración de la monarquía inglesa, el lord protector Oliver Cromwell fue acusado de complicidad en la ejecución del rey Carlos I de Inglaterra y Escocia. Cromwell ya había muerto de malaria dos años antes, pero el dato no impidió que la Sala de los comunes condenara su cadáver a muerte. La sentencia debía cumplirse con absoluto rigor, y entonces el cuerpo fue sacado de su sepulcro, ahorcado en una plaza de Tyburn, y la cabeza encajada en un poste para escarnio público.
Desde finales de la Edad media, hasta principios de los Tiempos modernos, en Europa fueron habituales las llamadas ejecuciones en efigie. Estas eran realizadas cuando el acusado se hallaba en ausencia –ya fuese porque hubiera muerto o estuviese prófugo– y entonces su presencia era sustituida por un retrato o un muñeco.
Entre las personalidades sometidas a semejante pena, estuvo Martín Lutero, impulsor de la Reforma religiosa en Alemania, quien en 1521 fue procesado en ausencia por la Santa Inquisición, y condenado por hereje a morir quemado vivo en la hoguera. Como para entonces Lutero se hallaba fugitivo, la sentencia se cumplió en Roma con el uso de un muñeco. Otros famosos, que en los años subsiguientes recibieron igual condena en efigie, fueron el poeta y dramaturgo inglés Théophile de Viau, y el novelista y ensayista francés Donatien Alphonse François de Sade, más conocido como Márqués de Sade.
Caso curioso fue el del patriota húngaro Lajos Koussuth, quien tras oponerse a la autoridad de los Habsburgo y proclamar la independencia de Hungría, fue ahorcado en efigie en 1851. Aunque logró escapar y vivir hasta 1894, ello no impidió que la entrada a su nombre en los Archivos Biográficos Alemanes lo diese por muerto desde 1851.
Pudiese parecer que tales eventos ya han sido superados por la humanidad, pero no es así. Por estos días de conflicto bélico entre Rusia y Ucrania, el fantasma de las condenas en efigie ha vuelto. Por ejemplo, el pasado 2 de marzo un roble de casi 200 años, plantado por el escritor ruso Iván Turguéniev en su hacienda paterna, fue retirado del concurso El árbol europeo del año, porque los organizadores se sintieron «consternados por la operación rusa en Ucrania».
Un día antes, y por iguales razones, la universidad Bicocca de Milán anunció la cancelación de su concurso educativo dedicado al escritor ruso Fiódor Dostoyevski, fallecido en 1881. Ciertamente, dada la intensa polémica al respecto, la medida fue revocada; pero los ánimos no parecen enfriarse en Italia. Esta semana también se reporta que el director de la famosa galería de los Uffizi, en Florencia, ha rechazado llamamientos a demoler esculturas de maestros rusos y cerrar el museo de Íconos de ese país.
Es peligroso semejante fanatismo; pero ante tales «sanciones», y en caso de aún estar vivos, quién sabe si Dostoyevski no hubiera escrito la segunda parte de su novela El Idiota, y Turguéniev un remake de su obra de teatro El tonto de la fortuna. Erasmo de Róterdam, cuyo volumen Elogio de la locura fue incluido en el llamado Índice de libros prohibidos de la Iglesia Católica, quizá también se hubiese animado a realizar una actualización de esa obra.
Pero estas no han sido las únicas medidas que despiertan perplejidad: EA Sports, un distribuidor líder de juegos para consolas, PC y móviles, ha eliminado a los equipos rusos de su popular videojuego FIFA-22; mientras la Federación felina internacional prohibió la importación de gatos procedentes de Rusia: quien compre un gato ruso, no podrá registrar su pedigrí.
Visto el rumbo que toman las cosas, no extrañaría que, por ejemplo, mañana la Unión geográfica internacional decida eliminar a Rusia de los mapas, de modo que países como Kazajstán y Mongolia, de pronto aparezcan con costas en el océano Ártico.
Ciertamente, comprendo que quizá alguno no guste de mis sarcasmos, pero ante ciertas pinceladas de barbarie que parecen endémicas en la «culta Europa», advierto que no he sido el único en dedicárselos. Por ejemplo, cuentan que cierta vez le preguntaron a Mahatma Gandhi: ¿Maestro, qué piensa usted de la Civilización Occidental? ¡Creo que sería una buena idea!, fue su respuesta.