La cuestión nacional
Sin embargo, sorprendió a todos cuando, tras subirse a una silla, para hacerse oír mejor, consiguió llamar la atención de todo el público, sorprendido por la maestría de su dialéctica y fascinado por la originalidad de sus tesis. Para Luxemburgo, de hecho, la reivindicación central del movimiento obrero polaco no debía ser la construcción de una Polonia independiente, como se venía repitiendo por unanimidad. Polonia seguía dividida en tres entre los imperios alemán, austro-húngaro y ruso; su reunificación resultaba difícil de conseguir, pero a los trabajadores se les debía presentar objetivos realistas que pudieran generar luchas prácticas en nombre de necesidades concretas.
Con un razonamiento que desarrolló en los años venideros, amonestó a quienes enfatizaban el tema nacional, convencida de que la retórica del patriotismo sería utilizada peligrosamente para debilitar la lucha de clases y relegar la cuestión social a un segundo plano. A las muchas opresiones sufridas por el proletariado, no era necesario agregar “su esclavitud a la nacionalidad polaca». Para hacer frente a este escollo, Luxemburgo esperaba el nacimiento de autogobiernos locales y el fortalecimiento de la autonomía cultural que, una vez establecido el modo de producción socialista, actuarían como una barrera para el posible resurgimiento de regurgitaciones chovinistas y otras nuevas discriminaciones. Mediante todas estas reflexiones, diferenció la cuestión nacional de la del Estado nacional.
Una existencia a contracorriente
El episodio del Congreso de Zúrich simboliza toda la biografía intelectual de quien fue uno de los exponentes más significativos del socialismo del siglo XX. Nacida hace 150 años, el 5 de marzo de 1871, en Zamość, en la Polonia bajo ocupación zarista, Luxemburgo pasó su vida en los márgenes, luchando contra numerosas adversidades y siempre a contracorriente. De origen judío, con una discapacidad permanente, a los veintiséis años se trasladó a Alemania, donde sólo pudo obtener la ciudadanía mediante un matrimonio concertado. Pacifista convencida en la época de la Primera Guerra Mundial, fue encarcelada varias veces por sus ideas. Fue una enemiga ardiente del imperialismo en una nueva y violenta época colonial. Luchó contra la pena de muerte en medio de la barbarie. Sobre todo, era mujer y vivió en mundos habitados exclusivamente por hombres. A menudo era la única presencia femenina tanto en la Universidad de Zúrich, donde obtuvo su doctorado en 1897 con una tesis sobre el desarrollo industrial de Polonia, como entre los líderes del Partido Socialdemócrata Alemán. Fue la primera profesora mujer de la escuela central para la formación de cuadros del partido, cargo que ocupó entre 1907 y 1914, período en el que elaboró el proyecto inconcluso de escribir una Introducción a la economía política (1925) y publicó La acumulación del capital (1913).
A estas dificultades se sumaba su espíritu independiente y su autonomía, virtud que a menudo penaliza incluso en los partidos políticos de izquierda. Con su viva inteligencia, Luxemburgo tuvo la capacidad de elaborar nuevas ideas y de saber defenderlas, sin reverencias sumisas y, de hecho, con una franqueza desarmante, en presencia de figuras del calibre de August Bebel o Karl Kautsky, que habían tenido el privilegio de formarse en contacto directo con Engels. Su objetivo no era repetir las palabras de Marx, sino interpretarlas históricamente y, cuando fuera necesario, desarrollar su análisis. Expresar libremente su opinión y ejercer el derecho a expresar posiciones críticas dentro del partido eran requisitos indispensables para ella. El partido tenía que ser un espacio donde pudieran convivir diferentes posiciones, siempre que sus afiliados compartieran sus principios fundamentales.
Partido, huelga, revolución
Logró superar los numerosos obstáculos encontrados y, con motivo del giro reformista de Eduard Bernstein y el acalorado debate que siguió, se convirtió en una figura conocida en la principal organización del movimiento obrero europeo. Si, en el famoso texto Los supuestos del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (1897-99), Bernstein había invitado al partido a romper los puentes con el pasado y a transformarse en una mera fuerza gradualista, en el escrito Reforma social o ¿Revolución? (1898-99), Luxemburgo respondió con firmeza que, en todos los períodos de la historia, «la obra de reforma social se mueve sólo en la dirección y durante el tiempo que corresponde al empuje que le dio la última revolución». Quienes creían que podían lograr en el «gallinero del parlamentarismo burgués» los mismos cambios que la conquista revolucionaria del poder político hubiera hecho posibles, no habían elegido «un camino más tranquilo y seguro hacia el mismo objetivo, sino otro distinto». Habían aceptado el mundo burgués y su ideología.
No se trataba de mejorar el orden social existente, sino de construir uno completamente diferente. El papel de los sindicatos -que solo podía arrancar a los patronos condiciones más favorables dentro del modo de producción capitalista- y la Revolución Rusa de 1905 le dieron la oportunidad de meditar sobre cuáles podrían ser los sujetos y las acciones capaces de producir una transformación radical de la sociedad. En su libro Huelga general, partido y sindicatos (1906), al analizar los principales acontecimientos que tuvieron lugar en vastas áreas del Imperio ruso, enfatizó la importancia fundamental de los estratos más amplios del proletariado, generalmente desorganizados. Para ella, las masas eran las verdaderas protagonistas de la historia. Observó que en Rusia «el elemento de la espontaneidad» (concepto por el que se le acusa de haber sobrestimado la conciencia de clase presente en las masas) había sido relevante y, por tanto, el papel del partido no debía ser preparar la huelga, sino tomar la «dirección política de todo el movimiento».
Para Luxemburgo, la huelga de masas es «el pulso vivo de la revolución y, al mismo tiempo, es su rueda motriz más potente». Es la verdadera «forma de manifestación de la lucha proletaria en la revolución». No es una acción única, sino el momento decisivo de un largo período de lucha de clases. Además, no se podía pasar por alto que «en la agitación del período revolucionario, el proletariado cambia, de modo que incluso el bien más elevado, la vida, sin perjuicio del bienestar material, tiene un valor mínimo en comparación con el ideal por el que se lucha». Los trabajadores adquirían conciencia y madurez. Así lo atestiguaban las huelgas de masas en Rusia, que «sin darse cuenta pasaron del terreno económico al político, de modo que era casi imposible trazar una línea divisoria entre los dos».
Comunismo significa libertad y democracia
En el tema de las formas de organización política y, más específicamente, en el papel del partido, en esos años, Luxemburgo fue protagonista de otro conflicto violento, esta vez con Lenin. En el texto Un paso adelante, dos pasos atrás (1904), el líder bolchevique defendió las decisiones tomadas en el segundo congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso y concibió al partido como un núcleo compacto de revolucionarios profesionales, una vanguardia que debía liderar a las masas. Luxemburgo objetó en Problemas organizativos de la social-democracia rusa (1904) que un partido extremadamente centralizado generaba una dinámica muy peligrosa: «la obediencia ciega de los militantes a la autoridad central». El partido debía desarrollar la participación social, no reprimirla, «mantener viva la apreciación justa de las formas de lucha». Marx escribió que «cada paso del movimiento real es más importante que una docena de programas». Luxemburgo amplió este postulado y afirmó que «los pasos en falso del movimiento obrero real son, históricamente, inconmensurablemente más fructíferos y más preciosos que la infalibilidad del mejor comité central».
Esta controversia adquirió aún mayor importancia después de la revolución soviética de 1917, a la que Luxemburgo dio su apoyo incondicional. Preocupada por los hechos que tenían lugar en Rusia (a partir de la forma como se inició la reforma agraria), Luxemburgo fue la primera, en el campo comunista, en observar que un «régimen de estado de sitio prolongado» había ejercido «una influencia degradante en la sociedad”. En su artículo póstumo La revolución rusa (1918), reiteró que la misión histórica del «proletariado que ha llegado al poder» es «crear una democracia socialista en lugar de la democracia burguesa, no destruir toda forma de democracia». Para ella, el comunismo significaba «una participación más activa y libre de las masas populares en una democracia sin límites» que no contaba con líderes infalibles que las guiaran. Un horizonte político y social verdaderamente diferente solo se podía alcanzar a través de este complicado proceso y sin que el ejercicio de la libertad estuviera «reservado exclusivamente a los partidarios del gobierno y a los miembros de un partido único».
Estaba firmemente convencida de que «el socialismo, por su naturaleza, no se puede otorgar desde arriba». Debía expandir la democracia, no reducirla. Afirmó que se podía «decretar lo negativo, la destrucción, pero no lo positivo, la construcción». Esta era «tierra virgen» y sólo “a partir de la experiencia se podía corregir y abrir nuevos caminos». La Liga Espartaco -nacida en 1914, tras la ruptura con el Partido Socialdemócrata Alemán, que luego se convertiría en Partido Comunista Alemán- sólo tomaría el poder «mediante la voluntad clara e incuestionable de la gran mayoría de las masas proletarias de toda Alemania».
Desde la practica de opciones políticas opuestas, los socialdemócratas y los bolcheviques habían concebido erróneamente la democracia y la revolución como dos procesos mutuamente alternativos. Por el contrario, el corazón de la teoría política de Luxemburgo se centró en su unidad indisoluble. Su legado quedó aplastado precisamente entre estas dos fuerzas: los socialdemócratas, cómplices de su brutal asesinato, ocurrido a los 47 años, a manos de las milicias paramilitares, la combatieron sin piedad por el acento revolucionario de sus reflexiones, mientras que los estalinistas se guardaron de difundir su legado debido al carácter crítico y libertario de su pensamiento.
Contra el militarismo, la guerra y el imperialismo
La otra piedra angular de sus convicciones y su militancia fue la combinación de la oposición a la guerra y la agitación antimilitarista. En estos temas, Luxemburgo pudo modernizar el bagaje teórico de la izquierda y hacer que en los congresos de la Segunda Internacional se aprobaran clarividentes resoluciones que, de no haber sido ignoradas, habrían entorpecido los planes tramados por los partidarios de la Primera Guerra Mundial. La función de los ejércitos, el constante rearme y la repetición de guerras no debían entenderse únicamente mediante las categorías clásicas del siglo XIX. Se trataba, como se había afirmado repetidamente, de fuerzas que reprimían las luchas obreras, herramientas útiles para los intereses de la reacción y que, además, producían divisiones en el proletariado, pero que también respondían a una finalidad económica precisa de la época. El capitalismo necesitaba del imperialismo y la guerra, incluso en tiempos de paz, para aumentar la producción, así como para conquistar, en cuanto las condiciones fueran adecuadas, nuevos mercados en las periferias coloniales fuera de Europa. Como escribió en La acumulación del capital, «la violencia política no es sino el vehículo del proceso económico». A esta afirmación le siguió una de las tesis más controvertidas de su obra, a saber, que el rearme era fundamental para afrontar la expansión productiva del capitalismo.
Era un escenario muy diferente de las representaciones optimistas de los reformistas y, para describirlo mejor, Luxemburgo utilizó un eslogan destinado a tener mucho éxito: «socialismo o barbarie». Explicó que esta solo podía evitarse gracias a la lucha consciente de las masas y, dado que la oposición al militarismo requería una fuerte conciencia política, estaba entre los más acérrimos partidarios de la huelga general contra la guerra, un arma que muchos en la izquierda, incluido Marx, habían subestimado. El tema de la defensa nacional debía ser utilizado contra los nuevos escenarios bélicos y el lema «¡guerra contra la guerra!» se convertiría en «el meollo de la política proletaria». Como escribió en La crisis de la socialdemocracia (1916), también conocido como el Juniusbroschüre, la Segunda Internacional había implosionado por no poder «llevar a cabo una táctica y una acción común del proletariado en todos los países». Por tanto, a partir de ese momento, el proletariado debía tener como «objetivo principal», incluso en tiempos de paz, «luchar contra el imperialismo y prevenir las guerras».
Sin perder la ternura
Cosmopolita, ciudadana de «lo que vendrá», aseguró sentirse como en casa «en todo el mundo, dondequiera que haya nubes y pájaros y lágrimas humanas». Apasionada de la botánica y amante de los animales, como se desprende de la lectura de su correspondencia, fue una mujer de extraordinaria sensibilidad, que conservó intacta a pesar de las amargas experiencias que le reservó la vida. Para la cofundadora de la Liga Espartaco, la lucha de clases no terminaba con el aumento de los salarios. Luxemburgo no quiso ser un mero epígono y su socialismo nunca fue economicista.
Inmersa en los dramas de su tiempo, buscó innovar el marxismo sin cuestionar sus fundamentos. Su intento es una advertencia constante a las fuerzas de izquierda para que no limiten su acción política a la consecución de paliativos suaves y no renuncien a la idea de cambiar el estado de cosas existente. La forma en que vivió, la habilidad con la que logró llevar a cabo su elaboración teórica y la agitación social al mismo tiempo, son una lección extraordinaria, inalterada por el tiempo, que habla a la nueva generación de militantes que ha optado por continuar las múltiples batallas que Luxemburgo emprendió.